“Disidencia cubana espera seguir contando
con vital apoyo de EEUU”, según El Nuevo Herald. No hay que culpar
de la retórica del titular a la oposición en la Isla. Es cosa de la agencia de prensa o del diario de
Miami. Pero esa referencia inmediata al dinero encierra un drama histórico. Al
igual que el embargo. Como ocurrió con las incursiones armadas y los actos de
sabotaje. De la misma forma que viene sucediendo en la arena internacional. Los
errores de la política de Washington hacia el régimen de La Habana arrastran a
la disidencia. No es el fracaso del dólar —que se fortalece a diario en los
mercados— sino el dólar del fracaso, la moneda que paga para proseguir los
errores.
Nacida con total independencia de
Washington, la disidencia conforma un cuerpo heterogéneo, y hasta cierto punto
amorfo en la actualidad. Pero en cuanto a imagen en el exterior, siempre enfrenta
igual problema: mientras algunas de las organizaciones más conocidas no reciben
fondos de Washington, el argumento del dinero se emplea por el régimen para demonizarlas a todas.
El tratar de silenciar esta crítica, con el argumento de que sirve a los fines
de La Habana, es repetir la vieja táctica de aprovecharse de la conveniencia
política para obtener objetivos personales.
Del surgimiento del primer grupo
disidente —entonces sí tenía pleno sentido la utilización del término— a la amalgama
actual, en que diversos medios de prensa se sirven del concepto para
caracterizar a un grupo variopinto de opositores —en que aparecen desde
contrarrevolucionarios hasta activistas en favor de la sociedad civil— hay un
patrón común cuyo significado viene dado por una definición frente al
contrario.
Llama la atención que, en este sentido,
la definición por antonomasia sea la más rechazada: contrarrevolucionario.
Todavía se encuentran organizaciones
arcaicas que se definen no por su esencia sino por la del contrario; grupos
reaccionarios que corren a poner comillas a la palabra “revolucionario”, con el
argumento de que el régimen de La Habana nunca mereció tal caracterización.
Asombra el valor que aún conserva el adjetivo, mientras se repudia el nombre.
Esa valoración positiva de lo “revolucionario” tiene su explicación en la
historia de Cuba, pero al mismo tiempo arrastra una dependencia cuando se trata
del exilio. Dependencia que al mismo tiempo se traslada y alimenta desde la
Isla, creando la dicotomía de revolucionarios buenos y revolucionarios malos. No
se trata de negar que en la actualidad el poder en Cuba sea reaccionario en su
actuación y objetivos, sino alertar sobre la incapacidad de dar un paso más
allá: hace falta una nueva “revolución” ni tampoco una involución, sino una
verdadera transformación.
El argumento “revolucionario” ha sido por
décadas una de las justificaciones más socorridas al justificar la necesidad de
dinero desde el exterior, con la invocación de los fondos que desde fuera
alimentaron no solo el proceso independentista contra España, sino la propia
lucha de Fidel Castro por alcanzar el poder. Aquí encuentra también su talón de
Aquiles repetido por los detractores: en su mayoría era dinero proveniente de
los propios exiliados cubanos, no de un gobierno extranjero.
Aunque el dinero de Washington nunca
estuvo ausente de los intentos por llevar la democracia a Cuba —en particular a
través de la CIA y los más diversos y disparatados planes de contingencia,
mediante las armas y/o los atentados terroristas— a la vez y durante años la
recaudación de fondos “para la lucha” fue parte del panorama del exilio,
fundamentalmente en Miami y New Jersey, hasta convertirse en un dato folclórico.
Solo que con el tiempo tales labores cayeron en el descredito más absoluto
—debido a estafas, mal uso de todo tipo e incontables decepciones— y los
exiliados se “cansaron de dar”-
Surgió entonces una situación que, aunque
sustancialmente reducida, ha continuado hasta nuestros días, en que
organizaciones de Miami se constituyeron en administradores —malos
administradores en muchos casos— de los fondos otorgados por el gobierno
estadounidense. Puede situarse durante el gobierno de Ronald Reagan y el surgimiento
de la Fundación Nacional Cubano Americana el desarrollo de esta táctica, de
utilizar fondos de EEUU y de exiliados para el desarrollo de la oposición
pacífica en Cuba, pero su auge ocurrió durante los dos períodos presidenciales
de George W. Bush. La administración de Obama no se ha apartado de ese camino
hasta ahora, solo que con un énfasis nuevo —poner el dinero en manos de organizaciones
no de Miami sino de otros lugares, incuso fuera de EEII— e iguales resultados
catastróficos.
