Mientras el exilio en Miami continúa
empecinado en la bipolaridad castrismo-anticastrismo, quienes rechazan el
régimen en Cuba han ampliado sus fronteras, abierto nuevas vías al debate y
transformado el panorama opositor.
Esta transformación ha ocurrido tanto en los
terrenos del análisis y la información como en el alcance y la prontitud de las
denuncias. Los cambios obedecen a diversos factores —algunos originados por el
propio gobierno cubano, otros debido al avance tecnológico y en menor medida
gracias a las reducidas modificaciones de actitud hacia el caso cubano en
Washington—, aunque todos coinciden en un denominador común: la disminución de
la influencia del exilio a la hora de dictar pautas políticas contra el
gobierno de la Isla.
Esta evolución puede resumirse en dos
aspectos que se complementan: ha pasado de factor beligerante a fuente de suministro;
de motivo de preocupación para la Plaza de la Revolución a barraca de
visitantes.
También hay dos cuestiones básicas que no
deben olvidarse. La primera es que la disminución en la influencia política no
se traduce en un movimiento contrario, sino en señal de estatismo. En este
sentido se ha sumado a la pasividad reinante en la Isla, donde la actitud de
espera define la situación.
La segunda cuestión —e incluso más
importante— es que la transformación demográfica dentro del exilio, que a
diario repite la prensa, no trae como resultado, de forma automática e
instantáneo, un cambio político. Dicho en otras palabras, el fenómeno de los
llamados “nuevos votantes” aún no se ha demostrado en las urnas y es posible
que por persistencia e incluso —hay que reconocerlo— fervor patriótico, de
acuerdo a sus ideales y concepciones, el denominado “exilio histórico” siga
conservando un determinado peso político por un tiempo. Aquí, igual que en
Cuba, la respuesta final está en manos de la biología.
Como parte de este hecho, nada apunta a
que no se mantendrá, dentro del poder legislativo estadounidense, esa tendencia
poderosa que apunta al mantenimiento de un statu quo donde la confrontación y
el enfrentamiento definen el tablero de juego.
Todo ello lleva a que la actual ofensiva
—y no hay que negar tampoco que se está ante una ofensiva en toda regla— en
favor de una reformulación de la política estadounidense hacia La Habana en realidad
no aspira a lograr un levantamiento del embargo, aunque lo proclame, sino a
conseguir un cambio de actitud, otro enfoque y abordaje del problema cubano.
Para ello, además, cuenta con un tiempo limitado: los dos años finales de
mandato del presidente Barack Obama. El objetivo entonces es aprovechar una
ventana, ni más ni menos.
Si de lo que se trata es de lograr un
cambio de actitud, que rehúya la bipolaridad, el todo o nada —es precisamente
en esos términos que fue dictada la Ley Helms-Burton— y los resultados
inmediatos, se requiere entonces un marco de referencia distinto, no solo en la
consecución de los objetivos, tarea propia de los políticos, sino en el
análisis de los propósitos.
Definiciones
y términos
Está en primer lugar el problema de las palabras.
Las definiciones y los términos habituales son cada vez menos aptos para
establecer posiciones. No es un fenómeno que afecta solo a la situación cubana,
pero que en esta ciudad se refleja en dos direcciones, tanto en lo relacionado
con la política nacional (estadounidense) como en todo lo que tiene que ver con
la Isla. Dos patrias tienen algunos: Cuba y Miami.
De esta forma, los términos derecha,
izquierda, reaccionario, revolucionario, progresista y conservador han adquirido
nuevos matices, y en ocasiones su empleo emborrona en lugar de aclarar la
discusión.
Para comenzar, tenemos a quienes aquí se
llenan la boca para afirmar que son conservadores. Esto equivaldría a decir que
obedecen a un pensamiento que no se sustenta en un conjunto particular de
principios ideológicos, sino más bien en la desconfianza hacia todas las
ideologías. Pero en la práctica no es así.
En el mejor de los casos, estas personas
no necesariamente están a favor del ancien
régime (la dictadura de Batista) y sus iniquidades, ni tampoco proponen una
ideología contrarrevolucionaria, sino que al tiempo que advierten contra la
desestabilización que ha acarreado las políticas revolucionarias, se declaran a
favor de que lo mejor para Cuba hubiera sido una serie de cambios paulatinos —en
muchos casos referidos a las costumbres y tradiciones, pero también económicos
y sociales— que eran posible alcanzar por otros medios opuestos a la acción
política, ya que ésta terminaría por traer el despotismo.
