No es que se encuentre algo novedoso ni
original en el comentario. Cuando el gobernador del estado Aragua, Tareck El
Aissami, afirmó que los venezolanos, mientras “más pobres” son más leales al
chavismo, estaba repitiendo al mismo tiempo una verdad, un mito y una mentira.
La verdad es que cualquier proyecto que
proponga beneficios a los más pobres encontrará oídos receptivos entre ellos.
El mito es la exaltación a la pobreza,
que está detrás de lo expresado por el gobernador, y que el propio presidente
venezolano, Nicolás Maduro, hizo más evidente al agregar una frase del nicaragüense
Augusto C. Sandino, quien dijo que “los humildes son los que siempre llegan al
final”. Algo que por otra parte tampoco es cierto.
Al evocar a Sandino —es patético como la
izquierda reaccionaria vuelve una y otra vez a las figuras de antaño, como
tratando de sacar agua de un pozo agotado— Maduro no hace más que intentar
apropiarse de un concepto que no es marxista, sino demagogo y manipulativo, y
que precisamente la Iglesia Católica más tradicionalista explotó por siglos:
los más pobres son los verdaderos elegidos para el Reino de los Cielos. También
es otro ejemplo de que el ideario chavista —si es que así puede considerar algo
que más allá de una mezcolanza es una aberración— carece incluso de “frases
hechas” propias y toma de aquí y del otro sin importarle la coherencia, pero
eso es algo que apenas vale la pena repetir.
A Maduro se le podría decir que, desde el
punto de vista cristiano, el concepto de elección divina de los pobres quedó
atrás con el protestantismo, e incluso el propio Vaticano lo esgrime poco hoy
en día. Una cosa es la humildad —que entre paréntesis la Iglesia postula pero
no practica en su sede— y otra bien distinta es elevar a santidad el ser pobre.
No es que los católicos consideren, al igual que los protestantes, que Dios
premia con riquezas en la tierra a los elegidos, sino que el sermón de
resignación y Cielo eterno para los desposeídos ha sido sustituido en gran
medida por una agenda social, aunque no política, al menos en apariencias.
Por supuesto que desde el punto de vista
de compensación emocional constituía un consuelo pensar, mientras se padecía
hambre y miseria, en una recompensa futura. Pero la utilización de esa
satisfacción espiritual, convertida en instrumento de sumisión, siempre fue
criticada, precisamente, por los revolucionarios.
No es que el chavismo no postule entre
sus objetivos el vencer la pobreza en Venezuela. Simplemente se trata de que no
enfrenta el proyecto de una forma adecuada. Todos los planes de “misiones
socialistas” parten de un principio abyecto, y es mantener la dependencia del
ciudadano con el Estado. Aquí radica la mentira.
El chavismo no se plantea reducir la
pobreza, no lo ha logrado tampoco, sino dosificarla, administrarla, y en
algunos casos incluso extenderla.
Actúa así porque sabe que, por lógica —y
lo planteado por el gobernador del estado Aragua lo dice a las claras— al
disminuir esa base de personas que viven en una dependencia perpetua con las limosnas
del gobierno, disminuye también su apoyo. Eso ocurre incluso —o más aún— en los
países donde se llevan a cabo planes eficientes de reducción de la miseria, que
no es el caso precisamente de Venezuela.
Ha ocurrido en Estados Unidos, donde por
ejemplo miles de ciudadanos negros han logrado no solo salir de la pobreza,
sino convertirse en miembros de la clase media, e incluso millonarios, y en la
actualidad pertenecen a organizaciones o expresan opiniones similares a los capitalistas
blancos, asiáticos o de otro origen étnicos.
Estos ciudadanos que han logrado superar
las limitaciones de origen social —y el mencionar a los negros responde solo a
buscar un ejemplo fácil, porque ocurre con independencia de raza— apoyan y
buscan leyes que les permitan obtener máximos ingresos y pocos impuestos, sin
preocuparles el destino de otros tan pobres, como lo fueron sus padres o
abuelos. Que dicha actitud resulta reprobable desde un punto de vista ético, y
poco humanitaria, es cierto. Sin embargo, no por ello deja de reflejar un característica
natural en el ser humano, donde el individualismo e incluso el egoísmo no es
fácil de desterrar.
La solución, siempre difícil —y que no ha
resuelto tampoco el capitalismo ni el neoliberalismo, aunque también se
proclamen en abanderados contra la pobreza—, es buscar un equilibrio que
combine las necesidades y ambiciones personales con el bienestar común.
Se puede argumentar que tal camino
resulta casi siempre una simple hipótesis, pero mucho más válida que el estereotipo
de buscar bondades en la pobreza. Porque más allá de una corriente dentro de la
novelística realista y social de los siglos XIX y principios del XX —luego
heredada por cierto en la telenovela, tan cultivada en Venezuela— hay poco
mérito en la pobreza. Precisamente porque a quienes están en esa situación no
se les permite, o les resulta difícil, alcanzar mérito alguno, en cuanto a
comportamiento social y no en referencia a casos individuales.
Incluso el marxismo tradicional hablaba
de trabajadores —que vivían miserablemente— pero no depositaba sus esperanzas
en los más desposeídos, que ni siquiera contaban con el “privilegio’ de poder
ser explotados. Quienes caían en la situación de sobrevivir de la limosna,
gracias a la caridad, caían en la categoría amplia del ‘lumpen proletario’,
fácil de manipular por cualquier poder, especialmente por el más reaccionario.
Ciudadanos pobres —muy pobres y sin
esperanzas— apoyaron el nazismo en Alemania o el fascismo en Italia, y formaron
parte de los escalones más bajos de los cuerpos represivos, donde se
caracterizaron por su ferocidad, alimentada por una vida de frustraciones y
maltratos.
Precisamente a este sector desposeído
—más que a quien es pobre por recibir un bajo salario— es al que siempre mira
al chavismo como base de apoyo. Sector que más que por la pobreza se define por
la marginalidad. Son quienes han encatrado en el chavismo una razón de ser. Y
si el gobierno de Chávez y ahora el de Maduro les brinda un sentido de
integración política —para ser utilizados de acuerdo a sus fines—, no por ello
los libra de la marginalidad social y económica.
Fue el marxismo soviético, con Lenin a la
cabeza, el que glorificó a los pobres en novelas y películas. Los utilizó y por
supuesto al mismo tiempo los explotó.
Si el chavismo retomó ese concepto desde
el inicio —y con el gobierno de Maduro lo ha sobrecargado de fanatismo y
fanfarronería—, no es solo por su carencia de un cuerpo ideológico moderno y
apto, sino sobre todo por esa injusticia innata en su forma de proceder, que
necesita de la escasez, las dificultades ciudadanas y la falta de artículos que
cubran las necesidades más elementales, a fin de sobrevivir. Al fin y al cabo,
ni Chávez ni Maduro se han preocupado por convertir al gobierno en el gran y
único empleador —como hizo Fidel Castro en Cuba y ahora Raúl está dando marcha atrás por incapacidad
económica del Estado—, más allá de agrandar el aparato burocrático y servirse
de la industria petrolera ya existente. Les ha bastado con transformar la
asistencia estatal —a la que está obligado cualquier país en mayor o menor
medida— en una forma de caridad política y un reparto de prebendas y migajas,
donde los pobres reciben poco y muchísimo menos de lo que merecen por vivir en
una nación con una gran riqueza petrolera, que a diario se despilfarra.