Aumento en las categorías de productos
estadounidenses que se pueden vender a Cuba. Duplicación de la cifra de
viajeros. Aerolíneas de Estados Unidos ofreciendo directamente sus pasajes.
Tarjetas de crédito de bancos de este país utilizadas para compras en la isla.
Todos estos cambios, muchos más que podrían incurrir en un futuro cercano,
repercutirán directamente y de forma positiva en la economía de Miami. La
interrogante es si la ciudad está preparada para ello, y más importante aún: si
quienes tienen a su cargo el gobierno local están dispuestos a aprovecharlas o
por el contrario pondrán obstáculos.
Por décadas el escenario fue otro.
Análisis, conjeturas y esperanzas se mezclaban en avizorar una Cuba sin los
hermanos Castro. Se confeccionaron planes, se habló de destinar cifras que
nunca superaron la categoría de números imaginarios, se trazaron estrategias.
Hoy todo es distinto. Una parte de Miami
aún aguarda, día tras día, la muerte de Fidel Castro. Cuando ocurra —mañana,
dentro de una semana, quizá dos años— será simplemente un acto de catarsis: un
funeral sin muerto presente.
Hasta ahora, el anhelo solo ha producido
desgaste emocional y el despilfarro de los recursos de esta ciudad.
El viernes pasado, a primeras horas de la
noche, había frente al restaurante y
cafetería Versailles —históricamente el punto neurálgico del acontecimiento—
siete autos policiales y ningún manifestante. El único pequeño tumulto era ante
la puerta del establecimiento, a la espera del turno para poder entrar.
Que el supuesto centro de celebración —cuando
ocurra la tantas veces anunciada muerte— sea una ventanilla para comprar una
taza de “café cubano”, es más que un punto de referencia: resume el acontecer
del exilio en muchos años.
No, nada de lo previsto con tanto afán
parece estar a punto de realizarse. La vida se empecina en otros destinos.
Pese a todo, Miami se impone. No es solo
representa el punto donde cada vez se borran más las fronteras entre Cuba y el
mundo, sino persiste como el centro de la ilusión de quienes habitan a noventa
millas.
Noventa millas que cada vez marcan menos
una distancia que una cercanía. Las barreras políticas ceden más ante el dato
concreto: la geografía ha terminado por imponerse, y lo que ahora cuenta más en
los cálculos son las millas, no los trámites. Rechazada por el momento la ruta
marítima de Cayo Hueso, hacia esta ciudad acudirán más viajeros de paso, en
rumbo hacia La Habana.
Surge entonces la pregunta de cómo
responderán las autoridades del Aeropuerto de Miami, cuando en un día más o
menos cercano se coloque en la mesa de negociación la posibilidad de que los
aviones de Cubana de Aviación aterricen en él, existan mostradores para el
trámite de sus boletos y el nombre de la aerolínea figure en la marquesina.
Porque la lógica más elemental indica que
el gobierno cubano negociará la entrada de las líneas aéreas estadounidenses en
la isla bajo el principio de la reciprocidad.
El intercambio en los vuelos de las aerolíneas
es el ejemplo perfecto, que seguramente La Habana buscará aprovechar. Las
líneas aéreas estatales existen más allá del sistema político y los aeropuertos
son a la vez una mezcla de zonas neutrales, fronteras y áreas priorizadas de
seguridad que vuelven especialmente sensible cualquier negoción.
En lo que respecta a Miami, hay
precedentes que llevan a poner en duda una fácil negociación. No hay más que
recordar un asunto aún sin conclusión: Airport City, Odebrecht USA y Aeropuerto
Internacional de Miami.
La compañía a cargo del proyecto Airport
City, Odebrecht de Estados Unidos, tiene su sede en Coral Gables y ha trabajado
extensamente para el condado, pero su compañía matriz brasileña tiene una
filial en Cuba.
Los legisladores estatales aprobaron una
ley en 2012 que habría prohibido al condado y cualquier otra entidad de
gobierno de Florida contratar a Odebrecht de Estados Unidos, pero un juez
federal dictaminó que ello era inconstitucional.
Hasta ahora el negocio de los viajes a
Cuba ha marchado por dos rumbos divergentes, en que las ganancias económicas y
políticas guardaban márgenes mutuos y convenientes para cada protagonista. Esto
podría cambiar, aunque aún no es seguro de que ocurra.
¿Cómo responderán ahora el gobernador,
alcaldes, comisionados, legisladores estatales ante el nuevo panorama? Si por
años intentaron convertir una agenda local en política de Estado y normas de
gobierno, en una extralimitación de poderes por momentos risibles y casi
siempre inútil, ahora se enfrentan a la situación inversa, donde la política nacional
toca no a sus calles sino a sus puertas.
Porque, por otra parte, esos mismos
funcionarios tienen también sus derechos —y sus deberes antes quienes los
eligieron— y tratarán de limitar que esa política nacional afecte a sus
territorios. Pero, ¿cómo impedirlo si involuntariamente han sido colocados en
el centro del problema? Y qué precio están dispuestos a pagar, no esos mismos
electores sino todos los residentes en esta ciudad, cuando el empecinamiento en
posiciones anteriores implique desde la pérdida de negocios hasta
incomodidades. ¿Qué sentido tiene oponerse a la apertura de un consulado cubano
en Miami, cuando esta ciudad será el centro ideal para la tramitación de visas,
pasaportes y otros documentos, por la cantidad de posibles viajeros y la cercanía
con la isla?
