Asombra a estas alturas la pereza mental
de quienes se refugian en viejas explicaciones para analizar la relación que se
avecina entre Estados Unidos y Cuba. Si el argumento de plaza sitiada fue
utilizado por décadas por el régimen, en ningún momento implicó compromiso
ideológico alguno y mucho menos único recurso. El que por tranquilidad y
conveniencia se siguiera repitiendo por los voceros de allá y aquí tampoco
significó nunca que quienes realmente gobiernan en la Isla —a estas alturas un hermano, algunos miembros de
una familia, unos pocos del círculo íntimo— lo necesitaran con urgencia
imprescindible. Aun asusta más ese condicionamiento —adquirido por la comodidad
del exilio o simple cobardía— que impide ver la capacidad de adaptación de
quienes —a punto de cumplir 56 años en el poder— han logrado sobrevivir las
condiciones más diversas y algunas verdaderamente difíciles. Más que
desconocimiento de las capacidades del enemigo, lo que aflora entonces es una
ignorancia casi innata para descubrir la torpeza propia.
Afirmar que Cuba era “una plaza sitiada”
o que “la nación estaba en guerra” constituía parte de ese rosario de lemas ya
gastados, pero a los cuales sacaba utilidad el gobierno, sobre todo en medios
internacionales. Por décadas resultó difícil comprender que un país estaba en
guerra con otro y al mismo tiempo le compraba alimentos a su enemigo, agasajaba
a los legisladores del bando contrario y celebraba subastas de tabacos donde
los compradores no venían de una trinchera sino viajaban cómodamente a La
Habana. Una guerra sin disparos y ataques mortíferos, sin cañones y acorazados.
Una contienda donde los únicos “barcos enemigos” que entraban en aguas cubanas
traían mercancías que se cargaban en los puertos de la nación agresora. La
clave era que nunca al régimen le interesó que creyeran sus argumentos, sino
simplemente que los aceptaran.
Cuba estaba en “guerra”, decían los
repetidores de los argumentos surgidos en la Plaza de la Revolución, y no le
quedaba más remedio que encarcelar a los “agentes” del otro bando. Pero la justificación
ideológica había pasado a un plano secundario ante la represión más vulgar.
El gobierno de Raúl Castro ha logrado
algo que parecía imposible durante la época de Fidel: echar a un lado o reducir
al mínimo los fundamentos ideológicos y aplicar un pragmatismo que no significa
adaptarse a la realidad, como han supuesto algunos, sino todo lo contrario:
ajustar esa realidad al propósito único de conservar el poder.
Al principio de la llegada de Raúl al
poder asombró la falta de mensajes oficiales, que orientaran sobre el proceso o
explicaran su significado. Pero eso que se vio como carencia ideológica pronto
pasó a convertirse en la esencia de una nueva etapa: la práctica cubana en la
puesta en marcha de una supuesta “actualización” , en que un día se avanza y
otro se retrocede, pero siempre en la búsqueda de conservar el poder.
Contrario a lo esperado por algunos, el
agotamiento ideológico del modelo marxista-leninista no desembocó en un
desmoronamiento del sistema.
Si una parte de quienes viven bajo las
ruinas del socialismo cubano son sujetos moldeados por una época en que se
produjo una amplia distribución de algunos derechos sociales —como tener un
trabajo asegurado y el acceso gratuito a los servicios de salud y educación, que
con los años han experimentado cada vez un mayor deterioro—, son también
ciudadanos con un precario entrenamiento para ejercer derechos civiles y
políticos, o en general poco preparados para asumir riesgos a la hora de
obtenerlos. Por otra parte, ha ido en aumento otra generación que no se
preocupa tanto por esas conquistas sociales como por un bienestar inmediato. al
que se ven limitados con condiciones internas y externas. Son estos, que nunca
han aspirado a “ser como el Che” aunque lo repitieran de niños, y que tampoco ejemplifican
el “hombre nuevo” guevarista, a quienes están destinados los cambios que se
avecinan en la relación entre Cuba y Estados Unidos: los hijos del Período
Especial. En lidiar con esta generación están empecinados los gobiernos de
ambos países.
