Asumir la identidad desde el punto de
vista de la preferencia sexual se convirtió en una causa de disidencia en Cuba.
Pero no siempre fue necesario aparentar lo contrario —también desde el punto de
vista sexual—, sino convencer de que se era revolucionario. Aunque a nadie se
le permitió gritar a los cuatro vientos que era homosexual, a un grupo
privilegiado se le permitió serlo sin problema.
Mientras abundan los relatos de los que
sufrieron persecuciones y fueron marginados, merece también una novela la
descripción de las complejidades y los temores de quienes disfrutaron de los
beneficios del poder, pero al mismo tiempo sabían que su "defecto"
podría ser esgrimido en cualquier momento, para ponerlos en apuro o arrancarles
sus privilegios.
No me refiero simplemente al escritor,
artista o funcionario que en determinado momento cayó en desgracia por sus
preferencias sexuales para luego ser "reivindicado". Hablo del
recuento de lo ocurrido al que nunca molestaron, que vivió de forma escurridiza
aceptando una dualidad más o menos desafiante. Quien fue, al mismo tiempo,
vencedor de las circunstancias y cautivo de no poder expresar a las claras su
orientación sexual.
La represión a los homosexuales en Cuba
tiene dos características que con frecuencia se confunden. Una es la más
conocida: la persecución al ciudadano por sus preferencias sexuales. En esto el
gobierno de la isla no se diferenció de otros regímenes totalitarios. Hitler,
por ejemplo, mandó a los campos de concentración a la mayoría de los
homosexuales alemanes, quienes anteriormente habían conocido una época de
abierta libertad sexual durante la República de Weimar. La creación de las
Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) representó el ejemplo
clásico, pero no el único: las condenas a prisión, las redadas, las vejaciones
y las expulsiones se extendieron por un período que abarca antes y después de
la existencia de las UMAP.
Durante los años de persecución
declarada, predominaron dos actitudes ante los homosexuales: la línea dura
consideraba que eran depravados; la vertiente liberal argumentaba que eran
enfermos. En ambos casos, el Estado se consideraba en la obligación de actuar
contra la "anormalidad". El cambio vino no por voluntad
gubernamental, fue impuesto por las circunstancias. En la crisis del Mariel,
declararse homosexual —fuera verdad o mentira— equivalía a ser expulsado del
país. Fue en ese momento que los verdaderos homosexuales le ganaron la batalla
a Fidel Castro. Hasta entonces el gobierno había intentado "curarlos"
o "reformarlos". En el Mariel la “pajarería” adquirió la categoría de
patente de corso, carta de salida, pasaporte a la fama. De ahí en adelante, el
régimen se declaró vencido.
Al igual que en otros sistemas
totalitarios, la persecución homofóbica en Cuba tuvo su origen en un objetivo
unificador —el afán en acabar con lo diferente—, pero también fue guiada por
esa evaluación machista que caracteriza al homosexual como un
"enfermito", alguien fácil de aniquilar o doblegar. Resultó todo lo contrario.
La victoria implicó un cambio en la escala de valores de los cubanos. En una
sociedad tradicionalmente machista, muchos fingieron "partirse" con
tal de abandonar la isla. Ser "afeminado" pasó de ser un estigma a
convertirse en un privilegio. A Castro no le quedó más remedio que pactar. Pero
el cambio de actitud que implicó ese pacto dejó fuera el segundo aspecto de la
represión homofóbica.
La segunda característica de esta
represión es que no fue hacia todos los homosexuales, sino entre los homosexuales.
En este caso, la fidelidad o vinculación con el régimen fue utilizada como
patente de corso. Parodiando una frase muy repetida, "todos los
homosexuales eran iguales, pero habían algunos más iguales que otros". Así
existieron determinados refugios, sobre todo en los organismos culturales, como
la Casa de las Américas, el ICAIC y el Ballet Nacional. Se consideraban
"nidos de locas", pero también sitios vedados.
El homosexual "respetado"
ejerció una doble función: su impunidad era a la vez un privilegio y una burla.
Despertaba el desprecio, pero también la
envidia a los ojos del militante de esquina, machista y resentido. Simbolizaba
una esperanza torcida para el otro, el que compartía con él igual orientación
sexual pero se veía excluido por criterios políticos.
Para muchos homosexuales, la disyuntiva
no fue entre ser "macho" o ser "loca", sino entre ser un
revolucionario "pasivo" o "activo". Fue por ello que la
homosexualidad actuó como un intensificador de las actitudes revolucionarias y
contrarrevolucionarias.
No es la primera vez que me refiero a
este tema, y trato de ampliar el concepto del "closet" mucho más allá
de la preferencia sexual. Me llama la atención el relativo éxito que ha tenido
el gobierno cubano, sobre todo en la esfera internacional, en su intento de
reducir la represión —y en especial en el caso de los escritores— a los
homosexuales.
Sin embargo, en algunas esferas del campo
cultural —a diferencia de lo que ocurría en la educación y el ejército, por
ejemplo— la orientación política expresada en la fidelidad absoluta al
responsable del organismo, y no la sexual, fue el criterio definitorio.
Pero al tiempo que la firmeza homosexual
impidió su eliminación, en algunos casos posibilitó ser utilizada. Durante
muchos años —en Cuba y en otras partes del mundo— la sociedad obligó al
homosexual al juego de las apariencias. Algunos lo convirtieron en un arte,
otros en un medio para escalar posiciones. El gobierno cubano —al igual que
muchos otros— se ha servido de las preferencias sexuales como una forma de
chantaje. Al igual que el homosexualismo rebelde no puede ser contado por un
protagonista único, la escala de los asimilados va del colaborador al sumiso. Es
por eso que falta por leer la historia de quienes sufrieron o disfrutaron de
ese chantaje