Más allá de la retórica política, el
procedimiento establecido para que un estadounidense viajara a la isla, por el
Departamento del Tesoro de EEUU, era la principal garantía para que las
limitadas ganancias producto de la visita fueran a parar a los establecimientos
turísticos propiedad del Estado cubano. En igual medida, las restricciones en
los vuelos de los cubanoamericanos imponían la necesidad de recurrir a vuelos
fletados y agencias de viaje y “charteadores” autorizados tanto por el gobierno
estadounidense como permitidas por el régimen de La Habana.
Las nuevas medidas abren la posibilidad
de un cambio en la forma tradicional “de hacer negocios” por parte de La
Habana. Por décadas imperó la mentalidad de la limitación, con el objetivo de
sacar lo máximo a los menos (cubanoamericanos). Pero la alternativa actual es
que esos menos (cubanoamericanos) ya son más (al ampliar las categorías de
viajes de los estadounidenses) y dentro de pocos sean muchos (con el turismo
estadounidense ilimitado).
De pronto —y el dato ha sido escamoteado
persistentemente por quienes se oponen a los cambios— un estadounidense podrá
hospedarse en la vivienda de unos cubanos, sin tener que pagar su estancia a un
hotel en manos del gobierno, y mantener durante su viaje una cercanía con el
pueblo de la isla que no solo ha sido negada por el régimen —lo que siempre se
repite— sino también por Washington.
Está por verse si el gobierno de La
Habana aceptará el reto —un poco esquemáticamente podría catalogarse de un
cambio de la mentalidad de Fidel a la de Raúl— que implica permitir una menor
concentración del poder —económico— para obtener mayores ganancias. Ello
implica, en parte, el abandono del principio de la escasez como método
represivo y el ampliar el tránsito de un sistema totalitario a un régimen
autoritario que en pequeñas dosis se realiza en Cuba.
Si la política en Miami se define por su
carácter reactivo frente a lo que ocurre en la isla —la iniciativa se perdió en
esta ciudad hace décadas—, el nuevo escenario implicará una reacción profunda.
¿Podrá esta ciudad mantenerse al margen de un cambio de esta naturaleza llegado
desde La Habana? Apostar a un “nuevo castrismo” es insensato. No se trata de
eso. El error sostenido por años desde el exilio es intentar todos los días una
nueva “estrategia” —que en muchos casos no pasa de una entelequia producto de
tres o cuatro— cuando el enemigo se ha definido en su actuación por ser el
único táctico en un país caracterizado históricamente por producir estrategas:
en ello no se distinguen Raúl y Fidel Castro: ambos comparten igual mentalidad.
Lo que se impone en estos momentos no es
una cultura de exilio sino un concepto de ciudad: de nuevo la geografía por
encima de la historia.
Hasta ahora, el estancamiento en la
relación Cuba-Estados Unidos permitía una política de parcelas que facilitaba,
al mismo tiempo, beneficios económicos y tranquilidad política. De esto se han
aprovechado tanto las autoridades locales como el régimen de La Habana. Nada
impide aquí la compra de un uniforme escolar que se usará en Cuba, pero el
hecho poco ha alterado el carácter “anticastrista” de Miami, salvo a una que
otra declaración ocasional. Miles salen del aeropuerto de esta ciudad todas las
semanas con destino a Cuba, pero salvo también las declaraciones ocasionales,
poco ha cambiado durante décadas.
Todo este panorama está a punto de
venirse al suelo. Estamos a las puertas de lo que la dialéctica marxista tradicional
—y anticuada, hay que reconocerlo— llamaba un “salto de lo cuantitativo a lo cualitativo”.
El volumen de mercancías, negocios y clientes que traerá como consecuencia las
nuevas normas —no en lo inmediato sino de aquí a varios meses— implicará una
situación nueva.
Como ciudad, Miami no solo está destinada
a un papel único, sino casi puede decirse que condenada a ello. Otras áreas
—más o menos cercanos— están a la espera de ese abandono, transitan planes para
usurpar o apropiarse de esa cualidad que hace que aquí este el centro, el
vínculo indispensable entre Estados Unidos, como nación en su totalidad, y
Cuba, como país y frontera al mismo tiempo que se extiende al territorio
estadounidense.
Sin embargo, la usurpación no es posible.
Solo cabe la posibilidad del retraso. Y eso sí pueden hacerlo las actuales
autoridades locales. Demorar por unos cuantos años, prolongar el estancamiento
se encuentra entre sus opciones.
No hay mejor ejemplo que la industria de
los viajes, pero no es el único. Desde el sector bancario hasta las
comunicaciones y la informática, el puente hacia Cuba pasa por Miami.
¿Se aprovechará la oportunidad? Es aún
una incógnita, pero los intereses son grandes y muy poderosos.
Si hasta ahora el negocio de los viajes a
la isla ha sido menospreciado, tolerado y atacado en Miami, ahora enfrenta su
transformación mayor. No es que va a desaparecer, pero tampoco que simplemente
se ampliará, como piensan algunos.
Lo que ocurrirá ya lo ha experimentado
esta ciudad, pero en terrenos no politizados: es el paso de la bodega cubana,
con sus productos étnicos y su toque de nostalgia, al supermercado que oferta
en uno de sus estantes o dedica toda una sección y hasta un nombre —Sabor, en
los supermercados Publix— a las mercancías y productos preferidas por cubanos,
cubanoamericanos y latinos en general. No es lo que viene. Es lo que ya está y
no simplemente se amplía, sino se transforma.
¿Por cuánto tiempo podrán las autoridades
del estado, condado y esta ciudad oponerse a esos cambios, si es que lo hacen?,
¿cuántos procesos electorales más tendrán que ocurrir para que esto cambie? El
cambio toca a las puertas de Cuba y Miami. Está por verse quién abrirá la
puerta.