La amenaza de una excesiva dependencia
política al dinero norteamericano no ha provocado ni un rechazo generalizado —por
parte de la oposición en la Isla—, ni una respuesta emotiva y efectiva en el
exilio. No hay un intento de suplantar con fondos cubanos la mayor parte del
dinero destinado a los afanes democráticos en Cuba, lo que no niega que
organizaciones privadas realicen envíos. Han sido la impericia y la sospecha de
mal uso los que han llevado a cuestionarse e intentar reducir los fondos
suministrados por Washington.
Por años ha ido en aumento la percepción
de considerar que, en el mejor de los casos, el dinero se desperdicia en Miami,
viajes a Europa y publicaciones inútiles; o lo que es peor: se pierde en los
bolsillos de aquellos que viven del “negocio de la disidencia”. Poco se ha
hecho por evitarlo, salvo sustituir malos administradores por otros peores.
Mientras que esta es la cara más visible
del problema, la crisis es mucho más profunda. Por encima de los comentarios y
las anécdotas sobre compras incongruentes y gastos exagerados, vale la pena
reflexionar acerca del papel que desempeña una disidencia que depende de los
fondos del gobierno norteamericano para existir y de Miami, Washington o Madrid
para hacerse conocer.
Durante una época Washington estuvo empeñado
en repetir en Cuba lo hecho en Haití, Afganistán e Irak: utilizar a exiliados y
opositores para sus planes, aunque con la distinción de que nunca existió un objetivo
de invasión militar a la Isla por parte de la Casa Blanca. Luego ha intentado
trasladar patrones propios de la mal llamada “Primavera Árabe” —u otros movimientos en que herramientas como
la telefonía móvil y la internet fueron utilizadas pero no determinaron los
cambios— a la situación cubana, con igual fracaso hasta el momento.
Esta estrategia se ha visto limitada aún
más no solo por la reducida capacidad de acción de una disidencia —debido a la
fuerte represión— sino ante el hecho de que en muchos casos esta se ha mostrado
más preocupada por las libertades políticas que por destacar la urgencia de un
programa de justicia social.
Una cosa es aspirar a que se adopten los
beneficios de un sistema democrático similar al norteamericano —cuyas virtudes
y defectos lo sitúan por encima del actual régimen cubano—, y otra muy
diferente es empeñar la gestión opositora con la sospecha de una dependencia
excesiva a la política de un gobierno extranjero.
Si bien el gobierno de La Habana no ha
logrado establecer un programa de desarrollo económico que satisfaga las
necesidades de la población, sí ha sido capaz de mantener al pueblo bajo el
régimen de una economía de subsistencia. Ni el desarrollo ni la miseria extrema
generalizada en tiempo y espacio.
Mientras la disidencia pudo en un momento
enfatizar sus demandas sobre las diferencias en los niveles de vida —incrementados
en los últimos años—, en su lugar encaminó el discurso hacia la lucha por una
alternativa política y reclamos en favor de la libertad de expresión.
Este esfuerzo se vio afectado por la
represión en Cuba, pero tuvo una amplia repercusión internacional. La
situación, sin embargo, ha derivado hacia un panorama en que elementos
dispersos y contradictorios contribuyen al statu quo: la obligatoria mención a
la disidencia de los gobiernos extranjeros, desde los europeos al
norteamericano, mientras en la isla impera el aislamiento del movimiento. La
prioridad en intentar que buena parte de la población desarrolle su actividad
económica con independencia del Estado.
La discrepancia entre la proyección
internacional de la oposición en Cuba y su bajo relieve en la Isla ha sido un
factor que ha contribuido a perjudicarla por vías diversas. Desde la acusación
injusta de recibir fondos que en realidad se gastan en Miami hasta la promoción
de figuras menores a partir de sus afinidades con cierto exilio del exilio.
Pero donde los opositores han resultado más afectados es en la repetición de errores
por parte de Washington. Tanto cuando financió la lucha armada contra Castro
como cuando apoyó la vía pacífica, Estados Unidos ha impuesto no solo su
ideología sino también su política.