Durante décadas, tanto legisladores demócratas
como republicanos, se mostraron más interesados en aparentar ante sus electores
un interés por la situación en Cuba, que en contribuir a un cambio real en la
nación caribeña.
Esta realidad siempre ha encontrado en
Miami un acondicionamiento político: los republicanos diciendo que eran los
demócratas quienes no querían un verdadero cambio político en la isla y los
segundos respondiendo desde una posición defensiva, con el argumento de que los
primeros no habían hecho nada útil al respecto. En la práctica ambos partidos hicieron
lo posible por no destacar sus objetivos comunes: el impedir una situación de
inestabilidad en la isla que desencadenara un éxodo masivo.
¿Cuánto ha cambiado esta situación, con
las declaraciones del presidente Barack Obama y el gobernante Raúl Castro de
iniciar los pasos hacia el restablecimiento de relaciones diplomáticas y el
anuncio del alivio a ciertas restricciones económicas y de viajes hacia la
isla, por parte de Estados Unidos? De momento, mucho y poco. Mucho, porque es
un primer paso que ningún mandatario estadounidense se había atrevido a llevar
a cabo. Poco, ya que es una decisión presidencial, que de inicio tiene un
objetivo limitado, tanto por el hecho de que los cambios mayores dependen de un
apoyo congresional, que aún se desconoce, como por la cautela impuesta debido a
la incertidumbre ante la posible reacción cubana: ¿dará Castro los pasos
necesarios para al menos justificar el cambio de táctica estadounidense?
Esclarecer de que, en el fondo, se trata
de un cambio de táctica y no de posición es fundamental en este caso. Dejar
claro que es un nuevo desarrollo surgido en la Casa Blanca y no desde
Washington es igualmente importante.
Solo así puede entenderse lo que arriesga
Obama y lo que no está en juego.
Pretender que lo que se busca es un
cambio político en Cuba a corto plazo resulta tan desacertado como afirmar que
en realidad todo se reduce a darle “oxígeno” al régimen.
En principio es válido afirmar entonces
que lo que hace Obama es continuar esa estrategia puesta en marcha tanto por
gobiernos demócratas como republicanos, y que se resume en lo enunciado al
principio: contribuir a que la situación en la isla no llegue al punto en que
se produzca un estallido social, caos y violencia y amenazarían con un éxodo
masivo —ignorar que precisamente lo que viene ocurriendo desde hace años es un éxodo
silencioso y en aumento es otro punto— y una situación de inestabilidad a
noventa millas de las costas de EEUU.
En este sentido, los puntos de vista de
Obama y George W. Bush —tan reverenciado aún por parte de la comunidad
exiliada— no son tan distantes como parecen a primera vista.
El lunes 31 de julio de 2006 Miami
despertó con el entonces presidente Bush desayunando en el restaurante
Versailles, donde declaró que la desaparición del gobernante cubano Fidel Castro
estaba en manos "del Buen Dios". Esa noche, por varias horas, algunos
alimentaron la ilusión de que en verdad Bush tenía línea directa con el Cielo.
Parecía que Castro estaba muerto o a punto de morir y que el cambio había
llegado. Pero tras la euforia vino la incertidumbre y luego la inercia.
El jueves de esa misma semana, pese a que
comenzó a hacerse patente que Castro estaba vivo, y que su muerte no era en las
próximas horas, el nivel de confrontación siguió aumentando. Bush se unió al
coro de irresponsables que pedían a los cubanos de la isla que iniciaran
acciones, pese a que desde un primer momento la mayoría de la disidencia había
pedido calma y cautela. Llamó a los cubanos a “actuar por un cambio
democrático”, aunque insistiendo en que se quedaran en la isla. Ese “quedarse
en la isla” resultó fundamental, por encima de cualquier otra declaración.
El viernes la secretaria de Estado,
Condoleezza Rice, hizo un llamado similar al del Presidente, pero enfatizó que
los cubanos no debían dejar el país.
“Estados Unidos respeta sus aspiraciones
como ciudadanos soberanos”, dijo la entonces jefa de la diplomacia
estadounidense, quien al tiempo que expresaba el interés de Washington por un
“cambio positivo” en Cuba, instaba a sus habitantes a no abandonar la isla, lo
que reflejaba una vez más el temor de Washington de que un periodo de
inestabilidad en esta originara un éxodo masivo de refugiados.
Ese mismo día vino la primera señal de un
cambio en el énfasis del mensaje. El portavoz de la Casa Blanca, Tony Snow,
afirmó que eran “absurdos” los temores del régimen de una invasión
norteamericana.
Al mismo tiempo, Snow calificaba de
“prematuros” los debates sobre cambios en la política estadounidense hacia Cuba
y destacaba que “no hay cambios en la política global ni en detalles de la
política” en este momento.
El viraje se hizo evidente el domingo,
cuando Rice dijo que Estados Unidos no atizará una crisis política en Cuba.
“No vamos a hacer nada para atizar una
sensación de crisis o una sensación de inestabilidad en Cuba”, dijo Rice en el
programa Meet the Press de la cadena
de televisión NBC.
La funcionaria volvió a advertir contra
un éxodo masivo hacia Estados Unidos.
El gobierno norteamericano no ha cambiado
su estrategia desde entonces. Si el gobierno de Bush no hizo nada para “atizar”
una crisis en Cuba, por qué esos mismos republicanos critican ahora a Obama por
hacer lo mismo.
