El intento de comercializar un perfume
con el nombre de Ernesto, en alusión a Ernesto “Che” Guevara, por parte de la
empresa estatal cubana Labiofam, y su ulterior prohibición, un día después de
que la noticia se divulgara en la prensa internacional —con el fundamento de
que los “símbolos son sagrados”— ha vuelto a colocar en los titulares de prensa
esa dualidad, que por décadas viene acompañando a la figura del guerrillero
argentino, entre el olor a santidad y la utilización frívola.
El propio revolucionario, de acuerdo a su
historial, nunca fue ajeno a esa dicotomía.
El Che fue una figura que adquirió una
dimensión trágica con su muerte y última campaña, pero al mismo tiempo una
mezcla funesta de fundamentalismo y frivolidad intelectual, que en vida terminó
definiéndose por lo primero, pero tras su muerte se impuso lo segundo.
Entre un destino centroamericano y luego
caribeño y la aventura literaria de París, Guevara, escogió una consagración
política, que le abriría las puertas de otra creativa: más que a la literatura,
a los intelectuales, especialmente los europeos.
De lo contrario, el Che, como intelectual
estaría justamente olvidado: algunas narraciones en su mayoría muy menores
—recogidas en un libro que hoy nadie menciona, Pasajes de la guerra revolucionaria—; un intento de teorizar sobre
el ejercicio económico en la llamada “construcción del socialismo”, que produjo
en la práctica —o al menos ha cargado con la responsabilidad de servir de guía—
el desbarajuste institucional más grande dentro del proceso cubano, al
fundamentarse en un concepto abstracto y abstruso del ser humano, convertido en
cotidiano santón masoquista, motivado por un sacrificio perenne y absurdo, cuya
formulación no pasó de unos cuantos papeles dispersos; un puñado de fotografías
de ocasión, exhibidas posteriormente gracias a la reverencia construida
alrededor del hombre detrás del obturador que por el valor estético de las
impresiones. Al final, el sujeto de culto se impuso sobre el objeto, el
fetichismo opacó al hombre.
Eso sería quizá uno de sus mayores
deleites de estar vivo. Era un hombre estoico y disciplinado con su cuerpo,
pero de una estrechez mental que no logró nunca superar cierta sensibilidad
indiscutible, pero que a veces rozaba o caía en la sensiblería del perrito que
hubo que sacrificar en la sierra — en un cuento del libro mencionado— que por
otra parte lo acercó siempre al peor Cortázar. El jardín de los escritores
argentinos que no se bifurcan.
Agregar que no solo no dudaba en matar,
sino que lo recomendaba —especificar que muchas de esas muertes resultaron
asesinatos—, es caer en un lugar común.
Solo por presentar esa visión del Guevara
siempre dispuesto al disparo vale la pena ver ese bodrio cinematográfico, The Lost City, que muestra a un Che
Guevara asesino y cínico, como contrapartida a tanto guerrillero demodé que
todavía el cine —y especialmente el cine norteamericano—nos intenta embuchar cada día.
La actividad más tangencial de su vida,
su interés por la fotografía, demuestra a las claras ese equívoco que cultivó
siempre: el Che era extremadamente fotogénico, pero ello por supuesto no lo
convertía en fotógrafo excepcional.
Sin embargo, la anécdota, el capricho o
la opinión pasan a un plano secundario ante el hecho de que, en la actualidad,
el Che es menos un símbolo que un ícono, al que si se venera y admira es de
forma torcida —entre el pecho y la espalda que encierra una prenda de vestir—, más
como un artículo de uso ocasional y cotidiano que como un canon consagrado. Un
eterno aspirante a santo, cuyo relicario se reduce a una camiseta.
Curiosamente, si se indaga aunque sea
someramente en la vida del Guevara, se encuentra que en buena medida la
incubación de su supuesto apostolado no nació en su famoso recorrido por
Latinoamérica ni en su contacto con pobres y enfermos, sino en la
artificialidad y dureza de una ciudad: Miami. Fue aquí donde, hasta cierto
punto, se forjó ese producto llamado “el Che”.
Esta ciudad fue una parada accidental y
forzosa, mientras viajaba de regreso a Argentina para obtener el diploma de
medicina. Una espera que se extendió más de lo previsto y las vueltas y más
vueltas por un sitio desconocido, donde se hablaba un idioma que no dominaba.
