Esta es la historia de dos hombres con
igual nombre y apellido, que quizá forman parte de una misma familia y quizá
no. Estoy casi seguro que nunca se encontraron, pero ni siquiera puedo
afirmarlo. Uno nació en Cuba y el otro no, aunque ambos tienen un padre cubano.
Nada los vincula en profesión. Sus ideales políticos no pueden ser más opuestos
y ni los logros ni las derrotas que valen la pena enumerar coinciden en lugar y
tiempo. Por pocos años coincidieron en la misma ciudad. Uno está muerto hace
décadas y el otro no. Los une la
decencia. Comparten el colocar los valores éticos por encima de cualquier justificación
política y el estar dispuestos a sacrificar sus carreras por un ideal moral.
Sin buscar reconocimiento alguno y con la convicción de que posiblemente su
lucha se mantenga olvidada. Sin tampoco influir en el fin de ese anonimato,
salvo cuando se trata de reconocer que lo que hicieron —o incluso fueron
imposibilitados de lograr a plenitud— contribuyó a impedir la propagación de
injusticias y errores. Estas son dos historias y ambas no tienen un final
feliz.
Un revolucionario y un exiliado
Alberto Mora Becerra fue el hijo de
Menelao Mora, uno de los organizadores del asalto al palacio presidencial
durante el último gobierno de Fulgencio Batista. No participó en el asalto —que
posiblemente le hubiera costado la vida— porque estaba preso. Días antes se
había dejado apresar por la policía batistiana para propiciar la fuga de su
padre. Menelao murió en el intento de poner fin a la dictadura y Alberto
sobrevivió para ver el triunfo de la insurrección, el primero de enero de 1959.
Luego fue ministro, comandante de la revolución, funcionario por breve tiempo y
desempleado. Cumplió varios castigos, impuestos por Fidel Castro, para “pagar”
por diversos “errores”. Trató de promover el cine y la cultura en la
Universidad de La Habana y terminó suicidándose en septiembre de 1972. La única
figura importante del gobierno que acudió a su entierro fue Carlos Rafael
Rodríguez.
Alberto J. Mora nació en Boston en 1952.
Hijo de una húngara y un cubano, ambos exiliados de regímenes comunistas. Ese
mismo año, su padre —un médico graduado en Harvard— llevó a la familia a vivir
a la isla. Cuando Castro llegó al poder, los Mora abandonaron Cuba y se
establecieron en Jackson, Mississippi. Allí estudió en una escuela católica y
luego en el Swarthmore College, donde se graduó con honores. Después trabajó en
el Departamento de Estado, y fue enviado a Portugal. En 1979 se matriculó en la
facultad de derecho de la Universidad de Miami.
Criado en un ambiente conservador —todos
en la familia apoyaron a Barry Goldwater en la elección presidencial de 1964—,
Mora laboró como asesor durante el gobierno del expresidente George Bush. Al
llegar a la presidencia de Bill Clinton ocupó el asiento reservado a los
republicanos en la Junta de Gobernadores para las Trasmisiones del Gobierno de
Estados Unidos y asesoró a la emisora Radio Martí. También ejerció como abogado
especializado en leyes internacionales de diferentes bufetes privados de Miami.
Al triunfo de George W. Bush fue nombrado consejero general de la Marina, un
cargo con un estatus equivalente al de un general de cuatro estrellas.
En 1971, tras el encarcelamiento del
poeta Heberto Padilla, Alberto Mora Becerra le escribió una carta a Castro. En
ésta pedía ser detenido, ya que compartía muchas de las ideas del poeta y no
consideraba justo poder andar libremente por las calles de La Habana mientras
el otro, que era su amigo, estaba preso. Sus deseos fueron cumplidos, incluso
antes de que Castro leyera la carta. Fue detenido como parte de la
investigación contra Padilla, por agentes de la Seguridad del Estado que
desconocían la existencia de ese documento, entregado a Raúl Roa durante un
homenaje al crítico de cine José Valdés Rodríguez en la Universidad de La
Habana. Entonces ocurrió otra de las tantas paradojas en la vida de Alberto:
fue la carta pidiendo su detención la que lo salvó de estar más tiempo tras las
rejas.
