Controlar a los intelectuales ha sido uno
de los mayores esfuerzos del régimen cubano. También uno de sus fracasos más
manifiestos. La última oleada represiva, desatada el día en que la artista
Tania Bruguera había anunciado colocar un micrófono en la Plaza de la
Revolución para que todo el que quisiera expresara su opinión sobre el futuro
del país, no es otra cosa que el capítulo más reciente de esa batalla con
treguas entre los hermanos Castro y los escritores y artistas, que se inició el
1ro. de enero de 1959.
El gobierno de La Habana siembre se ha
mostrado no solo preocupado, sino con temor ante actividades de esta
naturaleza: quienes piensan y escriben resurgen una y otra vez para
cuestionarse el sistema; periodistas, economistas, ingenieros, profesores y
bibliotecarios están entre los enemigos más temidos de la Seguridad del Estado:
la represión se ha ensañado con ellos. No sin razón. La oposición en Cuba en
estos momentos no se define en la lucha armada, sino en la confrontación
política. No hay simplemente una batalla ideológica: hay una lucha contra las
ideas.
El acto en la Plaza iba un paso más allá
en este sentido. No solo pretendía realizarse en un lugar emblemático del
régimen sino que además no se limitaba a un encuentro entre intelectuales, ya
que no excluía a nadie: no era necesario mostrar un libro publicado o un cuadro
exhibido para participar; tampoco era necesario enseñar el carnet del Partido
ni la filiación a un grupo disidente. No estaban citados ni militantes ni
activistas.. Podía participar el que quisiera, pero se suponía que esta
participación implicaba expresar un pensamiento, un punto de vista, un
criterio. Y en este hecho es donde radicaba “el peligro”. Porque lo que el gobierno
no quiere perder no se limita al control de la calle, sino va mucho más allá:
es el control de las ideas. No importa que no se compartan, basta que se
acaten.
Por décadas esta premisa ha sido uno de
los pocos dogmas mantenidos sin variación, mientras se ha ido desarrollando un
ajiaco ideológico que permite asimilarlo todo, siempre y tanto esté previamente
autorizado.
Este dogma siempre se ejemplificó en
manifestaciones burdas, como las famosas reuniones laborales y estudiantiles
para “discutir el último discurso de Fidel” , pero también tuvo momentos
canónicos, como las tristemente célebres “Palabras a los intelectuales”:
“¿Sentimos el temor de la existencia de
un organismo nacional, que es un deber de la Revolución y del Gobierno
Revolucionario contar con un órgano altamente calificado que estimule, fomente,
desarrolle y oriente, sí, oriente ese espíritu creador? ¡Lo consideramos un deber!”
(…)
“¿Se discute acaso ese derecho del
gobierno? ¿Tiene o no tiene derecho el
gobierno a ejercer esa función? Para
nosotros en este caso la función fundamental es, primero, si existía o no
existía ese derecho por parte del gobierno.
Se podrá discutir la cuestión del procedimiento, cómo se hizo, si no fue
amigable, si pudo haber sido mejor un procedimiento de tipo amistoso; se puede
hasta discutir si fue justa o no justa la decisión; pero hay algo que no creo
que discuta nadie, y es el derecho del gobierno a ejercer esa función.”
(–)
“Si nosotros impugnamos ese derecho del
Gobierno Revolucionario estaríamos incurriendo en un problema de principios,
porque negar esa facultad al Gobierno Revolucionario sería negarle al gobierno
su función y su responsabilidad, sobre todo en medio de una lucha
revolucionaria, de dirigir al pueblo y de dirigir a la Revolución.”
(…)
“¿Quiere decir que le vamos a decir aquí
a la gente lo que tiene que escribir?
No. Que cada cual escriba lo que
quiera. Y si lo que escribe no sirve,
allá él; si lo que pinta no sirve, allá él.
Nosotros no le prohibimos a nadie escribir sobre el tema que quiera
escribir. Al contrario: que cada cual se exprese en la forma que
estime pertinente, y que exprese libremente el tema que desea expresar. Nosotros apreciaremos su creación siempre a
través del prisma y del cristal revolucionario:
ese también es un derecho del Gobierno Revolucionario, tan respetable
como el derecho de cada cual a expresar lo que desee expresar.”
En un discurso plagado de dogmatismo,
falsas promesas y desvíos, el gobernante dejaba bien claro lo que consideraba
los derechos de la revolución, es decir: sus derechos. Y por supuesto, no todos
los derechos eran iguales: unos estaban apoyados con cañones, policías y
cárceles y otros dependían simplemente del individuo. Así que a partir de ese
momento todo el mundo debía saber a qué atenerse. Y el principio no ha cambiado
hasta hoy.
