La muerte del diputado chavista Robert
Serra y su asistente María Herrera se ha vuelto un asunto extremadamente
complicado para el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro.
No se ha llegado aún al momento de las certezas
—¿se alcanzará en algún momento?—, pero todo apunta hacia que, lo que se trató
de presentar como un crimen político, fue simplemente un asesinato posiblemente
motivado por robo y disputas o venganzas personales.
De que no es poco lo que se juega el
presidente venezolano en este caso quedó claro con la comparecencia ante las
cámaras, rodeado de la plana mayor de su gobierno.
Maduro puede anotarse en su favor un
pequeño logro, al revelar la identidad de los presuntos implicados y la
detención de algunos. Pero lo que ha salido a relucir —y que el Presidente no
ha logrado acallar— habla mucho en contra de su gobierno. Incluso, y
especialmente, en lo que se refiere a sus seguidores.
A Serra lo asesinaron con la
participación de quienes estaban encargados de protegerlo. Ya se había enseñado
en televisión la presunta confesión del oficial de policía Edwin Torres
Camacho, el jefe de la escolta del parlamentario, uno de los señalados en las
investigaciones.
Un vídeo captado por las cámaras de
seguridad registró el hecho.
Serra y Herrera fueron atacados con un
punzón. Sin embargo, contaban con un sistema de seguridad —tanto en hombres y
equipos— que estaba supuesto a impedir que un crimen se cometiera con medios
tan simples. Este abismo entre lo primitivo del arma del delito y los recursos
con que contaba para su protección el destacado miembro del chavismo solo se
explica por la participación en el crimen de los propios “defensores”.
Al parecer el presunto móvil del delito
fue el robo de la caja fuerte del diputado, donde guardaba dos fusiles y asalto
y dólares en efectivo, para vengar una discusión previa.
Los participantes en el delito, según el
propio presidente venezolano, fueron:
Torres Camacho.
Carlos García Martínez (El Tintín):
escolta de Serra.
Padilla Leiva (El Colombia): jefe de la
banda “El Colombia”, la cual organizó el homicidio del diputado. Maduro aseguró
que la banda de Padilla está vinculada con grupos paramilitares, quienes
llevaban tres meses planificando el asesinato.
Jhonny José Padilla (EL Oreja):
funcionario de Policaracas y escolta de Serra.
Fariñéz Palomino (El Eme): jefe del
equipo de protección del diputado Robert Serra, junto con Torres Camacho.
Danny Salinas Quevedo: miembro de la
banda “El Colombia”.
Hay otros dos involucrados que no fueron
identificados por el Presidente. Estos habrían esperado fuera de la vivienda de
Serra para trasladar a los asesinos luego de que cometieran del crimen.
Todo esto habla muy a las claras de la
actual situación venezolana, donde un “diputado” no solo necesita una escolta
con dos jefes y todo —no un sencillo guardaespaldas, en el mejor o peor de los
casos— y que al parecer tenía en su vivienda fusiles de asalto y dólares.
La imagen es más propia de un jefe
mafioso, jefe de una banda o incluso miembro importante de una organización
delictiva que la de un legislador en un país democrático. ¿Qué clase de
político era ese que se había rodeado en su intimidad —y depositado su
confianza— de individuos violentos que por avaricia, envidia o despecho no
dudaron en traicionarlo? Hablo de imagen, no digo que lo fuera. Pero las
apariencias son muy negativas y lo mejor que se puede decir en favor del
gobierno de Maduro es que evidencian el clima de inseguridad, violencia y
delito que asola al país.
En el orden de lo estrictamente policial,
dos de los supuestos autores —Torres Camacho y García— están detenidos. Los otros
cuatro, entre ellos Padilla, están fugitivos. La eficiencia policial, en un
caso tan sonado, está al menos en entredicho.
Desde el inicio Maduro ha tratado de
vincular el crimen a un grupo paramilitar colombiano. Incluso fue más lejos y
acusó al expresidente colombiano Álvaro Uribe.
Atribuir el crimen a una supuesta banda paramilitar
extranjera cumplía un objetivo muy preciso: no es un delito de venezolanos sino
una agresión desde fuera. Ahora se sabe que la mayoría de los participantes
fueron venezolanos.
Pero además Maduro quiso y quiere darle
un carácter político al asesinato, y aún habla de un “falso robo”.
El problema para el presidente venezolano
es que, ni en un gobierno autoritario, ni en una dictadura, ni mucho menos en
un sistema totalitario, las cosas se hacen así. Cuando se muestran pruebas, se
fabrican evidencias, se obtienen confesiones o se “descubre” un plan de esta
naturaleza, la presentación se hace con todos los cabos atados, sin dejar
resquicios, aunque todo sea una maquinación. El “paquete” se presenta amarrado
y sin porosidad alguna.
Se podría argumentar en favor de Maduro
que todo lo que se consideran “fallas” en este comentario no son más que una
demostración del carácter democrático de su gobierno.
El problema es que el historial, la
actitud y la ejecutoria diaria del gobernante apuntan en otro sentido. Maduro
no es un demócrata, es un inepto.
Y es aquí donde el presidente de
Venezuela ha vuelto a dar una prueba de que es un mal alumno de los hermanos
Castro, lo que contribuye a incrementar el clima de inseguridad no solo en los
miembros de la élite chavista sino entre sus seguidores más humildes.
El primer error de la comparecencia de
Maduro es la falta de detalles, la frustración que ha creado y parte de la cual
es culpable el mismo suspenso que generó el gobernante durante los días
previos.
Maduro se apresuró a brindar nombres,
como prueba de que la resolución del asesinato está en marcha. Pero ha demostrado
ser incapaz de brindar el menor detalle sobre lo que considera es la motivación
política del crimen y quienes están detrás de los asesinatos. Eso jamás le
habría ocurrido a Fidel o Raúl Castro.
Cuando este mismo año fue asesinado Eliécer
Otaiza —exmilitar, compañero de asonadas golpistas de Hugo Chávez, y exdirector
de la policía política—Maduro llegó a insinuar que obedecía a un crimen
“preparado desde Miami” por sectores contrarrevolucionarios. Sin embargo, las
pesquisas policiales responsabilizaron del crimen a un grupo de delincuentes
juveniles del sureste de Caracas, la segunda ciudad más violenta del mundo.
Maduro imagina conspiraciones políticas
por todas partes, pero se niega a ver la realidad de violencia y muerte a la
que su gobierno y el de su antecesor han sumido a Venezuela