Luego de una entrevista con el gobernante
cubano en una celda de la Seguridad del Estado, Alberto Mora fue liberado y
enviado a recorrer la isla, para que conociera de “primera mano la justicia y
los logros revolucionarios”. El viaje tenía, entre otros objetivos, la
intención de que se olvidara de sus preocupaciones en favor de la libertad de
expresión y el destino de los disidentes. También apartarlo de la polémica en torno
a Padilla e impedir que el caso del escritor se extendiera a un combatiente
revolucionario. A la primera carta siguieron dos más, en que Alberto analizaba
logros y deficiencias del proceso —desde una óptica revolucionaria—, así como
la necesidad de encaminarlo hacia un rumbo democrático, para de esta manera
evitar caer en situaciones similares a las que entonces existían en la Unión
Soviética y el campo socialista.
Terrorismo y terror
El 17 de diciembre de 2002, quince meses
después del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, David Brant,
director del Servicio Investigativo Criminal de la Marina —graduado de
criminología y quien había sido policía
en Miami—, le refirió a Alberto J. Mora su preocupación y molestia por la
conducta de los interrogadores militares en el campo de detenidos de
Guantánamo. Le planteó que se trataba de un personal que carecía de la
preparación adecuada, que estaba obteniendo resultados muy pobres en su labor,
y el cual recurría cada vez más al abuso físico y sicológico para tratar de
sacarle información a los detenidos. “Repugnancia” fue la palabra empleada por
Brant para caracterizar lo que producían en él las técnicas empleadas por los
interrogadores. En una reunión posterior, Brant le dijo a Mora que existía el
rumor de que estas tácticas estaban autorizadas al más alto nivel en
Washington. Luego de conocer mejor la situación y consultar con otros
funcionarios, Mora se reunió con el entonces secretario de la Marina, Gordon
England, y con William Haynes, el asesor general del Pentágono. A ambos expresó
su rechazo a la utilización de tales técnicas.
Alberto Mora Becerra se mató siendo un
revolucionario. Se negó a admitir —al menos a comentar— que la revolución era
un fracaso, que el socialismo no tenía futuro y que era imposible cambiar el
rumbo del sistema sin echarlo abajo. En él pesó más la Historia que la
realidad. Negar el proceso era negar la justificación de su vida. Pero eso no
le impidió denunciar las iniquidades. Su concepto de la historia (libre de
mayúsculas y cargada de crímenes) resultó erróneo, pero no lo utilizo como
consuelo para justificar una posición acomodada. No hizo que se callara ante
las injusticias. Con inocencia y virilidad, trató de convencer al principal
responsable de la debacle cubana de sus errores, al tiempo que le reconocía su
autoridad. Uno de sus errores fue aferrarse a la idea de que existía la
posibilidad de rectificar un rumbo sin salida, que estaba torcido desde mucho
antes de que él empezara a cuestionárselo.
Alberto J. Mora estaba en el Pentágono
cuando el avión comercial dirigido por terroristas se estrelló sobre el
edificio. Desde el principio apoyó la llamada “guerra contra el terrorismo” que
llevó a cabo el gabinete de Bush y la invasión de Afganistan e Irak. Siempre se
mantuvo firme en su apoyo al gobierno de Bush. “Es mi administración también”,
dijo en una entrevista. Por supuesto que continúa siendo un conservador.
Castro leyó la primera carta que le
escribió Alberto Mora Becerra. Posiblemente también las dos siguientes. Lo escuchó
durante la entrevista mencionada, que duró toda una noche en un calabozo. Le
pidió que redactara un informe de su recorrido por toda la isla. Lo que nunca
hizo fue poner en práctica una sola de las sugerencias. Lo mandó a visitar
planes de desarrollo, fábricas e instalaciones diversas Puso a su disposición
los medios necesarios para que fuera atendido de acuerdo al rango de comandante
de la revolución que Alberto tenía y nunca perdió. Incluso le recordó el
compromiso contraído con la madre de Mora, cuando ésta se encontraba moribunda
y le pidió al gobernante que velara por su hijo. Todo el tiempo invertido por
Alberto y por Castro en estos meses fue para lograr no cambiar nada. El
gobernante terminó enviando al interlocutor rebelde a dirigir un plan agrícola.
Lo separó de un cargo menor que éste tenía en la sección cultural de la
Universidad de La Habana, evidentemente disgustado ante la posible influencia
que alguien que creía en la democracia y la libertad de expresión pudiera tener
sobre los jóvenes estudiantes. Se limitó a castigarlo de nuevo.
