Practicar la moderación y la cordura en
nuestras discusiones políticas no nos libra del exilio. No contribuye, de forma
sustancial, al fin del castrismo o al mejoramiento de las condiciones de vida
en Cuba. Tampoco ayuda a la permanencia del régimen. Simplemente facilita el
entendernos mejor.
Contra este ideal de entendimiento,
persisten en el exilio quienes se declaran opositores al gobierno castrista,
pero manifiestan una actitud similar a la existente en La Habana: "con
nosotros o contra nosotros". Las opiniones e informaciones contrarias a
sus puntos de vista son consideradas un ataque y no un criterio divergente.
Estas manifestaciones de intransigencia
de un sector de la comunidad exiliada reflejan el ideal totalitario: no se
trata de rebatir una idea, sino de suprimirla. Apelando al argumento del
respeto a la comunidad, el ‘‘dolor del exilio’’ y la necesidad de no ‘‘hacerle
el juego’’ a Castro, ciertos personajes de esta comunidad intentan imponer un
código de lo que se debe o no se debe informar; lo que es correcto y no es
correcto hacer; definir la estrategia a adoptar por Washington respecto a la
relación con el gobierno cubano y excluir o santificar a priori cualquier
actividad que una persona cualquiera —con independencia de su nacionalidad—
intente desarrollar en suelo cubano.
La buena noticia es que esta actitud
—esta bandera de lucha por demasiados años en el exilio— en la actualidad solo
refleja el pensar y la forma de comportarse de una minoría.
Por años, el mejor recurso con que
contaban quienes se oponían a dejarse doblegar en la práctica de un pensamiento
independiente, era el apoyo que brindan las leyes y el Estado de Derecho que
caracteriza a un país democrático, con independencia de sus limitaciones. Luego
diversos sondeos de opinión comenzaron demostrar que esa opinión que se creía
de unos pocos —a los que se podía encerrar en un saco diverso y castigar con
improperios— era en realidad compartida no solo por la mayoría de los
estadounidenses, sino por muchos —tantos que ya es un criterio mayoritario— en
Miami.
Sin embargo, lejos de traer la cordura,
esa realidad lo que ha tenido como consecuencia es un acrecentamiento de un
tono emocional que no facilita el debate.
En cualquier discusión sobre Cuba pueden
surgir de momento elementos que entorpecen los criterios racionales, desde el
insulto y los ataques personales hasta el apoyarse en la divulgación de
mentiras —que en ocasiones se apoyan en elementos aislados de verdad pero que
en su totalidad presentan un panorama falso— y los enfoques demasiado estrechos,
que impiden una visión de conjunto y un conocimiento mejor del enemigo común.
Participantes catalogados de
‘‘castristas‘‘ y ‘‘anticastristas’’, ‘‘dialogueros’’ y ‘‘verticales’’ se
enfrascan en batallas verbales, sustentadas en la utilización de un lenguaje
deformado que impide una verdadera comunicación.
Esta deformación verbal se produce de dos
formas. La abstracción, como un medio para despersonalizar y tergiversar las
intenciones, y el deshumanizar a los opositores.
Lo que debe preocupar es que esta
deformación tiene su origen en una manipulación del lenguaje, propia de los
regímenes totalitarios. La supervivencia de este mecanismo, en una sociedad
donde pueden expresarse las ideas sin el peligro de ir a la cárcel, es
deprimente.
Tanto en el exilio como en la Cuba bajo
los hermanos Castro se ha utilizado el argumento de que recurrir a éstos y
otros mecanismos similares forma parte de un mecanismo de defensa, frente a la
hostilidad que rodea a quienes defienden razones caducas. La justificación no
es válida en caso alguno.
En lo que respecta al exiliado, está
presente una doble agresividad, que lo convierte al mismo tiempo en víctima y
victimario: hostilidad que se sufre por vivir una existencia anómala, al estar
fuera de la patria, y agresión que al igual éste genera —al concentrar sus
pasiones en objetivos limitados— y padece, producto de una soledad que lo lleva
tanto a la desproporción como a la cursilería.