Raúl Castro ha hecho todo lo posible por
mantener esa condición de acatamiento de los viejos y desinterés político de
los jóvenes, timoneando de acuerdo al momento pero sin soltar el control del
rumbo. En lo que se refiere al aspecto cultural e ideológico, en los años
previos a la llegada del menor de los Castro, el régimen encaminó el deterioro
ideológico sobre el supuesto de un nacionalismo posmarxista, adoptado como
elemento fundacional del proceso. Poco sirvió argumentar que esos cambios
oportunos —o mejor, oportunistas— carecieran de solidez desde el punto de vista
teórico y fundacional, y solo sirvieran de espejismos al uso para justificar un
acercamiento al poder o al dinero, fue imponiéndose esa praxis que priorizaba
la salida individual por encima de las luchas sociales y políticas —sea gracias
a la represión o la esperanza de marcharse—, y que en última instancia se guía
por el “resolver” a diario sin buscarse “líos políticos”. El argumento de
“plaza sitiada” y el enemigo externo —aunque no eliminado por completo— comenzó
a ceder espacio frente a la urgencia del momento. Abandonar el país no fue más
el último acto de rebeldía o la única muestra “permitida” de rechazo al
sistema, sino una salida económica.
Así Raúl Castro inició un discurso en
apariencia repetitivo, torpe y cansado, pero que al margen de estas
características permitía las inclusiones más diversas.
Tras una parada militar, el 2 de
diciembre de 2006, habló de negociar con Washington, durante un discurso en la
Plaza de la Revolución. En medio de tanques y cohetes, el entonces ministro de
las Fuerzas Armadas y gobernante en funciones no lanzaba una arenga contra su
viejo enemigo, sino declaraba la “disposición de resolver en la mesa de
negociaciones el prolongado diferendo entre Estados Unidos y Cuba”. Propuso
sentarse a negociar “sobre la base de los principios de igualdad, reciprocidad,
no injerencia y respeto mutuo”.
Que años más tarde se inicie al fin tan
diálogo no refleja solo la voluntad o el interés del presidente estadounidense
Barack Obama, sino también una necesidad por parte del gobierno de la Isla. En
este sentido, intereses y razones han sido discutidos y analizados en detalle,
pero hay un elemento primordial que no debe pasarse por alto: una intención real
de negociar.
Curioso que uno de los puntos más
significativos del discurso de Castro, durante la clausura del último período
ordinario de la Asamblea Nacional del Poder Popular de este año, casi no se ha
comentado en esta ciudad, cuando fue dirigido fundamentalmente a Miami y
Washington.
Castro ofreció garantías de que su
gobierno no boicoteará las negociaciones, como temen algunos analistas y añadió
que se “tomarán medidas” para prevenir hechos que puedan obstaculizar el
diálogo.
Este hecho abre nuevas perspectivas. No
se trata de creer al pie de la letra lo que dice el gobernante. Es algo más
simple: no se inicia un diálogo buscado en los últimos años para romperlo de la
noche a la mañana. Se sabe que no está dispuesto a ceder en aspectos esenciales
—democracia, derechos humanos—, pero hay otras cuestiones en que mostrará mayor
flexibilidad. Que estas cuestiones no resulten las fundamentales para la
oposición cubana no deja fuera la posibilidad de que se pueda lograr cierto
provecho de ella. Sobre todo si se parte de una premisa fundamental: es un
diálogo entre dos naciones, no un debate nacional interno. Hasta dónde llevará
Washington los reclamos democráticos es la gran interrogante, donde lo mejor es
no colocar muchas esperanzas, pero también resulta contraproducente un rechazo
de plano. Será cínico pero es también realista: ¿con cuántas divisiones cuenta
la oposición, salvo más bien el estar dividida? No es que se aplauda que la
moral quede fuera de la mesa de negociaciones, sino que se prefiera abandonar cualquier intento a su
entrada —aunque sea limitada— bajo el manto de la intransigencia.
Ampararse en la naturaleza pérfida del
régimen, para rechazar el diálogo, puede reportar dividendos en el exilio y
cierta satisfacción personal, pero poco ayuda en el esfuerzo por avanzar por un
camino largo y difícil. Atrincherarse en juicios pasados sobre la actuación del
gobierno evidencia conocimiento del pasado, pero también ignorancia del
presente.
