—¿Y ustedes no creen que Julio Cortázar
es un agente de la CIA? León nos observaba. Había hecho la pregunta sonriendo.
Los colores de los cuadros colgados
resaltaban sobre el blanco de las paredes de su oficina.
Todo era blanco en el edificio del ICAIC:
los pasillos, el vestíbulo, la enorme fachada. Las puertas eran blancas. Solo
sus marcos eran de un color oscuro. Eugenio y yo esperábamos la aprobación de
un préstamo de películas para el cine-club.
—Yo creo que Julio Cortázar, al firmar la
carta que hicieron los intelectuales europeos al servicio del Imperialismo, con
el objetivo de atacar a Cuba, se puso de parte de los yanquis. Y quien está a
favor del Imperialismo está a favor de la CIA —agregó León.
Hizo una pausa y nos miró.
—Así que, de acuerdo a este razonamiento,
Julio Cortázar es un agente de la CIA. Bueno, eso es lo que yo creo. Pero me
gustaría oír sus opiniones. Digan lo que quieran. Digan todo lo que crean. Lo
que de verdad piensan —insistió.
La sonrisa seguía inmóvil.
—No me responden. ¿Creen que Cortázar no
es un agente de la CIA? ¿No están seguros que lo sea? A lo mejor tienen dudas.
A lo mejor piensan que yo estoy equivocado. Vamos a ver. ¿Eso es lo que ustedes
piensan? Hablen sin miedo. Lo único que quiero es saber sus opiniones.
—Bueno, realmente en una cultura
decadente e imperialista como la Occidental, los escritores responden a los
valores de esa cultura y los ejemplifican con sus obras. Y entre los valores
creados por esa cultura están instituciones como la CIA. Por eso es que, desde
el punto de vista de la conceptualización marxista, podemos decir que, no solo
Cortázar y el resto de los firmantes, sino todos los intelectuales que
propugnan los valores occidentales son de alguna manera hombres de la CIA o
representan los valores de la CIA y sus agentes.
Habló Eugenio. Era una salida oportuna y
también una respuesta llena de ironía. Le envidié la facilidad para salir
airoso. No sabía hacerlo. Para mi solo habían dos posibilidades. Guardar
silencio o aprobar lo dicho por el funcionario, si la presión aumentaba.
La sonrisa desapareció de la cara de
León. Pensé que quizá también él advirtió el matiz irónico y que, al igual que
me había ocurrido a mí, se quedó sin respuesta —una comparación ingenua,
incluso para alguien que solo tenía veintidós años.
Sin ganas de proseguir ese juego del
ratón y el gato, ahora que uno de los ratones se mostraba hábil y escurridizo.
León se limitó a leer los títulos de las películas y a darle una rápida
aprobación.
—¿Así que tú crees que Cortázar es agente
de la CIA?
—Qué carajo Cortázar va a ser agente de
la CIA. Se lo dije para que no jodiera más y nos prestara las películas.
Además, ¿qué importancia tiene eso? —me respondió Eugenio a la salida del ICAIC.
Pero sí tenía importancia y los
funcionarios del ICAIC lo sabían.
A los pocos días volvieron a reunirse con
nosotros, esta vez con un grupo más amplio de estudiantes y en la propia
universidad. Ahora junto a León estaba José Antonio González.
Ese interés momentáneo del ICAIC con un
simple cine-club universitario no era bueno para nosotros. Los que asistimos a
la reunión lo supimos al caer la tarde, porque los funcionarios llegaron
puntuales y se demoraron dos horas en explicarnos que el momento era de prudencia.
Fueron generosos en su paternalismo, pero
dejaron en claro que ellos eran los máximos responsables de todas las películas
que se ponía en el país, sin importar que fuera una sala universitaria o un
cine de barrio.
También nos hicieron saber que si se
reunían con nosotros, era para salvaguardar la verdad en tiempos difíciles.
Algunos nombres no se podrán mencionar,
pero la verdad hay que decirla siempre. Eso fue lo que nos expresaron, con el
orgullo que se siente al salvaguardar la cultura en los momentos de mayor
peligro.
—Hace poco tuvimos que hablar de la
guerra de Argelia, a raíz de una proyección de La batalla de Argel —comenzó diciendo León.
—Dijimos que hubo intelectuales franceses
que se opusieron a esa guerra —agregó José Antonio.
—No mencionamos nombres —era León quien
proseguía aclarando las cosas.
—No dijimos que Sartre fue uno de esos
intelectuales —nos explicó José Antonio.
—El nombre de Sartre no debe mencionarse
ahora —nos advirtió benévolo León.
—Pero la verdad quedó a salvo para el día
de mañana, cuando de nuevo se pueda volver a hablar de Sartre —se adelantó José
Antonio.
