lunes, 5 de enero de 2015

Beneficios propios, pérdidas sociales


Bernard de Mandeville acuñó los principios liberales en una frase de éxito: “Vicios privados, beneficios públicos”. De hacerlo ahora, otra expresión encajaría mejor sobre lo que en los últimos años viene ocurriendo en Estados Unidos y Europa: a la hora de las ganancias hay que respetar al capital privado, pero al llegar el momento de las pérdidas, ahí está el Estado benefactor corporativo para cargar las cuentas sobre las espaldas de los contribuyentes.
“Quien está en contra de los bancos está en contra de Estados Unidos”, le dice el banquero al joven fugitivo en La Diligencia. Pero al final el banquero resulta un truhán y el fugitivo es el héroe. Lástima que la justicia solo se encuentre en las viejas películas.
Alexander Pope dijo en una ocasión que el verdadero amor a uno mismo y a lo social eran la misma cosa. Desde entonces, más de un economista sabio y un charlatán pícaro han elaborado un tratado o brindado una conferencia elogiando las bondades de la libertad del mercado, como solución a todos los problemas.
En Latinoamérica estos señores del mercado proliferaron en la década de los noventa, para fracasar estruendosamente en poco tiempo. Luego le tocó el turno a Estados Unidos, donde el mal es endémico, sufrir una erupción virulenta de neoliberalismo. Asistimos ahora al final de la racha, pero es a los pobres y a la clase media a quienes les ha tocado rascarse, y lo siguen haciendo.
Desde el punto de vista histórico, el liberalismo surge como una superación del estado mercantilista, con una economía de libre mercado, basada en la división del trabajo, carente de influencias teleológicas e impulsada por el egoísmo individual, que terminaría encauzando al egoísmo hacia el bienestar social: el hombre está obligado a servir a los otros a fin de servirse a sí mismo. Olvida este enunciado que el egoísmo se expresa en la avaricia. La ganancia sin límites se persigue a diario, más allá de las preferencias partidistas, sin considerarse un vicio y elogiándose como una virtud: sin pudor ni decencia.
Pero estos enunciados liberales presuponen un racionalismo económico que en la práctica es imposible de alcanzar o mantener. El ser económico de la conceptualización liberal es propio de la filosofía de la Ilustración: un ser racional cuya irracionalidad es vista como un defecto y no como parte integrante del mismo. Lo cierto es que si teóricamente en una economía de mercado libre la creación de mercancías está determinada por los precios y el consumo, en la actualidad estos mecanismos ya no son regidos por la simple oferta y demanda sino también por la propaganda y la prensa en general, los grupos de intereses que influyen en los órganos de gobierno y fundamentalmente las grandes corporaciones que en la práctica actúan como lo que son: controladores del Estado. No solo las corporaciones multinacionales dominan la escena económica norteamericana, sino que la burocracia gubernamental y la corporativa son intercambiables.
Cuando los neoliberales, los neocons o los conservadores reformistas hablan de disminuir el papel del Estado paternalista, regulador y mercantilista, tras sus palabras está el afán de desmontar cualquier mecanismo de protección y ayuda a la población, para imponer con absoluta libertad sus proyectos de beneficio personal. El debate sobre el papel del Estado en los procesos económicos tuvo dos vertientes durante la segunda mitad del siglo pasado. En la primera y de mayores consecuencias políticas fue un enfrentamiento entre capitalismo y socialismo. Pero también se desarrolló, y de forma destacada, dentro del mismo sistema capitalista. Ambas están, por otra parte, íntimamente relacionadas.
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