Apenas hay tiempo para imaginar las
paradas militares, los desfiles gloriosos y el despliegue de banderas. Unas
enormes pantallas tratan de llamar la atención del visitante, pero lo que se
percibe con mayor fuerza es la presencia de un aparato disuasivo donde la
represión no solo es una presencia inmediata sino también un espectáculo:
militares en patrulla marchando alrededor del sitio; policías en vehículos
motorizados personales recorriendo el área; ciudadanos vestidos de civil que no
ocultan que son otra cosa y soldados aislados, que marchan y se detienen en
atención a los pocos pasos, como si de pronto se les hubiera agotado una cuerda
breve. Todos son jóvenes, la mayoría de una altura no común en el país y de una
marcialidad que intenta borrar la
dulzura que unos pocos años atrás caracterizaba sus rostros. Por todas partes, rodeándolo a uno, cámaras y más
cámaras de vigilancia instaladas en postes.
Pero si se camina a lo largo de la
avenida Dongchang’an Jie y se llega a la Wangfuing Dajie, el panorama cambia
por completo. El emblemático restaurante McDonald no es una puerta ni un
puente, como los que han quedado atrás tras pabellones y dioses guardianes en
la Ciudad Prohibida, sino la entrada a un mundo con la ilusión de transpirar lo
contrario a prohibición y censura. Se inicia entonces un largo recorrido, donde
establecimiento tras establecimiento define la imitación mayor de Times Square
que hay en el mundo― y que a veces incluso
se aproxima a superarla― como si el único objetivo fuera construir
tiendas de lujo mayores a las de París y Nueva York.
Si es cierto como dicen analistas, que el
futuro de Cuba pasa en buena medida por una imitación de China y Vietnam, la
Plaza de la Revolución será entonces una Tiananmen tropical.
Una Tiananmen como la actual en China,
pero sin sangre que recordar, aunque ese recuerdo no signifique arrepentimiento
sino simplemente falta de “precaución y pericia”.
En una ocasión, Fidel Castro le afirmó a
un oficial de alto rango de la seguridad del Estado cubana que la conducta del
gobierno chino en la plaza de Tiananmen demostraba que no sabía como reprimir
al pueblo de forma adecuada, y por lo tanto éste se había visto forzado a la
“dolorosa y poco placentera” tarea de “eliminar” a miles de sus ciudadanos.
La dictadura militar de los hermanos
Castro no ha escatimado recursos en una maquinaria represiva eficaz, silenciosa
y omnipresente. Pero no ha sido suficiente. En ocasiones la situación escapa de
control y hay que recurrir a medios más burdos.
En un proceso que tiene como única razón
de existencia el perpetuar en el poder a un reducido grupo, el mecanismo de
represión invade todas las esferas de la forma más descarnada, y sin tener que
detenerse en los tapujos de supuestos objetivos sociales, que en el proceso
cubano desaparecieron o pasaron a un segundo o tercer plano hace ya largo
tiempo.
Esa represión que no se detiene —aunque
ahora prefiere lo momentáneo y pausado cuando es posible— y que no distingue,
ha vuelto a manifestarse en Cuba. Reprimir hoy el más leve intento, para
cumplir con la norma de que dar un respiro traerá mañana la necesidad de apagar
con tanques cualquier esfuerzo mayor.
Ayer en La Habana —al impedir las
autoridades que la artista Tania Bruguera realizara una performance en el lugar,
en que intentaba colocar un micrófono abierto para que las personas discutieran
sobre el futuro del país— no se dio un primer paso en este sentido; simplemente
se reafirmó una tradición. Para los gobiernos totalitarios comunistas o
poscomunistas las plazas son sagradas, como las catedrales católicas en el
medioevo. Y al igual que las catedrales hoy, ni el cobro de la entrada ni la
venta de recuerdos anulan el ritual: más bien lo sostienen.
La permanencia de gobiernos, el paso de
sistemas, muertes, sucesiones y dinastías han hecho poca mella en ese carácter
sagrado, porque precisamente se antepone a los cambios terrenales. No ha sido
así en la Plaza de la Revolución, Tiananmen ni en la Plaza Roja de Moscú —cuyo
rojo es anterior a la Revolución de Octubre— como tampoco ocurre en el mayor
centro de poder del mundo encerrado al aire libre: la plaza de San Pedro. Basta
colocarse junto al obelisco, en su centro, y no dejarse avasallar por la
magnificencia. sino recordar el detalle del Passetto, que une la Ciudad del
Vaticano con el Castillo Sant'Angelo: la vía de escape, esa que el papa
Clemente VII conoció tan bien durante el asedio y saqueo de Roma en el año
1527, cuando tuvo que refugiarse en la fortaleza.
Un régimen totalitario busca siempre una
vía de escape, sobre todo tras el mal recuerdo que dejó Hitler, un empecinado
enloquecido que hizo todo lo contrario: se refugió en un búnker. El búnker es
una mala solución en estos tiempos, y quienes lo han intentado y multiplicado
en fecha reciente terminaron muertos y humillados: Sadam, Gadafi.