Puede que incluso mañana se considere que
no debió meterse preso a nadie, aunque fuera solo por pocos días, o que se
debió negociar más en algunos puntos específicos. Lo que nunca admitirá el
régimen es una renuncia a sus “derechos”. Lo que nunca estará dispuesto es a
ceder en poder de decisión.
Así que es posible que el día de mañana
la propia Bruguera pueda celebrar su performance en otro lugar y momento, con
la debida autorización.
En todo caso, cambios mayores se han
visto. Por años estuvo prohibida la exhibición la mayor parte del cine
norteamericano y perseguidos los homosexuales, para citar dos ejemplos siempre
repetidos.
Lo anterior también lleva a reconocer
—aunque nunca a compadecer— el triste papel de los represores de todo tipo, que
por miedo llevan a cabo tareas que pueden resultarles desagradables —o
gustosas, porque para todo siempre hay alguien dispuesto— y que saben, ya que a
estas alturas no queda la posibilidad de duda al respecto, que en el futuro
enfrentan la posibilidad de ser criticados, separados o incluso sancionados.
Eso no es más que el precio por formar parte del “Gran Mecanismo” que señalaba
Jan Kott.
Los escritores y artistas de la isla. no
deben olvidar que, a los ojos del régimen, es igualmente sospechoso un
disidente que se cuestiona el curso del proceso social que un creador
interesado en difundir su punto de vista. La única diferencia aceptada es el
grado de encubrimiento a la hora de exponer una opinión. En ambos casos, el grado
de distanciamiento del punto de vista oficial lo establece el sistema. No son
solo las circunstancias las que hacen más o menos permisible una crítica. El
régimen se reserva el derecho de
dictaminar sobre qué protestar, cómo y cuándo hacerlo.
Todo escritor y artista honesto que vive
en la isla está ante una situación sumamente difícil. Guardar un silencio
culpable ante esta última acción represiva compromete la dignidad intelectual
del país. Manifestarse abiertamente implica no solo un peligro personal, sino
también la posibilidad de ver interrumpida la labor creativa. Queda a cada cual
determinar qué es más importante. Como nación, Cuba atraviesa una crisis
cultural sin salida. Con el tiempo se sabrá si este año que se inicia se
caracterizará de nuevo por la existencia de un gran número de intelectuales
silenciados o silenciosos. No se puede arengar desde el exterior el asumir un
compromiso que se negó al abandonar el país. Sí se puede sugerir que, al menos,
se practique un retraimiento decente.
Ciertas figuras clave de la cultura
cubana están obligadas a manifestar su criterio en estos momentos. No se
incluye en este grupo a los funcionarios de todo tipo, que amparados en sus
cargos desde hace muchos o pocos años vienen divulgando sus obras, con independencia
de las mismas. Son los que en otras épocas sufrieron persecuciones, los que en
determinado momento fueron marginados; quienes han logrado mantenerse en el
difícil equilibrio de continuar viviendo en Cuba y escribir, pintar, componer y
crear sin que por ello puedan ser considerados simples alabarderos del régimen.
O al menos sin que se pueda decir que siempre su papel se ha limitado a servir
de cortesanos ilustrados. No los salvará que, en la tranquilidad de una sala
familiar o en un momento de confidencia, declaren a sus amigos que ellos no
tienen que ver nada con el régimen, que están en contra de lo que está
ocurriendo. Esto lo deben de haber hecho y van a seguir haciendo, con todo el
derecho que les asiste por vivir bajo un gobierno totalitario.
En el pugilato de fuerzas que parece
estar ocurriendo en Cuba, entre darle marcha atrás al reloj, avanzar o
continuar en la espera, de nuevo queda claro que la represión y persecución a
los artistas no es un capítulo cerrado.
Para el régimen, los escritores y
artistas no son más que personajes peligrosos o muñecos insignificantes,
dedicados a un oficio que el sistema siempre se ha empeñado, aunque sin
lograrlo, en convertir en una actividad pueril.
No hay que pedirle a un intelectual que,
en razón de su oficio, sea un valiente. Tampoco que sus opiniones políticas
tengan más valor que la de cualquier otro ciudadano.
No se trata de hacer un llamado a
comportarse como héroes. El heroísmo es casi siempre una salida desesperada
ante la mediocridad y la estulticia, pero un gesto condenado a consumirse en su
propio esplendor, casi siempre incapaz de transformar de forma duradera la vida
cotidiana del país, salvo en el reino de lo anhelado y ausente.
Pero al mismo tiempo existe una tendencia
histórica en la nación, definida por una actitud intelectual y antidogmática,
que desde los primeros afanes independentistas hasta hoy siempre ha propuesto
la creación de un país libre. Una tradición que no puede olvidarse. Está en
juego la dignidad cultural cubana.