Con el inicio de la lucha por librarse
del dominio español los cubanos comenzaron a exaltar la intransigencia no como
mérito moral, recurso emotivo y justificación personal, sino como valor
político. El error se ha trasladado a los libros de historia y a la literatura:
recorre las páginas de los textos que se enseñan en la escuela primaria y ha
servido de vocación suicida a unos cuantos insensatos; también a muchos
demagogos para alimentar sus engaños.
Ser intransigente es negarse a transigir,
a consentir en parte con lo que no se cree justo, razonable o verdadero, a fin
de acabar con una diferencia, según el Diccionario de la Real Academia. De
acuerdo a la definición, la intransigencia se acerca a un sinónimo de rectitud:
cuando se transige, se cede, en parte se claudica.
La definición de intransigencia en inglés
destaca otro aspecto del concepto. El intransigente rehúsa el compromiso,
rechaza abandonar una posición o actitud extrema, de acuerdo al diccionario
Webster.
Entre ambos aspectos de una misma definición
hay un abismo cultural. Mientras que en español el intransigente es alguien que
se niega a transigir, que se mantiene firme en sus convicciones, en inglés es
un extremista.
La Protesta de Baraguá, llevada a cabo
por el general mambí Antonio Maceo, es la posición intransigente más valorada
en la historia de Cuba. Desde los textos de la época republicana a los manuales
implantados tras el triunfo de Fidel Castro, nadie se ha atrevido a
considerarla un gesto inútil, que prolongó de forma infructuosa una contienda
liquidada y que sólo produjo muertes innecesarias.
Las dos caras de la intransigencia están
presentes en la Protesta de Baraguá. Era digna la actitud de Maceo de negarse a
una paz que no incluyera la independencia y el fin de la esclavitud; insensata
su decisión de continuar la contienda bélica.
La valoración positiva de la
intransigencia —paradigma heredado de los patriotas pero que también se ha
utilizado para cubrir de gloria diversos fracasos políticos y bélicos— se asume
desde hace muchos años con orgullo por un sector del exilio miamense,
despreocupado o ignorante del efecto negativo que la misma ejerce sobre su
imagen a los ojos del resto del país.
Una vez más el debate sobre el embargo
ataca a la intransigencia del exilio por su flanco más débil: el aferrarse
irracionalmente a una estrategia caduca.
La mayoría de las razones actuales para
el levantamiento del embargo son malintencionadas en sus pronunciamientos y
lógicas en su práctica. Detrás de ellas se encuentran intereses comerciales que
no solo buscan vender unos cuantos artículos en la isla.
Tanto Europa como Canadá y México
desarrollan una política mercantilista respecto a Cuba tan criticable o más que
el embargo. Sus empresarios han contado con el apoyo de sus países respectivos,
y con las bondades de un comercio restringido, donde sus productos se pasean
libres de la competencia norteamericana.
Todos estos países le han pagado a
Estados Unidos con la misma moneda que este país aplica en otros mercados, solo
que en sentido inverso y para su propio beneficio. Ahora los comerciantes
norteamericanos están más decididos que antes a no quedar fuera del reparto.
Está claro que los posibles cambios que
algunos quieren ver en Cuba -y de los cuales no hay señal verdadera por ninguna
parte- son simples pretextos. En igual sentido, la falacia de que una mayor
entrada de productos norteamericanos llevará una mayor libertad para Cuba es
otra utopía neoliberal, que tiende a asociar la Coca-Cola con la justicia y la
democracia con los McDonald's. Mentira es también que el pueblo de Cuba está
sufriendo a consecuencia del embargo, y no por un régimen de probada ineptitud
económica.
Pero aferrarse al embargo es batallar a
favor de la derrota, algo que nunca hacen los buenos militares: defender una
trinchera que es un blanco perfecto para el enemigo, desde la cual no se puede
lanzar un ataque y que solo protege un pozo sin agua custodiado por un puñado
de soldados sedientos. Se trata de una herramienta tan poco efectiva para lograr
la libertad de Cuba que no justifica una discusión seria: su ineficacia ha
quedado demostrada por el tiempo; su significado reducido a un problema de
dólares y votos y su valor a una pataleta radial.
Claro que al renunciar a la lucha en
favor del embargo el exilio tiene que pagar un enorme precio emocional:
concederle al régimen de los hermanos Castro su victoria más soñada. Pero
aferrarse a un todo o nada, considerar a la medida algo así como el “Santo
Grial”, la “Inmaculada Concepción” o un texto sagrado es perder de vista un
objetivo político en favor de una satisfacción emocional.