La Plaza de la Revolución ha sido y es
también un bunker, pero Raúl Castro está intentando trazar puentes que al mismo
tiempo aseguren la vía de escape y la permanencia. Misión imposible porque
requiere una nueva mentalidad, y aunque se refugie en la “actualización” rehúye
de la modernidad. De lo que se trataría entonces no es de actualizar el modelo,
ni siquiera de modernizarlo, sino desconstruirlo, porque lo claro y evidente de
la revolución cubana ha dejado de serlo atrapado en sus paradojas.
De hablar con libertad de esas paradojas
trataba en buena medida El susurro de Tatlin #6, una performance en dos actos
celebrada con todo éxito ayer en Cuba. Si consideramos que el primer acto fue
el intento de llevarla a cabo, el impedirla fue su segunda parte. La represión
cumple entonces un objetivo teatral y aclara el futuro. No se agota en simple
actividad represiva sino complementa la representación. Policías se convierten
en actores que brindan su testimonio voluntario/involuntario no mediante la
palabra sino al impedirla. Es también una visión de lo que le espera a los
cubanos, en el mejor de los casos; McDonald y Tiananmen a unas cuadras de
diferencia. La única pregunta que cabe es si se sentirán satisfechos.
¿Ha tenido consecuencias favorables, para
la libertad de pensamiento, la avanzada mercantil de Occidente en China? La
tienda de libros extranjeros en la calle Wangfujing Dajie es el mejor lugar
para desplegar el discurso neoliberal de la libertad tras la Pepsi. Pese a lo
limitado del muestrario, en lo que a pensadores contemporáneos se refiere, se
encuentran obras que permiten afirmar un avance en las posibilidades de lectura
para una clase intelectual y académica. Años atrás algo tan simple como dos
libros del personaje de comics francés Tintín estaban prohibidos en China, El
lotus azúl y Tintín en el Tibet, hoy no solo se encuentran en los estantes sino
en ediciones hechas en China. Pero esa presencia de libros hasta hace poco
prohibidos no anula los casos conocidos y divulgados hasta el cansancio de
represión intelectual. Hay que añadir esa amplitud en la literatura y el arte
no constituye, de por sí, el establecimiento de la democracia, aunque en cierta
medida contribuye. La contrapartida al pesimismo es agregar que la vida se hace
de pequeños gestos.
Sin embargo, apostar por sacrificar la
libertad a cambio de pequeñas ventajas económicas casi siempre resulta una mala
inversión a largo plazo. En otra plaza, la Plaza del Manezh en Moscú, más de un
centenar de personas fueron detenidas ayer por protestar contra la condena del
líder opositor Alexéi Navalni.
Por años la oposición al despótico
Vladimir Putin ha tenido que luchar no solo contra la represión —que llega al
asesinato— sino también marchar a la opuesta de la desidia de buena parte de la
población rusa, que satisfecha con la posibilidad de poseer un automóvil o
cierto grado de mejora económica del país gracias a los altos precios del crudo
se consideraba satisfecha o al menos prefería “no buscarse problemas”.
Al igual que China y Vietnam, Rusia es
también un referente sobre el futuro cubano, y quizá un ejemplo aun más
preocupante, ya que el establecimiento de un gobierno autoritario ha sido —y en
buena medida es todavía— apoyado por buena parte de la población.
Lo que resulta aún más paradójico en el
caso ruso es que ese autoritarismo no ha tenido que prescindir de todas las
libertades ciudadanas, sino que puede darse el lujo de mantener algunas. Así,
al tiempo que la televisión está completamente controlada o en manos del
gobierno y corporaciones afines al Kremlin, los periódicos gozan de cierta independencia
por la sencilla razón de que pocos los leen.
Pero con los años ese despotismo ha
comenzado a afectar a los rusos no solo en sus derechos humanos, sino también
en sus bolsillos. La crisis económica por la que atraviesa el país es
consecuencia directa del mal manejo financiero de Putin y la falta de un
sistema de control que le impida o limite en sus errores.
De nuevo en el caso ruso aparece un
esquema similar al cubano: ciudadanos que protestan y son reprimidos,
partidarios del gobierno que de pronto aparecen como contrapartida de los
manifestantes y el temor a que quienes disienten ocupen una plaza.
Ese afán común al control de los lugares
públicos es una manifestación de poder, pero también de miedo. Otorga a la
plaza una posición única porque la convierte también en una ambivalencia: es un
centro de poder, pero como tal también un lugar de desafío.
Estamos entonces ante una de las
consecuencias que podría tener la performance que en última instancia, y de
acuerdo a la ecuación libertad/represión, sí se celebró en La Habana. La Plaza
de la Revolución ha pasado a ser no solo símbolo del castrismo sino lugar de
desafío.. Es posible que dentro de poco otros se lancen al intento de dejar oír
su voz en el lugar. Ha dejado de ser simplemente el lugar de recuerdo de las
glorias y los desfiles en honor de Fidel Castro, para ser una referencia hacia
el futuro.