Ese conservadurismo, que podría llamarse
tradicional, es al igual punto de referencia de la izquierda, también
tradicional, a la hora de identificar al exilio de Miami. Lo que ocurre —y debe
repetirse— es que en realidad tal actitud está casi ausente de esta ciudad.
Lo que con los años ha alcanzado mayor
resonancia mediática —en la parte más vocinglera y visible de la comunidad
exiliada— no es el conservadurismo, sino una actitud ultra reaccionaria.
En muchas ocasiones, en el discurso
político y la información periodística, se asocian los términos conservadores y
reaccionarios, pero no son sinónimos. Mientras que la clásica confrontación
entre liberales[1]
y conservadores tiene que ver con los seres humanos y su relación con la
sociedad, la disputa ente revolucionarios y reaccionarios se refiere a la
historia.
Hay dos tipos de reaccionarios, que
pueden coincidir en diversos objetivos, pero difieren fundamentalmente en su
actitud hacia el cambio histórico. Unos añoran el regreso a un estado de
perfección que ellos creen que existía antes de la revolución (la cual puede
ser política, pero también social, económica y cultural). Otros suponen que
cualquier revolución es un hecho que no tiene marcha atrás, pero que la única
respuesta a una transformación tan radical es llevar a cabo otra similar.
Para referirse al segundo grupo, en la
actualidad estadounidense no hay mejor ejemplo que los miembros del Tea Party,
unos contrarrevolucionarios que buscan destruir todas las leyes, principios y
normas que llevaron a la creación de una sociedad con servicios de seguridad
social, asistencia pública y beneficios para los más necesitados, y volver a la
época del capitalismo más salvaje de la década de 1920, existente antes del
establecimiento del New Deal/Fair Deal de
las décadas de 1930 y 1940 y de la puesta en práctica años después del concepto
de la Nueva Frontera/Gran Sociedad de los años 60.
En lo que se refiere a Cuba, en la
actualidad es correcto catalogar de reaccionario al actual mandatario Raúl
Castro, cuyas anunciadas reformas son pocas, superficiales y atrasadas. Pero al
mismo tiempo, la parte más visible del exilio —en lo que respecta a la opinión
política— se niega a adoptar una posición progresista, y ha acogido con
beneplácito la actitud ultraconservadora incendiaria que caracteriza al Tea
Party. En una contradicción política
más, estos exiliados adoptan al mismo tiempo la nostalgia retrógrada y la
combatividad de Tea Party. Son revolucionarios-reaccionarios.
Sin embargo, entre quienes rechazan al
régimen en la Isla no está presente el afán contrarrevolucionario de destruir
por completo a la sociedad existente, ni tampoco la vuelta nostálgica a la Cuba
de ayer.
Es por ello que junto con esa ya señalada
ofensiva en favor de lograr una mayor flexibilización del embargo económico —y
aquí el objetivo fundamental es el turismo estadounidense— ya desde antes La
Habana estaba enfrascada también en otra.
Dos
ofensivas
Esta segunda ofensiva no la lleva a cabo
contra los residentes de la isla; no pretende intervenir nada ni nacionalizar
negocio alguno; nada tiene que ver con piruetas ideológicas anteriores, como la
construcción paralela de socialismo y comunismo; tampoco está interesado, en
este caso, en perseguir la bolsa negra y el contrabando. No, lo que quienes
mandan en la Plaza de la Revolución quieren es anular el exilio moderado,
convertirlo en corderito amaestrado y restarle independencia.
Dos factores explican este intento. Uno
es que La Habana se siente cómoda con la bipolaridad política que hasta ahora
ha definido al exilio. Otra es el fracaso de Raúl Castro como proveedor de
alimentos y en general de bienes de consumo para la población.
Si a
esto se une la incertidumbre sobre el futuro del suministro de petróleo
venezolano, es lógico que los ojos del gobernante cubano se vuelvan hacia el
norte, Estados Unidos y el exilio de Miami, en busca de fondos para la
supervivencia.
En este sentido es también claro el tan
comentado editorial de The New York Times,
que en última instancia encuentra su justificación mayor en evitar una
situación de caos y violencia a 90 millas de las costas de EEUU.
El problema es que el régimen castrista
decepciona a diario.
