En una comparación fácil que la prensa
repite a diario, en el juego cubano la supuesta pelota un día se coloca en
Washington y otro en La Habana, todo de acuerdo al lugar donde se emita la
última declaración. Es la lógica normal en ese aparente diálogo —pero que será
sobre todo un pulso político— entre dos gobiernos.
Hay sin embargo un tercer factor a tomar
en cuenta, no bajo pretensiones imposibles de compararse al poder que genera
una nación, sino en la realidad de un centro al que, en primera o última instancia,
convergen desde las medidas más inmediatas hasta las ilusiones hoy imposibles.
Que ese centro se ha convertido con el
tiempo no en la frontera establecida por décadas —el punto que definía la
llegada a ‘‘tierras de libertad’’— sino el espacio donde hoy se adquieren las
mercancías, o se gana el dinero que se gasta en la otra orilla, complica las
cosas a la hora de esgrimir argumentos, pero no por ello impide fines
específicos: no importa hacia donde apunten los pelotazos, siempre la bola
termina cayendo en Miami.
Una de las consecuencias más importantes
—y al mismo tiempo pasada por alto— del cambio de política hacia Cuba, iniciado
por los gobierno de Barack Obama y Raúl Castro, es que posibilita a los cubanos
del exilio el influir con mayor fuerza en la situación de la isla.
En apariencia, y en estos primeros
momentos en que aún se desconoce en buena medida cómo se desarrollará el juego,
domina la impresión contraria. Para el régimen cubano el objetivo siempre ha
sido subordinar al exilio a una función abastecedora: bajo el mantra de una
patria que todo lo espera y nada tiene que dar a cambio, el exiliado debe
cumplir su deber filial. La familia que quedó atrás se convierte entonces en
una vía putativa para el sostenimiento no solo de la nación, hoy día se
entiende desde La Habana como un traslado beneficioso para ambas partes: los
que se van y los que se quedan.
Por su parte quienes por décadas también
asumieron la representación de ese exilio —y se aferran a mantenerse en esa
función ya caduca— siempre han considerado su escape como una suplantación.
Ahora hablan de que no se ha tomado en cuenta la voluntad y los deseos de una
oposición reconocida por ellos, mientras omiten las opiniones y los deseos
manifestados por quienes viven en la isla; ignoran simplemente las ilusiones y
esperanzas de los de allá, se cierran ante una realidad que no puede
despacharse solo con el argumento de ser en buena medida infundadas: nadie
puede negarle a otros el derecho a una desilusión futura, aunque se haga lo posible
para evitarla.
No se trata simplemente de mandar más
dinero a los familiares y de viajar con mayor frecuencia. La puerta que
comienza a abrirse puede incluir desde un incremento en los intercambios de
todo tipo hasta ayuda para quienes trabajan por cuenta propia.
Hace poco más de un año parecía que el
futuro del gobierno de Raúl Castro dependía de la disminución de la brecha
entre la Cuba del ciudadano de a pie y la Cuba que ofrece una imagen de
estabilidad a los ojos del mundo. Como en tantas cosas, el régimen ha fracasado
en ese esfuerzo, si alguna vez realmente se lo propuso como objetivo serio. Por
años también Castro optó por mantener la indecisión entre la permanencia y el
cambio.
Como en un lance de muy reducidas
alternativas, la Plaza de la Revolución siempre ha mostrado unos dados con
apenas dos caras: aceptar el estancamiento o el peligro del caos. Y por
supuesto que nadie quiere lo segundo. En parte ha tenido éxito en su apuesta.
El peligro ante una crisis económica profunda —ocasionada por la disminución de
los ingresos provenientes de Venezuela— y el caos consecuente a noventa millas
de Estados Unidos puede haber actuado de catalizador durante las negociaciones
preliminares, en particular en sus últimos meses y para ambas partes, pero no
explica por completo la intención de llevar a cabo este proceso. Hay, al
parecer, motivos mayores: una búsqueda de alternativas que cada cual interpreta
según su conveniencia, pero que converge en la imposibilidad de sostener una
situación sin hacer nada.
Lo nuevo sobre el tapete es la ruptura de
esta dualidad entre el estancamiento y el caos, en una apuesta que no se
empecina en plantear un cambio de carácter político sino que busca una entrada
en el terreno económico y social: contribuir al mejoramiento de las condiciones
de vida de los residentes en la isla. Y es en Miami donde existen los actores y
recursos que pueden contribuir a esta movida. Empecinarse en no participar en
el proceso es apostar al caos como solución, y esta es sin duda una mala
alternativa, por dos razones fundamentales. Una es la capacidad demostrada —y
no disminuida— con que cuenta el régimen para exportar ese caos fuera de sus
costas, no solo mediante un éxodo masivo sino a través de presiones emocionales
y de todo tipo sobre una comunidad que ya no se caracteriza por la ruptura sino
por la continuidad. La segunda es que nada garantiza que la repuesta a ese caos
sea un avance democrático sino un retroceso político. Ninguna nación apuesta
por un “Big Bang“ que indudablemente repercutirá en sus costas.
