El 1ro. de enero de 1959 los
intelectuales cubanos despertaron con una noticia alegre que pronto se
transformó en amarga: el triunfo de una revolución en la que —pronto
comenzarían a escuchar la reclamación hasta el cansancio— ellos no habían hecho
lo suficiente. Mañana, 56 años más tarde, amanecerán con otro sabor agridulce:
su participación o ausencia en un proceso que los ha utilizado, despreciado,
halagado y hasta explotados sin que ellos pudieran hacer otra cosa que
aprovecharse por breves momentos, consumirse o estallar.
Ernesto “Che” Guevara lo caracterizó con
una frase lapidaria: “El pecado original de los intelectuales cubanos es que no
son verdaderos revolucionarios”. El poeta Roberto Fernández Retamar (asociado
hasta ese momento con el grupo Orígenes, formado por los escritores y artistas
más alejados de la realidad política y social) le dedicó un verso que pareció
sentido y luego resultó hipócrita: “¿Quién murió por mí en la ergástula?”.
A partir de ese día y durante décadas
muchos escritores cubanos lucharon —algunos con honestidad, otros dedicados a
las apariencias— por librarse de una carga que al principio adquirió la forma
de culpa existencial y terminó transformada en alabanza fácil, justificación
oportunista o pura cobardía.
El origen de la culpa hay que buscarlo en
el siglo XIX, cuando surge en la isla un grupo de eminentes intelectuales que
se destacan por su lucidez y el deseo de evitar que tras la Independencia se
repitieran en el país los errores que por entonces ya ocurrían en las nacientes
repúblicas hispanoamericanas. Su labor educativa fue enorme, pero su “fracaso
político” —no lograr librar a la sociedad cubana de los males que anticiparon—
marcó el destino de la nación.
El fracaso en la esfera ciudadana se justificó
con la idealización emocional: la imagen del poeta combatiente como símbolo del
intelectual sacrificado por el futuro del país. Basta un solo nombre para
llenarla: José Martí, pero hay ejemplos antes y después de la Independencia:
Carlos Manuel de Céspedes, Rubén Martínez Villena y Pablo de la Torriente Brau,
por citar varios de los más destacados.
Tras la república, muchos intelectuales
entendieron la labor de educar como un ejercicio diario, a través de la prensa,
la radio y el libro. Algunos rozaron el poder político o formaron parte de él; otros
se sintieron más a gusto en sus bibliotecas. Pero la mayoría limitó su lucha al
terreno de la confrontación cívica y ciudadana —aunque siempre sin olvidar los
nombres ya mencionados.
Que el intelectual viera relegado su
papel en los aspectos políticos no fue necesariamente una consecuencia
negativa. Quizá todo lo contrario. Más allá de la función de conciencia
crítica, inherente al acto de creación, la participación de los escritores y
artistas en los medios de gobierno —aun limitada a los aspectos de orientación—
no solo ha resultado en muchos casos errónea sino incluso contraproducente y
hasta peligrosa.
Sin embargo, el fantasma del “fracaso” de
los intelectuales cubanos del siglo XIX —que al principio no habían aprobado la
lucha armada como la vía hacia la independencia y terminaron sin poder imponer
sus reformas— volvió a repetirse en la segunda mitad del XX. La aspiración a
una evolución y no a una revolución terminó por convertirse en un “error” del
que había que renegar a todas luces.
De esta forma, muchos intelectuales
cubanos terminaron siendo “más revolucionarios” cuando precisamente lo fueron
menos. Marcharon, hicieron guardias y gritaron consignas. Demostraron una
complacencia mayor que nunca con el poder.
Más allá del debate entre hasta qué punto
se impuso la práctica oportunista y cuándo termino la voluntad revolucionaria,
lo que definió las primeras décadas del proceso revolucionario fue la
imposibilidad de que los escritores pudieran escapar al debate político.
No es hasta los años noventa que se abre
la posibilidad de definir una labor literaria al margen de la política, y
asumir una posición que es tanto un rechazo a la situación imperante en la isla
como un establecimiento de jerarquías, que deja fuera aspectos que deberían preocupar
a todo ciudadano pero a ser respetada como una opción personal.
Ahora, y en otro primero de enero que
inicia un año en que pudiera cambiar el destino nacional, preguntarse por el
papel del intelectual en la sociedad no vuelve como un fantasma del pasado pero
adquiere cierta urgencia a medida que aumenta la incertidumbre sobre el futuro.
El año cierra con un proyecto frustrado o
realizado de la artista Tania Bruguera, cuyo éxito se determina sobre cuál
platillo de la balanza se mire (no voy ahora a volver sobre mi mirada). Más
allá de cualquier valoración sobre tiempo y lugar para la performance, llama la
atención la relativa soledad que ha tenido que afrontar la creadora.
Si el futuro de la isla se limita a un grupo de opositores cívicos —periodistas independientes y activistas en favor de la sociedad civil— son razones suficientes para sustentar la esperanza, pero al mismo tiempo hay motivos para lamentar la inercia y una complacencia que a través de los años siempre ha estado cerca de convertirse en complicidad, tanto por su falta de silencio en ocasiones como por la ausencia de voz en otras.
Si el futuro de la isla se limita a un grupo de opositores cívicos —periodistas independientes y activistas en favor de la sociedad civil— son razones suficientes para sustentar la esperanza, pero al mismo tiempo hay motivos para lamentar la inercia y una complacencia que a través de los años siempre ha estado cerca de convertirse en complicidad, tanto por su falta de silencio en ocasiones como por la ausencia de voz en otras.
No se trata de confundir la labor del
intelectual con la del político. Un peligro siempre presente en un país donde
uno de sus mejores escritores fue a la vez un héroe independentista y ha sido
elevado a la santidad nacional en Cuba y el exilio.
Pero responder a esta urgencia hace
indispensable plantearse varias preguntas que no tienen una respuesta fácil.
La primera es hasta qué punto el creador
debe sacrificar la realización de su obra frente a una situación transitoria.
De nuevo el ejemplo de Martí puede resultar contraproducente. La famosa frase
del arte a la hoguera no hay que seguirla al pie de la letra. De ser así, Cuba
sería un páramo cultural porque siempre han existido razones para el fuego. El
grupo Orígenes, tan fructífero en martianos, no siguió las palabras del
“Apóstol”: más bien hizo todo lo contrario durante toda la tiranía de Batista y
en algunos casos y situaciones también tras 1959 se alejó lo más posible de las
llamas.
Otra cuestión es el peligro de la
manipulación en cualquier sentido. El argumento —no pocas veces usado como
justificación— es que los fines políticos de ambos bandos no dejan de ser eso:
fines políticos, medios para alcanzar el poder.
A todo esto se añade que la cultura la
hacen los miembros de una comunidad o un país, no un gobierno. Hay que
diferenciar entre las acciones individuales y las de un Estado. Apoyar a los
mediadores culturales del régimen es otra forma de apoyar al régimen, pero
rechazar en bloque a todos los creadores es menospreciar la cultura.
Queda también la necesidad de debatir una
situación que no resulta fácil de comprender fuera de Cuba, y cuya capacidad de
asimilación comienza a alejarse desde el día en que uno sale de la isla: el
ambiente de encierro, frustración y desesperanza en que viven quienes no
abandonan el país.
Las respuestas para algunas de estas
preguntas vienen forzadas por las mismas condiciones imperantes en Cuba en la
actualidad. El intelectual cubano —en la isla y el exilio— no está obligado a
definir su obra en términos políticos, pero al mismo tiempo no debe eludir su
responsabilidad ciudadana. No es un problema político. Es una condición moral.