Entonces el Che era un joven estudiante a
la espera de su destino, que en 1952
acaba de realizar su primer viaje latinoamericano, y por un desperfecto
del avión se vio desviado momentáneamente y sin mucha importancia hacia una
ciudad estadounidense, turística y ajena, a la que siempre recordará con
hostilidad.
El propio Che dirá luego que fue una
estancia “amarga y dura”, donde tuvo visiones premonitorias: “Asaltaré
barricadas y trincheras, teñiré en sangre mis armas”.
Sin embargo, durante esta corta visita no
le ocurrió nada que no fuera común a los trabajos y desventuras propios de
cualquier visitante, que sin dinero se ve de pronto en un lugar extraño.
El testimonio de un compañero de Guevara
en esta ciudad contradice el radicalismo temprano de la escritura guevariana.
Jaime “Jimmy” Roca, un argentino que se
encontraba en esta ciudad terminando los estudios de arquitectura, ha contado
que diariamente llevaba comer al Che a
un restaurante español, donde tenía crédito bajo la promesa de que pagaría la
cuenta cuando lograra vender su automóvil, y que nunca hablaban de política.
En realidad el Che “sobrevivió” en Miami
con una dieta de cerveza y papas fritas gratuitas. No lo mejor de los mundos
posibles, pero tampoco lo peor.
Esta dualidad siempre presente en la vida
de Guevara ―convertir la banalidad cotidiana en fuente de terror― se vio
eclipsada tras su muerte, a partir del momento en que la publicidad capitalista
resultó más poderosa que cualquier ideología.
Solo en Miami y en La Habana, donde la
ideología se consume junto a la croqueta,
es que el Che renace como guerrillero heroico o vulgar asesino. Fue ambas cosas, pero ahora
es sobre todo recurso mercantil.
Admitir tal caída en la vulgaridad
mercantil es inadmisible en ambos lados del estrecho de la Florida. Aquí, donde
se ha amenazado con un boicot tanto al turrón de jijona como a las tortillas
mexicanas, ni los autos de lujo se vieron libres de ese peligro.
Los cubanazos del exilio histórico,
imponiendo con billetes su rechazo y lanzando la amenaza de no comprar más
Mercedes lograron que la firma pidiera disculpas ―los ejecutivos de las grandes
corporaciones siempre resultan tan repugnantes como los comisarios políticos― y
retirara la imagen del guerrillero de una campaña publicitaria. Lo que pudo
haber sido un buen chiste contrarrevolucionario terminó en ridículo.
La idea de la Mercedes-Benz, de quitar la
estrella de comandante de la Sierra y colocar el logo en esa boina que siempre
aspiró a ser francesa hubiera resultado en una burla perfecta, al tiempo que
sacaba a relucir la detestable socarronería del eterno guerrillero.
Sin embargo, a los efectos de la burla
fue lamentable que la farsa de desalojar la estrella de la boina, y sustituirla
por el logo de la opulencia capitalista más vulgar y clásica, terminara por convertirse en la
estrella del sainete y no el emblema del sainete. En Miami quieren al Che de
guerrillero, casi cabe la herejía de que lo añoran.
En una prueba más de que, de forma
consciente o inconsciente, La Habana siempre mira a Miami como su presente y
futuro, se acaba de repetir la historia —o escribirla dos veces en una
indignación compartida que teme a la burla— y el gobierno cubano, cuyos
funcionarios se mueven como niños torpes ante un nuevo juguete —y el
capitalismo lo es todo menos un juguete, aunque a veces se disfrace de tal— van
a ser “castigados” por portarse mal y querer, ellos también, comercializar al
Che.
Nada de perfume con su nombre. De
penitencia. Aunque el Che, en última instancia, jugaba con todo, con Cuba, con
su economía y hasta con su futuro. Hasta que Fidel Castro terminó jugando con
él.
Resulta por ello probable que fuera el
aún Comandante en Jefe quien mandó a parar. En parte por la nostalgia de lo que
en una época llamó “Revolución”, en parte para demostrar que aún cuenta. En
parte, también, porque no le seduce la idea de verse mañana reducido a un
nombre en un frasquito barato de perfume.
Porque se puede decir que el Che, quien se
caracterizó por su austeridad, intransigencia
y rechazo al capitalismo, fue siempre también algo frívolo. Pero Castro no.
Irresponsable, sí; frívolo nunca.