En menos de una semana, el fantasma de un
éxodo masivo se convirtió en el factor determinante en la política de
Washington hacia Cuba. Lo demás han sido declaraciones retóricas de cara a
Miami. Si en un principio la administración de Bush dijo que “aceptaría un
gobierno dirigido por Raúl Castro“, en la práctica terminó aceptándolo. No
buscó establecer relaciones diplomáticas, es cierto. También es verdad que
impuso restricciones al envío de remesas, viajes e intercambios culturales y
académicos. Pero en la práctica ninguna de esas medidas repercutió en el
aumento de los derechos humanos en Cuba ni en el inicio de una vía democrática
para los cubanos. Lo demás es retórica antigua, acomodo a los intereses de cada
cual y fines partidistas.
En el diálogo —pronunciar esta palabra
fue durante años un tabú en Miami— en el diálogo a iniciarse entre ambos
países, lo que se busca de inmediato es el mejoramiento de los vínculos en
temas que aparentemente pueden conversarse sin provocar un rechazo de acuerdo a “principios” —como inmigración,
narcotráfico, correos, protección ambiental— no una discusión política.
Visto bajo esta perspectiva, resultan absurdas
las declaraciones del senador Bob Menéndez, en el sentido de considerar
una “falacia” que “el régimen cubano
vaya a cambiar” a la luz del acuerdo de acercamiento alcanzado con el Gobierno
de Barack Obama. Lo más probable es que el legislador tenga razón. Lo que debió
agregar es que ese no es ese el objetivo supuesto e inmediato del acuerdo.
En cuanto al asegurar que éste solo
logrará “perpetuarlo”, se trata de una opinión personal, tan válida como
cualquier otra.
Con relación a esta segunda parte de su
opinión, lo que Menéndez no tiene en cuenta son dos factores: uno es la edad
del gobernante cubano y otro es que el gobierno de EEUU está abriendo una vía
no tanto con Castro sino con quienes posiblemente lo sustituyan. Lo demás es
empecinamiento “castrista” e incapacidad o deseo en estos momentos, por parte
del gobierno norteamericano, de ensayar otros métodos para forzar un cambio de
régimen en la isla. Y en esto, Obama tampoco se diferencia de Bush. Que
Menéndez sea un miembro importante del Partido Demócrata queda a un lado en sus
declaraciones.
Desde los lejanos planes de la CIA para
exterminar a Fidel Castro, una y otra vez en este país se ha repetido un
esquema similar, difícil de entender fuera de Estados Unidos: la utilización de
amplios recursos y fondos millonarios con el objetivo de no lograr nada. Lo que
en muchas ocasiones se ha interpretado como torpeza o franca ineficiencia no ha
sido más que la apariencia de un proyecto destinado al fracaso. Sólo una nación
que cuenta con un presupuesto de millones y millones de dólares, entre ellos
algunos destinados al despilfarro, puede llevar a cabo tal tarea. En el caso
cubano, Washington lo ha hecho con éxito durante décadas. La consecuencia es
que ha surgido un "anticastrismo" que es más un empeño económico que
un ideal político, alimentado en gran medida por los fondos de los
contribuyentes.
Cuando a finales del siglo pasado la
transformación de este modelo se acercaba al punto clave, en el cual la
estrechez del objetivo político del grupo del exilio que lo sustentaba hacía
dudar de sus posibilidades futuras, la llegada al poder de George W. Bush
dilató su supervivencia, al tiempo que impuso un gobierno con una carga
ideológica —afín precisamente a los principales beneficiarios del “modelo
anticastrista”— como no se conocía en esta nación desde décadas atrás. La
política de extremos pasó a ser la estrategia nacional y no una maldición
miamense. Pero al mismo tiempo, y en lo que respecta a Cuba, esa política de
extremos no fue más allá de la retórica y de medidas inútiles.
En Miami muchos exiliados cubanos no han
podido sacarse los clavos del castrismo, pero quieren que los demás carguen la
cruz por ellos. Se han ido de la isla para continuar con una comparación inútil
y absurda. Responder al mal con el desatino y a la represión con la intransigencia.
Empeñarse en el estancamiento con la excusa de lo perdido.
El presidente Obama está intentando
romper un modelo repetido hasta el cansancio, tanto por republicanos como por
demócratas, respecto al tema cubano. Este aire renovador es necesario. En lo
que respecta al caso cubano, se debe terminar con el engaño de que se “está
haciendo algo” para derrocar al gobierno de La Habana cuando en realidad no
así. Puede, es muy posible, que este mejoramiento en los vínculos entre ambos
países no produzca a corto plazo avances en cuanto a derechos humanos y
libertades fundamentales. Nada hace esperar que así sea.
No hay razones tampoco para disminuir los
esfuerzos para lograr un cambio democrático en la isla y se deben incrementar
las denuncias sobre su carácter despótico. El senador Menéndez critica al
presidente Obama por aceptar el asistir a la Cumbre de las Américas a la que
también acudirá una delegación cubana, posiblemente presidida por Raúl Castro.
Menéndez dijo estar “extraordinariamente decepcionado”. Es cierto, es realmente
decepcionante. Pero un acto no hace una política, aunque indudablemente
contribuye a ella. Es tema al que se debe volver, cuando se conozcan más
detalles sobre los participantes en la delegación estadounidense y a quienes
buscará promover la Casa Blanca en dicho evento.
Por lo pronto, nunca hay que olvidar que
EEUU responde siempre a su interese como nación, como cualquier Estado. Uno
puede estar a favor o en contra. Si en su momento Bush todo lo dejó en manos
“del Buen Dios”, por qué pretender ahora continuar con el estancamiento, bajo
el pretexto a priori de lo “equivocado
de la política”. Intentar hablar con los demonios es muy peligroso, pero al
parecer la línea con el Cielo sigue dando ocupada, pese a los adelantos de la
telefonía.