Diversas organizaciones del exilio en
esta ciudad van a protestar contra un concierto del dúo Buena Fe, bajo el poco
original slogan de “las calles de Miami no son de Fidel”. Es cierto, no son de Fidel
las calles. Pero, ¿y las tiendas donde se venden los uniformes que usan los
escolares en la isla?
Por supuesto que tampoco. Uno entra en
ellas y no que tiene preocuparse por si hay este u otro artículo. Para comprar
el mencionado uniforme escolar no se requiere de esa absurda asignación que
posibilita adquirir sólo uno al año —y en los grados de fin de un nivel de
enseñanza, como 9no o 12mo, nadie se ve obligado a escoger entre comprar saya o
pantalón nuevo, o decidir si le hace más falta una blusa o camisa—, así como
tampoco a nadie le ha pasado por la cabeza exigir un documento de autorización
emitido por la escuela.
Así que definitivamente las tiendas de
Miami tampoco son de Fidel, aunque al mismo tiempo sus clientes sirven al
gobierno cubano: le resuelven este y muchos otros problemas.
Vale añadir que nada se resolvería con
implantar una medida represiva y prohibir este tipo de venta. Resultaría, en
última instancia contraproductivo y antidemocrático. Así que la solución no
está en un boicot, como tampoco resuelven mucho las protestas contra
bongoseros, tocadores de guitarra o cantantes que llegan aquí a buscar dólares.
Tampoco es negar el saludable derecho a
la protesta. Pero más allá de garantizar ese derecho, cabe preguntarse por la
eficacia de una acción —si se quiere de una táctica— que a través de los años
ha demostrado no sólo ser inútil sino además servir de pretexto para hablar de
la intolerancia en esta ciudad.
La solución sería bien sencilla. Viene un
artista o grupo que resulta desagradable o contrario a la forma de ser o el
punto de vista predominante en el exilio y simplemente nadie va a verlo.
El problema con los músicos es igual al
de los uniformes. Cada vez hay más cubanos residentes en esta ciudad para los
cuales no importa lo que digan o como se comportan los artistas cuando regresan
a la isla —los últimos en llegar ni siquiera se preocupan en negarse “a hablar
de política” y nos dicen claramente lo que piensan—, y que ponen a un lado el
hecho de que les están resolviendo un problema al gobierno cubano si, en primer
lugar, ellos consideran que a quienes realmente están ayudando es a sus
familias. Y tienen razón.
Sin embargo, a su vez reflejan una
situación actual, y es que el exilio —en su caracterización ideológica— se está
diluyendo, tiende a desaparecer aunque perduran tanto las causas que les dieron
razón de ser como las que hacen que en la actualidad continúe.
Entre ese existir —y el aprovecharse de
las leyes y medidas que lo facilitan aquí en Estados Unidos— y la
desvirtualización de sus supuestos objetivos primarios se define su realidad
presente. Más que criticarla —algo, por otra parte, también válido— lo que
importa es analizarla.
Lo más socorrido es decir entonces que se
ha producido una transformación, en la que más que hablar de un exilio activo
hay que mencionar que se trata de una emigración. Añadir que esta emigración
cada vez más se asemeja a la que por muchas décadas han realizado quienes llegan
a este país en busca de una mejor vida, no importa si desde México, Centroamérica
u otro país. No se debe condenar a nadie que intente mejorar su vida, sobre
todo si uno hizo lo mismo antes.
Pero esta explicación adolece de un
problema, y es que enmascara el hecho de que el éxodo cubano continúa
respondiendo a razones políticas. Al igual que La Habana, Washington actúa de
acuerdo a sus intereses: mantener una estabilidad social y política forzada a
90 millas de sus costas.
Aquí es donde todos, cubanos de aquí y
allá, optan en común por la válvula de escape como solución a los problemas cotidianos.
En la isla se prefiere pedir ayuda a los parientes antes que enfrentar la
protesta simple —pero no exenta de consecuencias— de mandar a los hijos sin
uniforme a la escuela. En el exilio se vuelve, pero no se regresa.
Si lo que actúa con mayor fuerza sobre el
individuo, al marchar al exilio, es el sentimiento de incapacidad para regir su
vida, puede afirmarse que los que se han ido de Cuba en los últimos años
continúan siendo rehenes, sino de Castro de sus familias.
Al final todo se reduce a la esperanza
del justo tiempo humano y pensar que ni “el Partido es inmortal” ni los Castro
son eternos. Mientras tanto el futuro cubano se sigue definiendo en la espera,
así en La Habana como en Miami.