El presidente Bush decidió en febrero de
2002 que los sospechosos de terrorismo detenidos por el gobierno de EEUU no
merecían ser tratados de acuerdo a lo estipulado por las convenciones de
Ginebra. Alberto J. Mora trató de forma persistente de alertar sobre lo
desastroso e ilegal de tal política. Expresó su opinión antes de que salieran
publicadas las fotografías de los abusos en Abu Ghraib. El 7 de julio de 2004
escribió un memorando de veintidós páginas al vicealmirante Albert Church,
quien dirigió la investigación sobre los abusos en Guantánamo. El 15 de enero
le envió otro a Haynes, donde describía las técnicas de interrogación empleadas
en Guantánamo como un tratamiento del que lo menos que se podía decir era que
resultaba cruel y poco usual. Un tipo de conducta que en el peor de los casos
no cabía otra alternativa que considerarla como una forma de “tortura”. El y
otros abogados participaron en un “grupo de trabajo” —creado con miembros de
todas las ramas militares— para elaborar nuevas guías para los interrogatorios.
Sus esfuerzos —y los de quienes compartían sus preocupaciones— se vieron
limitados una y otra vez por el grupo de asesores del vicepresidente Dick
Cheney y la resistencia de varios de los más poderosos miembros de la
administración Bush. Descubrió que respecto al tratamiento de los detenidos, el
Pentágono estaba siguiendo una doble política: la más visible, destinada a
tranquilizar a los críticos y a quienes temían que las violaciones pudieran conducir
a enjuiciamientos penales en el futuro; otra secreta, que permitió los
maltratos, pese a las denuncias y los escándalos.
Similitudes y diferencias
Esta historia es de ahora en adelante
sólo la de Alberto J. Mora. El paralelismo anterior, entre la valentía y la
entereza moral de los dos hombres, no intenta ser también una comparación entre
el gobierno de Bush y el régimen de Castro. Las similitudes terminan tras
hablar de ambos enfrentamientos frente
al poder y el engaño. No hay dictadura en Estados Unidos. El informe del Senado
que acaba de darse a conocer sobre las torturas es una prueba de ello.
Otro punto distinto es la decisión de no
enjuiciar a los arquitectos del programa a o los oficiales que lo
implementaron. El Departamento de Justicia, que dedicó años a estudiar el
asunto, dice que no tiene pruebas suficientes para conseguir una condena y no
encontró información nueva en el informe. Funcionarios del Departamento dijeron
que no volverán a estudiar su decisión de 2012 de cerrar la investigación, y se
remiten a las dificultades para llevar a cabo un proceso, desde el tiempo
transcurrido hasta la dificultad de probar más allá de una duda razonable que
se cometieron delitos, especialmente a la luz de los memorandos del gobierno,
que dieron a los interrogadores un amplio margen de maniobra.
Todo ello es muy cuestionable, y resulta
evidente que razones políticas se están colocando por encima de principios
morales. Aquí es criticable tanto la actitud del presidente Barack Obama, de
cerrar el capítulo y seguir adelante, como las justificaciones que aún se
escuchan sobre lo ocurrido. Pero también es cierto que vivimos en una época en
que la amenza del terrorismo se mantiene como una presencia real y cotidiana.
Sin embargo, el debate legal no debe
impedir el análisis profundo de lo ocurrido, durante una época en que, como en
cualquier otra, hubo héroes y villanos, Y lo importante es no pasarle la mano a
los villanos y olvidar los héroes, lo que nos lleva de nuevo al centro de esta
historia.
Dos héroes
La vida de Alberto Mora Becerra estuvo
marcada por la tragedia. La de Alberto J. Mora no. Ambos son héroes, cada cual
a su manera. El suicidio del comandante Mora fue un gesto inútil, consecuencia
de la desesperación. El abogado Mora se retiró de su cargo en el Pentágono para
volver a la empresa privada.
El empleo de tratamientos crueles durante
los interrogatorios en Guantánamo comenzó a disminuir gracias a los esfuerzos
de un hijo de inmigrantes. El entonces secretario de Defensa, Donald H.
Rumsfeld, revocó en enero de 2003 la política que permitía los abusos en
Guantánamo. Aunque se trató solo de un primer paso, y todavía puede decirse
mucho en contra de Guantánamo, resulta a un tiempo esperanzador y lamentable
que continúen conociéndose detalles de lo ocurrido.
Una de las diferencias más notables entre
Washington y La Habana es que en este país gran parte de las injusticias no
pueden mantenerse en la sombra. El por un tiempo secreto y ahora casi olvidado
memorando de veintidós páginas de Mora fue dado a conocer. Su labor reconocida
gracias a un reportaje de la revista The New Yorker, realizado por Jane Mayer.
