Bernard de Mandeville acuñó los
principios liberales en una frase de éxito: “Vicios privados, beneficios
públicos”. De hacerlo ahora, otra expresión encajaría mejor sobre lo que en los
últimos años viene ocurriendo en Estados Unidos y Europa: a la hora de las
ganancias hay que respetar al capital privado, pero al llegar el momento de las
pérdidas, ahí está el Estado benefactor corporativo para cargar las cuentas
sobre las espaldas de los contribuyentes.
“Quien está en contra de los bancos está
en contra de Estados Unidos”, le dice el banquero al joven fugitivo en La Diligencia. Pero al final el banquero
resulta un truhán y el fugitivo es el héroe. Lástima que la justicia solo se
encuentre en las viejas películas.
Alexander Pope dijo en una ocasión que el
verdadero amor a uno mismo y a lo social eran la misma cosa. Desde entonces,
más de un economista sabio y un charlatán pícaro han elaborado un tratado o
brindado una conferencia elogiando las bondades de la libertad del mercado,
como solución a todos los problemas.
En Latinoamérica estos señores del
mercado proliferaron en la década de los noventa, para fracasar
estruendosamente en poco tiempo. Luego le tocó el turno a Estados Unidos, donde
el mal es endémico, sufrir una erupción virulenta de neoliberalismo. Asistimos ahora al final de la racha, pero es a los pobres y a la clase media a
quienes les ha tocado rascarse, y lo siguen haciendo.
Desde el punto de vista histórico, el
liberalismo surge como una superación del estado mercantilista, con una
economía de libre mercado, basada en la división del trabajo, carente de
influencias teleológicas e impulsada por el egoísmo individual, que terminaría
encauzando al egoísmo hacia el bienestar social: el hombre está obligado a
servir a los otros a fin de servirse a sí mismo. Olvida este enunciado que el
egoísmo se expresa en la avaricia. La ganancia sin límites se persigue a
diario, más allá de las preferencias partidistas, sin considerarse un vicio y
elogiándose como una virtud: sin pudor ni decencia.
Pero estos enunciados liberales
presuponen un racionalismo económico que en la práctica es imposible de
alcanzar o mantener. El ser económico de la conceptualización liberal es propio
de la filosofía de la Ilustración: un ser racional cuya irracionalidad es vista
como un defecto y no como parte integrante del mismo. Lo cierto es que si
teóricamente en una economía de mercado libre la creación de mercancías está
determinada por los precios y el consumo, en la actualidad estos mecanismos ya
no son regidos por la simple oferta y demanda sino también por la propaganda y
la prensa en general, los grupos de intereses que influyen en los órganos de
gobierno y fundamentalmente las grandes corporaciones que en la práctica actúan
como lo que son: controladores del Estado. No solo las corporaciones
multinacionales dominan la escena económica norteamericana, sino que la
burocracia gubernamental y la corporativa son intercambiables.
Cuando los neoliberales, los neocons o los conservadores reformistas
hablan de disminuir el papel del Estado paternalista, regulador y
mercantilista, tras sus palabras está el afán de desmontar cualquier mecanismo
de protección y ayuda a la población, para imponer con absoluta libertad sus
proyectos de beneficio personal. El debate sobre el papel del Estado en los
procesos económicos tuvo dos vertientes durante la segunda mitad del siglo
pasado. En la primera y de mayores consecuencias políticas fue un
enfrentamiento entre capitalismo y socialismo. Pero también se desarrolló, y de
forma destacada, dentro del mismo sistema capitalista. Ambas están, por otra
parte, íntimamente relacionadas.
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