Para los que llevamos décadas
viviendo en este país, la elección al salir de Cuba fue fácil y difícil al
mismo tiempo: empezar de nuevo. De una forma u otra todos lo hicimos. El
restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos cambia esta
ecuación.
Puede que no tanto en lo personal, y
seguramente no en muchos recuerdos. Hace poco, una miniserie de televisión
alemana me recordó a Cuba. En una escena de Unsere Mütter, Unsere Väter una mujer recibe una visita inesperada y
desagradable en su nuevo apartamento. Una muchacha llega preguntando por
quienes vivían allí antes. Contesta altiva y acusadora. Quién es esa que se
interesa por los judíos que ella nunca vio, pero a los que despojaron de la
vivienda donde ahora sobrevive con varios hijos, mientras su marido se
encuentra en el frente. La escena se repite luego tras la caída de Berlín, solo
que quien viene ahora es el hijo de esos judíos que seguramente murieron en un
campo de concentración. De amenazadora, la mujer ha pasado a estar temerosa, a
ignorar cualquier conocimiento del pasado. De interrogadora pasa a ser
interrogada. Y no responde. Simplemente niega
Todo el que vivió en Cuba y tuvo que
dejar su casa, sus muebles, hasta sus platos y cubiertos sin esperanza de recuperarlos,
conoce bien las dos escenas.
No se repetirán ahora en la isla, pero
surgirán temores. Luego de la euforia inicial, que parece vivirse en Cuba ante
la falsa ilusión de que un anhelado levantamiento del embargo/bloqueo resolverá
todos los problemas, vendrá la realidad: surgirán otros y saldrán a relucir algunos
que por años han acechado o casi desaparecido.
No, no es lo mismo, La Habana no ha
“caído”. El esperado inicio de conversaciones para restablecer vínculos
diplomáticos se producirá con el mismo gobierno que tomó el poder el 1ro. de
enero de 1959 y con igual sistema imperante a 90 millas en esa fecha. No es un
encuentro entre nuevos amigos, sino entre viejos enemigos, quizá ya cansados y
también transmutados. Y así y todo, nada será igual.
En primer lugar porque se pasará del
ámbito familiar al ciudadano. Hasta ahora ha sido la familia el factor que viene
definiendo esa porosidad fronteriza, que ha convertido a Miami en una especie
de puesto de abastecimiento para la isla, donde el exilio —en su
caracterización ideológica— se ha estado diluyendo, tiende a desaparecer,
aunque perduran tanto las causas que les dieron razón de ser como las que hacen
que en la actualidad continúe.
Entre ese existir —y el aprovecharse de
las leyes y medidas que lo facilitan aquí en Estados Unidos— y la
desvirtualización de sus supuestos objetivos primarios se define este instante
aquí y en Cuba.
Lo más socorrido es decir entonces que se
ha producido una transformación, en la que más que hablar de un exilio activo hay
que mencionar que se trata de una emigración.
Añadir que esta emigración cada vez más
se asemeja a la que por muchas décadas han realizado quienes llegan a este país
en busca de una mejor vida, no importa si desde México, Centroamérica u otro
país. No se debe condenar a nadie que intente mejorar su vida, sobre todo si
uno hizo lo mismo antes.
Pero esta explicación adolece de un
problema, y es que enmascara el hecho de que el éxodo cubano continúa
respondiendo a razones políticas. Al igual que La Habana, Washington actúa de
acuerdo a sus intereses: mantener una estabilidad social y política, forzada en
ambas costas.
En este punto todos, cubanos de aquí y de
allá, han optado en común por la válvula de escape, como solución a los
problemas cotidianos. En la isla se prefiere pedir ayuda a los parientes antes
que enfrentar cualquier protesta, simple pero no exenta de consecuencias. En el
exilio se vuelve, pero no se regresa.