—El que sabe nos entendió. Por supuesto
que nos entendió muy bien —se justificó León.
—La verdad quedó a salvo —dijo José Antonio
al tratar de redondear la idea.
—Ustedes y nosotros sabemos que fue
Sartre uno de los intelectuales que se opuso a la guerra de Argelia. Hay otros
que también lo saben. Pero ese nombre no debe pronunciarse ahora. No es el
momento adecuado —volvió a recalcar León.
La repetición resultaba el método
apropiado para que los estudiantes aprendieran.
—Igual ocurre entre nosotros. Hay nombres
de intelectuales cubanos que no deben pronunciarse ahora —recalcó José Antonio.
—Nadie que haya abandonado el país. Ningún
traidor. Ningún contrarrevolucionario. Los apátridas no tienen cabida en la
cultura revolucionaria.
León ya no daba clases: advertía.
La palabra “pronunciarse” fue lo que más
me llamó la atención de ese discurso. No sólo era negarnos el derecho de hablar
de Sartre, de mencionar su nombre. Como buenos maestros, habían encontrado el
ejemplo perfecto.
Mencionar al autor de La Nausea cumplía
varios propósitos. Su firma había aparecido en una carta de protesta de los
intelectuales europeos, en que se pedía la liberación del poeta Heberto
Padilla. Hacer referencia a un intelectual francés servía para recordarnos que
el ICAIC había tenido razón en preocuparse por nuestra simpatía con el
pensamiento y el cine de esa nación europea.
Los intelectuales franceses no estaban
solos. Muchos artistas y escritores occidentales habían demostrado que eran
incapaces de comprender una revolución verdadera. Y nosotros llevábamos meses
alabando sus obras, citando sus ensayos, intercalando referencias de sus
novelas en los cine-debates y la revista.
Pronunciarse era algo más que nombrar.
Implicaba que no debíamos tomar partido por las figuras que en aquel momento el
Estado cubano consideraba enemigos ideológicos. A menos de que quisiéramos
convertirnos en traidores. Porque una cosa era salvaguardar la verdad y otra
muy distinta era traicionar a la revolución.
Otro firmante original de aquella carta
había sido Julio Cortázar, y por ello días antes León lo había acusado de
agente de la CIA.
Cortázar se arrepintió de aquella firma,
retiró su nombre y escribió un poema lamentable. A partir de entonces y hasta
su muerte se mantuvo junto al régimen de La Habana, sin expresar dudas, al
menos públicamente.
Un buen ejemplo de ello aparece en Papeles inesperados. El libro fue
publicado a los 25 años de la muerte de su autor, y contiene una extensa
colección de textos inéditos y dispersos, escritos por el novelista a lo largo
de su vida.
En Papeles
inesperados no asombra —pero uno lamenta de nuevo— encontrar al otro
Cortázar junto al escritor de brillantes cuentos y buenas novelas, ese que al
hablar de Cuba llenaba cuartillas con un fervor digno del peor realismo
socialista —ese estilo que denunció en más de una ocasión.
En una especie de cuaderno de viaje
fechado en 1976 —luego de varios años de que el escritor argentino firmara la
primera carta de denuncia por la detención de Padilla, en 1971, y se
arrepintiera públicamente después—, Cortázar hace un recorrido por la isla
donde todo lo encuentra de maravilla, y solo se permite un ligero guiño en un
acápite último que titula "final prosaico". Un contraste con las
crónicas y los artículos de denuncia, por los crímenes que por entonces
cometían las dictaduras militares que azotaban a Latinoamérica, que aparecen en
el mismo libro. Los altibajos de un autor apegado a la política.
Esa dicotomía a la hora de enfrentar los
casos de abusos en diversos regímenes políticos no ha desaparecido aún. La
batalla por el respeto de los derechos humanos es una lucha que debe trascender
las fronteras ideológicas, pero algunos intelectuales no lo entienden así.
Creen preservar una “verdad” que consideran sagrada, que para ellos se resume
en un antiamericanismo anticuado o simplemente en repetir que el Imperialismo
es malo, por encima de la realidad del momento. Cortázar calló siempre, y
también cayó en ese trampa en muchas ocasiones. En algunos —pocos— momentos fue
también víctima de ese mecanismo que le permitió a un oscuro funcionario, del
que ni siquiera recuerdo el apellido, acusarlo de agente de la CIA frente a dos
estudiantes universitarios pusilánimes, pero en las más se puso de parte de los
represores, si eran del régimen cubano. Por supuesto que ello no le resta
grandeza a su obra literaria. Simplemente lo caracterizó como ser humano, quizá
demasiado humano.
Este texto aparece también en Cubaencuentro.