Si bien es cierto que el embargo
comercial de EEUU hacia el gobierno cubano ha sido usado como coartada por la
élite gobernante, también lo es que bajo el mando de Raúl Castro hay un interés
de dejar a un lado esa ganancia colateral para enfrentar los aspectos que en
realidad afectan sus planes económicos, que se resumen en la explotación del
puerto del Mariel, la inversión extranjera, el turismo e incluso la exploración
petrolera.
Que por décadas las quejas sobre el
embargo, y el argumento de plaza sitiada, fueran parte esencial de la retórica
del régimen no implica que en un momento determinado puedan ser echados a un
lado. El uso del “bloqueo” como excusa perfecta fue mencionado por Castro es su
discurso del 18 de diciembre de 2010, al referirse a la incapacidad demostrada
por el Estado para producir café en cantidades suficientes. Por supuesto que
ese momento aún no ha llegado por completo y el reclamo del levantamiento
“incondicional” del embargo sigue formando parte de esa retórica. Pero lo fundamental
es reconocer una capacidad de adaptación de ese régimen que no lo hace ni bueno
ni malo: simplemente efectivo. Casi no vale la pena agregar que ese interés
primordial es conservar el poder; llevan décadas demostrándolo.
La clave del análisis es no confundir los
argumentos del régimen con su realidad, sino considerarlos partes de su
superestructura ideológica.
Desde la salida de Fidel Castro del poder
cotidiano, buena parte de la oposición y el exilio no desperdició tribuna
alguna en que exponer puntos de vista, brindar cifras, recordar experiencias —a
veces muy lejanas— y fraguar proyectos. Nada de esto debe impedir analizar que
en Cuba se llevó a cabo un proceso de consolidación acelerada de un nuevo
gobierno, con cambios paulatinos que se han realizado en escala reducida —en
medio de estancamientos que más de una vez han puesto en duda sus etapas—, sin
por ello eludir por completo una necesidad de efectuarlas.
No es que esta transformación en marcha
sea para mejor, desde el punto de vista de la democracia. Con o sin relaciones
con Washington el discurso político continuará siendo cerrado al reconocimiento
de las libertades individuales y los derechos humanos y ciudadanos típicos de
las democracias occidentales, aunque tampoco podrá eludir algunos cambios que
de momento resultarán cosméticos, pero no libres de consecuencias.
El mecanismo de sucesión establecido, que
se ha desarrollado a la perfección, solo necesitó de dos tácticas para
funcionar con la implacable certeza de un mecanismo de relojería. Primero fue
pregonar que Fidel se mantenía "al tanto de todo", informado en todo momento y consultado
respecto a las decisiones más importantes, para luego dejar de mencionarlo
salvo en una broma de ocasión, como la intercambiada entre Raúl Castro y Obama
en su reciente conversación telefónica. La otra ha sido abordar las
dificultades e ineficiencias cotidianas, que endémicamente han mostrado la
falta de voluntad y recursos del gobierno, no como problemas del sistema o
consecuencias de su inoperancia, sino como aspectos disfuncionales capaces de
ser enmendados: la indisciplina, el robo, el mercado negro y la corrupción.
La ausencia de cambios ideológicos y el
férreo control de la prensa y los organismos estatales —que Raúl trata de
mantener a cualquier costo— han contribuido en buena medida a que el exterior
no se perciban cambios dentro del gobierno. En igual medida, y por paradójico
que parezca, aún el exilio se mantiene a la espera del anunciado final de Fidel
Castro. Que el rumor, o la pregunta sobre su destino, vuelva a figurar en estos
días —tanto en la prensa tradicional como en la blogosfera— no es más que un
ejemplo de esa actitud; válida como anhelo, pero también un desatino político.
La realidad que muchos siguen eludiendo
es esa capacidad de adaptación enorme de un sistema donde el tradicional esquema marxista de estructura
económica y superestructura política e ideológica se empecinan en un cambalache
insólito pero efectivo. Del reclamo de plaza sitiada a la estrategia de plaza
visitada, el régimen ha recorrido un largo trecho, donde conceptos como
escasez, represión y estancamiento económico son al mismo tiempo realidades del
momento y condiciones para el mantenimiento del poder, colocados al frente de
la vidriera o dejados en la trastienda del negocio, según interese al dueño:
¿hay que decir el nombre?