Desde su llegada a la presidencia, el
general Raúl Castro le ha pedido, una y otra vez, paciencia y trabajo a los
cubanos, Todo ello en medio de un panorama económico desolador. Una y otra
vez ha enfatizado la necesidad de ajustes basados en el ahorro, el aumento de
la producción y eficiencia laboral; la sustitución de importaciones y la
reducción de gastos. Hasta ahora la sustitución de importaciones no ha sido
posible, sobre todo en el sector de los alimentos, lo cual consume gran parte
del presupuesto nacional. Es posible que la eficiencia haya aumentado en
algunos renglones productivos y de servicios, pero poco. El trabajar más no
pasa de ser lo de siempre: la consigna. El ahorro es nulo, salvo en los
exprimidos bolsillos de los ciudadanos. Lo único que parece ser infinito en la
isla es la paciencia de los ciudadanos. Esto último el gobierno lo ha logrado
con dos instrumentos: la represión y la ilusión. Solo que la ilusión no está en
el futuro nacional sino más allá del mar, en la partida de la isla o en recibir
ayuda de quienes viven en el extranjero.
Incluso con anterioridad a que asumiera
de forma oficial la presidencia de Cuba, Raúl Castro había formulado el mensaje
de que lo que su gobierno consideraba "la revolución y su
continuidad" dependían de "hacer eficiente" la economía. Pero
esa eficiencia económica no se ve por ninguna parte, y ahora el énfasis mayor
está dado en lograr la inversión extranjera: la eficiencia tiene que venir de
afuera y de nuevo volvemos a enfrentarnos con la apuesta de colocar las
esperanzas en el exterior.
Durante el tiempo que lleva el general
cubano al frente de la administración del país, se destacan dos tendencias en
pugna: una que favorece darle prioridad a la producción y otra preocupada,
sobre todo, en mantener un férreo control ideológico de la gestión económica,
con el supuesto objetivo de evitar o disminuir desigualdades.
Tradicionalmente —y de forma esquemática—
se ha identificado a Raúl con la primera y a Fidel con la segunda.
La realidad es mucho más compleja.
Existe una gran distancia que entre el
análisis de los problemas económicos, bajo el gobierno de Raúl Castro, y las
soluciones que se intenta poner en práctica.
Cabe señalar dos bloques, que por una
parte definen ese abismo entre las aspiraciones y las realidades del gobierno
raulista y por la otra las diferencias entre la situación en las que vivían los
cubanos antes de la llegada al poder del menor de los Castro y el momento
actual.
En el primer caso, hay un marcado contraste
entre un diagnóstico, en muchas ocasiones certero y más realista, y las
soluciones tardías y a medias llevadas a cabo por el actual gobierno cubano.
El reconocimiento al planteamiento real
de los problemas por algunos órganos de la prensa oficial
cubana —con una frecuencia no vista antes en la isla— debe ir acompañado del
señalamiento de que por lo general estos omiten o no enfatizan el corto alcance
de las soluciones adoptadas hasta el momento.
No basta el planteamiento del problema
cuando no se dice además lo poco que se hace para resolverlo o lo ineficaz que
resultan las medidas adoptadas al respecto.
Hasta hace poco la “excusa perfecta”, que
se mencionaba una y otra vez ante la ineficiencia económica del gobierno del
general, era la presencia de su hermano mayor: un Fidel Castro que desde un
ámbito semiprivado continuaba influyendo o determinando en las decisiones. Pero
hasta esa explicación ha ido perdiendo vigencia, en la medida que se ha
comprobado que realmente el mayor de los Castro está cada vez más apartado del
gobierno —por razones de salud, envejecimiento o porque su hermano ha logrado
desplazar a la elite que respondía más estrechamente o se identificaba con el
mandato de Fidel— y que si acaso cuenta es en la permanencia de ciertos dogmas
ideológicos. Esto no quiere decir que la sombra de Fidel Castro no se mantenga
presente, pero que es eso: una sombra.
Para Raúl Castro, esta supuesta dependencia
puede tener un efecto doblemente negativo. Por una parte lo muestra indeciso.
Por la otra, está la percepción que en estos momentos tienen quienes viven en
la isla: pese a una serie de pequeñas reformas, en realidad la situación económica no ha logrado
transformarse.
Dos son los aspectos básicos, que
constituyen la diferencia más marcada entre el gobierno de Raúl Castro y los
largos años bajo el mando de su hermano mayor.
Donde Fidel Castro veía supuestas
limitaciones individuales, una ausencia de cualidades revolucionarias y un afán
natural hacia la avaricia y el enriquecimiento que el Estado debe reprimir,
Raúl Castro ve una condición humana, un mecanismo y una forma de motivación que
la sociedad debe aprovechar para su desarrollo: una paga sin restricciones, la
posibilidad de tener más de un empleo y la existencia de estímulos económicos
que permitan la utilización del dinero como motor impulsor de una mayor
productividad. En este sentido, Raúl Castro no sólo apoya lo postulado por Marx
en la Crítica del Programa de Gotha, sino ha intentado hacer creer que la
célebre frase de Bujarin a los campesinos rusos, ¡Enriqueceos!, no le resulta
del todo ajena. Pero ese aparente enriquecimiento tiene fuertes limitaciones, y
hay sectores, como el comercio, en que comparte los puntos de vista de su
hermano.
Hay un aspecto básico, que tiene un
fundamento más práctico, y es donde hasta el momento se evidencia la mayor
limitación del plan raulista. Es en el énfasis en la transformación agrícola
como una forma de superar en buena medida las limitaciones económicas por las
que atraviesa la isla.
El gobierno de Raúl Castro ha tratado de
estimular la agricultura a través de formas diversas, desde lograr que el Estado
pague sus deudas a los campesinos hasta un aumento de los precios que paga por
los productos agrícolas y la entrega de tierras improductivas en usufructo a
quienes quieren cultivarlas. La reducción del papel de intermediario del
Gobierno y la incipiente creación de un mercado mayorista donde los campesinos
puedan adquirir libremente los recursos que necesitan para ser más productivos.
Hasta el momento, los resultados de tales
planes han sido pobres. Es aquí donde radica, hasta la fecha, la muestra más
clara del fracaso económico del gobierno de Raúl Castro. Al punto que sus
planes han cambiado hacia un énfasis en la inversión extranjera como tabla
salvadora de la economía cubana.
Sin embargo, aunque es aún pronto para un
diagnóstico definitivo, lo que el gobierno raulista está vendiendo hasta el
momento es más una ilusión que un futuro sustentado en bases sólidas. Y aquí se
vuelve al punto de partida: la infinita paciencia del cubano, que escucha este
nuevo discurso sin creerlo y por su cuenta sigue apostando a la salida del país
y las remesas procedentes del exterior.