Mientras los analistas discuten los
últimos nombramientos ministeriales de
Nicolás Maduro, hay un hecho que no se menciona, quizá por lo obvio: estos
cambios fueron dictados por La Habana. Señalarlo encierra el peligro de la
repetición, pero ésta nunca es poca si la advertencia es buena. Venezuela
avanza hacia el abismo, y parte de la culpa es de Fidel Castro.
Si en Cuba la administración diaria de
los asuntos de gobierno recae por completo en Raúl Castro, la relación con
Caracas continúa en buena medida bajo la sombra del hermano mayor. Esta
distribución de labores —en una alianza familiar que no admite fisuras hacia el
exterior aunque se fundamente en personalidades disímiles— obedece no sólo a factores biológicos y
condicionamientos de edad, sino fundamentalmente a una razón práctica. Maduro
necesita algo que Raúl obtuvo hace muchos años, durante su juventud
guerrillera: legitimidad revolucionaria. Y para brindársela está Fidel Castro.
No por gusto el mandatario venezolano
acudió a una breve visita a La Habana en agosto, y no fue simplemente a saludar
a Castro por su cumpleaños y hablar de moringa. Fue una visita de consulta, y
no hace falta información de inteligencia al respecto. A diferencia de una Cuba
donde Raúl Castro trata de imponer cierto pragmatismo y tomar algunas
decisiones económicas, la Venezuela actual es cada vez más prisionera de la
arcadia ideológica. La manipulación ideológica es, tanto el hombre como la
circunstancia en Fidel Castro.
Basta revisar lo que habla a diario
Maduro, para comprobar que su discurso se pierde en tonterías y banalidades, a
las que recurre como un mecanismo de distracción, pero también para politizar
el acto más nimio. Esto lo (mal) aprendió de Fidel Castro. La clave aquí es
vender la imagen de abarcarlo todo, cuando en realidad la pauta la dicta un
objetivo único: conservar el poder.
El mandato de Maduro se ha caracterizado
no solo por la inercia sino por el rumbo errático. Nombra a principios de año a
Rafael Ramírez como una especie de zar económico y ahora lo designa canciller.
Al mismo tiempo, quien ocupaba ese cargo, Elías Jaua, pasa del cielo a la
tierra: de los frecuentes viajes en avión a la administración de comunas. Con
ese mover de peones no se consolida una jugada, apenas se gana tiempo. Y puede
hacerlo porque tiene petróleo con el cual engullir sus errores.
De administrar Maduro no sabe nada. Lo
suyo es un trono heredado, que unas elecciones amañadas apenas consiguieron
apuntalar. No es que las urnas legitimaran el dedazo de Chávez, sino que el
Consejo Nacional Electoral lo impuso. Lo demás ha sido un reparto desordenado
de la riqueza nacional, de prebendas a limosnas, con el gobierno de La Habana como
uno de los principales beneficiados.
Trono heredado, pero también con la carga
de una “familia real”, a la que hay que mantener contenta: Maduro sabe que si
los parientes del fallecido presidente le retiran el apoyo, su poca
“legitimidad chavista” se vería en peligro.
Por eso nuevos privilegios que añadir a
los existentes: María Gabriela, hija de Chávez y favorita de Castro —envuelta
en un escándalo de corrupción en Argentina— enviada a Nueva York de embajadora
alterna ante la ONU, con poco que hacer y mucho que gastar; Asdrúbal Chávez, otro
pariente, en este caso primo, al frente del ministerio de Petróleo y Minería.
En medio de esta trama de corrupción y
favoritismo, Fidel Castro de gran padrino de la familia Chávez, como lo
demostró la visita a Punto Cero de María Gabriela, a finales de abril de este
año.
Hay una especie de mantra, repetida en el
exilio y por la oposición cubana, que liga el fin del chavismo con el cambio en
Cuba. También puede afirmarse lo inverso. Para los venezolanos, el gobierno de
los hermanos Castro es un factor de estancamiento y retroceso, que alarga la
permanencia del chavismo.
Todos los pasos que está dando Maduro,
guiado por Fidel Castro, llevan al hundimiento económico del país, el deterioro
y la ruina. Y el daño no se limita al presente. No se puede destruir sin
empeñar el futuro. En primer lugar ese futuro al que supuestamente se aspiraba.
Cuando el chavismo acabe, es posible que la nación se convierta en destino de los
más rapaces intereses financieros internacionales y el capitalismo más
despiadado. La culpa será de Chávez y Castro.
Maduro tampoco sabe de historia, y en
última instancia poco le importa. Cuba tiene una larga tradición de arruinar
metrópolis. Le ocurrió a España, empecinada en mantenerse en la isla “hasta el
último hombre y la última peseta”. No se puede decir que destruyó a la URSS,
pero sí que fue parte de ese proceso de deterioro, donde los fines políticos e
ideológicos en el exterior valían más que el bienestar del ciudadano del país.
Ahora Venezuela marcha por el mismo rumbo.