Antes incluso de la aparición del
reportaje en The New Yorker, del 27 de febrero de 2011, y de las audiencias en
el Capitolio que se celebraron aquel año, se sabía de la preocupación y el
rechazo del principal abogado civil de la Marina hacia las prácticas de
interrogatorio con los detenidos sospechosos de terroristas.
Un artículo de Newsweek, del 21 de junio
de 2004, y otro del servicio informativo de Facts on File World News Digest,
del 17 de junio de 2004, mencionaban su labor. La prensa estadounidense no ha
dejado de destacar los abusos cometidos contra terroristas, supuestos
terroristas y simples ciudadanos, pese a la maldad y las consecuencias de los ataques
del 11 de septiembre.
Mora consideraba que la respuesta legal
del gobierno de Bush, luego del 11 septiembre, fue inadecuada desde el
comienzo, lo que dio lugar a una serie de errores que luego resultaron casi
imposibles de corregir. “El debate aquí es no solo cómo proteger la nación. Es
cómo proteger nuestros valores”, señalaba en el reportaje de The New Yorker.
Esta protección de los valores norteamericanos —un país donde la Constitución
le reconoce al individuo el derecho de no ser sometido a un acto de crueldad—
no debe limitarse a los residentes nacionales. De lo contrario, EEUU deja de
ser ejemplo para el mundo.
Tras los años, quien fuera el “arquitecto
legarl” de los “interrogatorios forzados —lease torturas— le acaba de dar la
razón al abogado Mora.
Johnn Yoo, quien fuera asistente adjunto
del Secretario de Justicia en 2002, acaba de declarar que los métodos de
privación de sueño, alimentación rectal forzosa y otros tratamientos similares
utilizados sistemásticamente en interrogatorios, como se describe en el informe
del Senado, podrían considerarse violaciones a las leyes contra la tortura.
Precisamente el abogado Yoo fue uno de
los autores del memorando utilizado para darle una “fundamentación legal” al
uso de las torturas.
"Si esas cosas ocurrieron como se
describen en el informe… no estaba supuesto a que ocurrieran. Y quienes lo
hicieron enfrentan un riesgo legal, porque se extralimitaron en el cumplimiento
de sus órdenes”, dijo Yoo a la cadena CNN el domingo.
Podría considerarse que Yoo está culpando
solo a otros de lo que también es parte de su responsabiidad. Ya con
anterioridad Mora había alertado de ese peligro, del que ahora tranquilamente
quiere Yoo librarse de culpa.
“¿Qué significan la ‘privación de los
estímulos luminosos y auditivos’? ¿Puede ser encerrado un detenido en una celda
completamente oscura? ¿Por cuánto tiempo? ¿Un mes? ¿Mucho más? ¿Hasta que quede
ciego?”, Mora le había preguntado a Haynes, uno de los protegidos del que fuera
asesor y luego jefe de despacho del entonces vicepresidente Cheney, David
Addington.
Autoridad moral
Para los exiliados cubanos y los
opositores al régimen de La Habana, la defensa del ciudadano y la oposición a
cualquier forma de tortura resulta fundamental. Los cubanos deben condenar
cualquier forma de tortura —no importa si aplicada a supuestos o verdaderos
terroristas— para reafirmar no sólo un derecho elemental sino nuestra
integridad ética frente a las violaciones que ocurren en la Isla.
Alberto Mora Becerra, el combatiente e
hijo de mártir revolucionario, quien sufrió en las cárceles de Batista algunos
de los mismos métodos utilizados años más tarde por los interrogadores
militares estadounidenses —como la técnica del fusilamiento simulado— y el
revolucionario que de un pistoletazo se apartó para siempre de un régimen
cargado de fusilamientos reales, no pudo quedarse callado ante la represión y
la injusticia imperante en un país capaz de meter en la cárcel hasta a sus
mejores poetas.
Al señalar y tratar de impedir la
crueldad y la tortura en Guantánamo, Alberto J. Mora dio un ejemplo de dignidad
y lanzó una advertencia, que vale para los torturadores de cualquier
nacionalidad. “Da la impresión que muchos abogados del gobierno norteamericano
desconocen los hechos históricos”. Luego agregó: “Me pregunto si incluso están
familiarizados con los juicios de Nuremberg, con las leyes de guerra o la
Convención de Ginebra”. Esta pregunta tendrán que responderla en su momento
algunos torturadores, tanto en Washington como en La Habana.
Ayer domingo, uno de los encargados de
justificar legalmente lo mal hecho terminó por darle la razón al abogado Mora.
Cabe preguntarse por qué no escuchó a tiempo la advertencia.