No a los exiliados.
Exilio
y supervivencia
Quien se marchó de Cuba ⎯más o menos voluntariamente⎯ trajo la decepción con su salida. Sin embargo, para los que
optaron permanecer en la isla, o se han visto obligados a ello, no hay la más
remota esperanza de mejoría.
En la actualidad, la ideología del
régimen cubano se limita a la supervivencia. Y es precisamente a esta ideología
—a la que se sacrifica todo no por
una cuestión de pureza sino de mando— a la que La Habana apela para intentar dictar pautas sobre el exilio. No
sobre el exilio histórico, que por regla general ya no tiene familiares en la
isla, sino sobre quienes han llegado en las dos últimas décadas. A cambio no
está dispuesto a concesiones o cambios, sino a lanzar migajas.
Por supuesto que el esfuerzo ahora no es
convertir a los exiliados moderados en marxistas, comunistas o socialistas —esto quedó atrás y nunca tuvo mucho sentido en Cuba— sino en nacionalistas. La definición nacionalista que La Habana
aplica en este caso cumple un uso operativo: subordinación a los dictados de un
régimen del que se ha escapado al llegar al exilio.
En primer lugar hay una farsa legal. Si
la actual constitución cubana, en lo cual sigue las pautas de la Constitución
de 1940, no admite la doble ciudadanía ―y fundamenta que una vez que un cubano
adopta una ciudadanía extranjera pierde automáticamente la cubana―, carece de sentido
jurídico que al mismo tiempo se exija a los que se han nacionalizado
estadounidenses, pero nacieron en Cuba, que tengan que entrar a la isla con un
pasaporte cubano.
En segundo una mezquindad política. La no
satisfacción con la forma de proceder de un sector del exilio, con algunas de
las normas existentes en el trato del gobierno norteamericano hacia la isla, o
con la actuación de los congresistas cubanoamericanos, implica necesariamente
el convertirse en coro o cotorra a favor de la libertad de “Los Cincos”.
El gobierno cubano no solo ignora la
independencia política, sino la desprecia. No está dispuesto a un diálogo serio
y abierto con quienes viven en el exterior. Se limita a reuniones ocasionales,
con mucha publicidad y pocos resultados.
Sin
el exilio
Así que en los términos en que se plantea
actualmente toda la discusión sobre un reordenamiento de la política
estadounidense hacia La Habana, el exilio —y especialmente el exilio de Miami—
queda eliminado por partida doble o triple.
Está eliminado porque en los términos en
que aún se define el sector con mayor poder político y económico marchan a la
zaga del momento actual. Y por ello es que es posible el intento de
circunvalación en su contra que se lleva a cabo, para así dejarlo a un lado. No
estamos ante un enfrentamiento sino ante una exclusión.
Queda a un lado porque lo que sería su
definición mejor, como un núcleo orgánico y realmente conservador en sus
fundamentos siempre ha eludido esa naturaleza, aunque a veces la proclamara, y
siempre ha preferido suscribirse a patrones que le resultan dañinos a sus
objetivos, desde el declarase verdaderos revolucionarios hasta identificarse
con las fuerzas más reaccionarias.
Ha sido desestimado por la incapacidad
del sector más moderado a la hora de establecer una posición independiente,
equidistante tanto de Washington como de La Habana, e incapaz de imponerse en
asuntos concretos y cotidianos.
Para una ciudad donde a veces el clima
político alcanza una intensidad fuera de lo normal, en que puede resultar
difícil permanecer ajeno, el futuro puede deparar una gran frustración para
muchos o algunos. Pero no para todos. Más bien caer de bruces en la realidad.
Aunque nadie sabe. ¿Y si Fidel Castro muere esta noche? Creer en ello puede
resultar un buen antídoto ante el desvelo. No se lo recomiendo.
[1] El término
liberal está empleado en este artículo en su acepción clásica de doctrina
política y económica, tal y como fue planteada por John Stuart Mill y se usa en
Europa; definió las luchas políticas en buena parte de los siglos XIX y XX en Latinoamérica;
así como caracterizó en buena medida la contienda política en Cuba durante la
primera mitad del siglo XX. No tiene que ver con esa especie de nombrete que
gustan repetir en la radio de Miami, y en general en la prensa republicana,
donde liberal es sinónimo de
socialdemócrata, fabiano, comunista o el mismo diablo.