Mientras Cuba ha superado la etapa en que
el líder supremo determinaba tanto la participación en un conflicto bélico —a
miles de millas de distancia— como un nuevo sabor de helado, el gobierno
imperante aún se arrastra entre la necesidad de que se multipliquen las fuentes
de empleo, los establecimientos comerciales, las viviendas —todo aquello que
mejore en alguna medida la difícil situación económica— y el miedo a que ello
resulte imposible de obtener sin una sacudida que ponga en peligro a los
centros de poder tradicionales, o que reduzca su alcance.
Pero la apariencia de estabilidad que
brinda Cuba no debe hacer olvidar lo que ahora resulta determinante, a la hora
de definir la supervivencia de un modelo que en su fundación eligió el ideal
socialista: la incapacidad para lograr que se multipliquen no mil escuelas de
pensamiento, sino centenares de supermercados. Al menos, con la excepción de
Corea del Norte. Ni Estados Unidos quiere una Norcorea cercana ni La Habana es
en estos momentos Pyongyang, aunque algunos se aferren en verlo así. Ello no
impide señalar que en determinadas ocasiones se ha movido temerariamente en ese
sentido.
De esta forma, el mantenimiento de un
poder férreo y obsoleto —que sobrevive por la capacidad de maniobrar frente a
las coyunturas internacionales y se sustenta fundamentalmente en la represión— se
ve ante la necesidad de emprender el desarrollo económico e impulsar la satisfacción
de las principales necesidades materiales de la población. Puede hacerlo mientras
conserva el poder político clásico de un sistema autoritario, pero al precio de
abandonar el monopolio de influir en todos los aspectos de la vida cotidiana
que caracteriza a un sistema totalitario. El gobierno de Raúl Castro ha dado
algunos pasos en este sentido, pero no los suficientes. Queda por ver si en los
próximos meses adoptará una definición mayor en este sentido.
Esta disyuntiva, que abre un camino
paralelo a las esperanzas de adopción de cualquiera de las alternativas
democráticas existentes en Occidente, no es ajena a la realidad cubana.
Poco a poco ha surgido en Cuba la
necesidad de decidir un camino entre algo similar a Vietnam, China y la Rusia
de hoy, países represores pero de cara al futuro, y Corea del Norte, aferrada
al pasado.
Por supuesto que ambas vías tiran por la
borda cualquier ilusión democrática, pero no por ello son cada vez más reales
ante la aceptación —con disimulado júbilo o a regañadientes— de que la
transformación política de la isla es a largo plazo.
Sin embargo, si se mantiene la presión
económica, no mediante un embargo obsoleto sino a través de una política de recompensas
y sanciones desde el país al que la geografía y la realidad económica del mundo
actual —más que la historia y un pasado complejo— obliga a Cuba a depender, se
pondrá en marcha un proceso de reinserción natural, que por décadas se
despreció en ambos extremos del estrecho floridano. Se tendrá entonces
conciencia de que el proyecto nacional de un país pequeño —y tan interdependiente
del espejismo de la imaginaria ciudad-Estado que simboliza Miami— puede
definirse solo de forma frágil sobre el concepto de la excepcionalidad. Lo
demás es puro espejismo
Hasta ahora la política de aislamiento —practicada
con éxito en lo político por quienes controlaban el poder en ambas orillas— ha sido
el obstáculo principal para no permitir una mayor influencia, de quienes viven
en el exilio, en la situación cubana. Influencia no valorada en políticas que
han demostrado poca efectividad en el avance democrático de la isla, sino en
acciones que demuestren una mejor comprensión de la realidad cubana.
Es decir, estaba determinado por
Washington y La Habana que había que lidiar con un exilio que apostaba por el
aislamiento, mientras que la posible influencia positiva de otro sector más moderado
dentro de la comunidad solo debía servir de ayuda para la subsistencia de los
residentes en Cuba. Así como para fomentar la ilusión de la vía de escape, que
sustituye por la fuga cualquier esfuerzo en pro de una difícil acción política
nacional.
Lo que ahora está por definir es si el
exilio es capaz de ir un paso más allá de la confrontación ideológica, y
muestra una mayor efectividad que ayude a destruir el argumento de plaza
sitiada, que tan buenos dividendos políticos le ha dado al gobierno de la isla.