Lo que busca el presidente Barack Obama
es cambiar en cierto sentido esa ecuación, no en el ámbito político sino social
y económico. Permitir que la ayuda para el establecimiento de ese pequeño
negocio familiar, o la forma en que puedan lograrse los medios para ejercer un
oficio no dependan solo de la familia —aunque en buena medida seguirá siendo
así en cuanto al aporte de capital inicial— sino de la propia iniciativa
ciudadana. Sentar las bases para que el individuo se independice no solo del
Estado sino también de la familia. Es un esfuerzo saludable y que merece todo
el apoyo, porque en la medida que la persona sea independiente de la familia,
también esta en el exterior dejará de ser rehén del gobierno cubano, como hasta
ahora.
Una normalización de relaciones traerá
cambios —más o menos rápidos— que ni siquiera se comienzan a vislumbrar de
momento.
El más importante e inmediato de estos
cambios es que —cuando comience a marchar el proceso— uno de los temas a
debatir será el de la repatriación de miles de cubanos residentes en Estados
Unidos, que en estos momentos no pueden ser deportados, ya que el gobierno
cubano se niega a admitirlos, salvo en algunos casos.
Otros cambios, entre muchos, tendrán que
ver con el establecimiento de normas —de cumplimiento obligatorio por ambos
países— que tienen que ver con cuestiones que van desde los derechos de autor
hasta el refugio. No más piratería de películas en ambas costas, pero también:
¿hasta cuándo sobrevivirá la Ley de Ajuste Cubano?
A todas esas interrogantes se une la
necesidad de conversaciones entre los dos países, para definir los derechos en
la isla de quienes nacieron en Cuba, pero hoy son ciudadanos estadounidenses.
Se dirá que este es un problema que atañe
solo a la parte cubana. A partir de que el país no admite la doble ciudadanía y
continúa considerando cubanos a todos los que nacieron allí.
Es cierto, es un problema del gobierno
cubano, que de momento no ha mostrado la menor intención de resolver. En un
mundo cada vez más globalizado, el régimen de La Habana se encierra en un
concepto de nacionalismo decimonónico, propio a su conveniencia.
El nacer en Cuba implica una serie de
responsabilidades —dicen desde Cuba y repite aquí su coro de seguidores—, y
bajo el mantra de la “patria” hay que defender, respetar y contribuir en favor
de algo que no es patria ni Estado, sino simplemente gobierno y en última
instancia un apellido: Castro.
Al igual que el gobierno cubano lleva años
aprovechándose de la priorización de los valores familiares entre sus
residentes aquí y allá —en un cambio a conveniencia del rechazo inicial de la
familia frente al Estado, por otro en que la familia debe colocarse en
beneficio de este y no a la inversa— ha convertido a la patria en una especie
de madre o padre a la que siempre hay que servir, obedecer y ayudar, por deber
elemental filial, no importa las boberías que diga, más si se ha deteriorado
con el inevitable paso de los años.
Solo que quienes ahora son estadounidenses
por adopción, no se caracterizan simplemente como hijos de Cuba, aunque la
nación de origen aparezca en el pasaporte, sino son ciudadanos con plenos
derechos. Y el deber del país de adopción es reclamar por esos derechos.
Ese reclamo corresponde a Washington. Va
más allá de la decisión personal que se adopte, ya sea no visitar Cuba con un
pasaporte cubano —porque ya no se es cubano a los efectos legales en cualquier
parte del mundo— o pasar por alto ese “detalle”, porque otros factores pesan
más: desde deseos hasta necesidades familiares.
En este sentido, y como ciudadano
norteamericano, las obligaciones y derechos son otros. Cuba no debe ser una
excepción, porque es un derecho como estadounidense y no un deber por haber
nacido en la isla.
Lo que llama la atención es que este tipo
de reclamo no se formule en el exilio, donde aún se vive bajo el encierro de la
arcadia del pasado; en esa dicotomía anti-pro que cada vez define menos. Si
realmente se ha iniciado una nueva era y ha caído el último reducto de la
guerra fría en el Hemisferio, el futuro tiene que establecerse también por los
derechos, no solo de los cubanos. sino también de los que ahora son
norteamericanos. Simplemente para tenerlos, ni siquiera para usarlos.