Durante décadas el régimen de La Habana
ha utilizado la represión como otra forma más de distraer la atención sobre los
graves problemas económicos que afectan al país. Uno de los retos fundamentales
para La Habana, tanto en las conversaciones con Washington como con la Unión
Europea, es limitar ese uso. No se sabe aún sin la Plaza de la Revolución
cuenta con la capacidad necesaria para aceptar el cambio. Mucho está en juego,
tanto para quienes en Cuba se aferran a los ajados mecanismos —pero aún eficientes—
de conservar el poder, como para quienes desde el exilio en Miami —y en su
extensión en Washington— defienden el enfoque tradicional anticastrista.
No
es simplemente una definición elemental del poder, sino algo más profundo: la
capacidad de sobrevivir más allá de los esquema elementales. Apostar por Raúl
Castro en este sentido resulta riesgoso: depositar las esperanzas en una
oposición limitada u divida es confundir una esperanza en buena parte fabricada
desde el exterior con la realidad del país.
Lo concreto, lo verdadero, es la
disyuntiva entre el caos, y un posible estallido social, por una parte, y una
transformación lenta y edificada sobre avances y retrocesos, por la otra. En
ambos casos no es una vía ideal y mucho menos meritoria desde el punto de vista
ético, pero también es un camino forzado por las circunstancias. Quienes se
oponen a transitarlo cuentan con un argumento válido: no es una solución al
problema y quizá en última instancia se limite a prolongar una agonía. Los que
lo apoyan también cuenta con razones valederas: en la actualidad no hay otra
alternativa.
Dejar fuera de este enfoque dos reclamos
fundamentales no implica ironía vulgar sino el intento de un análisis lo más
objetivo posible. Uno es que la función elemental del mecanismo represivo, por
parte del régimen, es impedir la pérdida de la menor parcela de poder. El ideal
democrático no deja de ser un reclamo justo y moral, pero al mismo tiempo sin
posibilidades reales de alcanzarse. La presión económica sobre el régimen no ha
dado resultado. Es cierto que los motivos son diversos, pero en muchos casos
las justificaciones son disparatadas. Afirmar que el gobierno cubano necesite
del comercio con Estados Unidos para financiar su aparato represivo es tanto
una visión de ciegos como un dialogar de sordos. Confundir la nulidad
comprobada de un embargo con la puesta en vigor de un esquema de sanciones y
recompensas es despreciar una alternativa no comprobada y llena de riesgo en
favor del amparo emocional que brinda el quedarse tranquilo y no hacer nada
nuevo. Apoyar dicho razonamiento en el historial de un sistema —como único
indicador a tomar en cuenta— es desconocer la capacidad táctica del contrario.
El otro reclamo valedero, que se coloca a
un lado, tiene también que ver con el carácter emocional que implica un largo
proceso. Es aceptar no una claudicación, pero sí un ceder ante un enemigo que
convirtió el argumento de no sometimiento en un pretexto para la intransigencia
y método reaccionario. Cuenta como paliativo la necesidad a que obliga el paso
del tiempo: la mayor desventaja de quienes se oponen a los acuerdos entre
Washington y La Habana —hablar de pacto es un insulto— es que marchan contra la
corriente. Las generaciones jóvenes, tanto en Cuba, el exilio como en Estados
Unidos, no responden a los esquemas tradicionales, entre otras razones por una
fundamental: su presente marca otra época. Podrán estar equivocados, pero es su
tiempo y momento.
Más sensato que una oposición a ultranza
es adoptar la actitud de buscar provecho ante el nuevo escenario y elaborar
métodos que faciliten y presionen en favor de que los cambios económicos
reviertan en espacios democráticos. No es una vía fácil y carece de una
satisfacción inmediata, pero desechar esa alternativa es contribuir al estancamiento
actual y el caos en un futuro inmediato. Hay que reconocer que una parte de la
oposición cubana se muestra dispuesta a transitar esa vía, sin detenerse a
busca aplausos desde Miami, la condescendencia oportuna y la docilidad
premiada. No temen con ello a los intentos de marginalidad, para los cuales hay
expertos bien provistos a ambos lados del estrecho de la Florida.
Si algo tiene que ganar la oposición —el
concepto desborda al socorrido expediente de la prensa de llamarla referirse a
ella como ‘‘disidencia’’— con el nuevo
enfoque promulgado por el presidente Barack Obama, es conquistar una capacidad
de acción que supere una legitimidad otorgada solo a partir de su existencia.
Si sobrevivir ha sido su mayor conquista, ahora necesita todo el apoyo internacional
para dar un paso más allá. Evitar que reuniones, visitas y encuentros no se
limiten a un juego de apariencias —en última instancia hipócrita— es labor de
sus miembros, del exilio y de los diferentes gobiernos involucrados en la
actual situación. También —y por qué no reconocerlo— tanto del gobierno de La
Habana como de los factores externos e internos que desdeñan catalogarse como
oposición en favor de una alternativa paulatina y no exenta de comodidad, pero
que en la práctica se limitan al acatamiento y la validación de los pequeños
cambios, pero desdeñan esa falta de reverencia indispensable para el avance.
Ampliar la labor
En julio de 2005, Martha Beatriz Roque
lanzó un llamado para que la disidencia iniciara una campaña más activa de
participación ciudadana, no solo con reuniones en los hogares y llamadas a las
estaciones de radio de Miami, sino de manera pública. Fue un reto importante y
valiente. Pero casi diez años más tarde no se ha materializado. No se trata del
expediente simple de negarle méritos a la oposición. Las Damas de Blanco
mantienen una presencia constante en sus denuncias. La Organización Patriótica
de Cuba (UNPACU) —quizá en la actualidad uno de los grupos con mayor impacto en
el país— ha llevado a cabo un gran número de actividades. La imputación y el
rechazo al régimen se han multiplicado. Pero no hay que ocultar que ninguna
organización, dentro del amplio espectro de la oposición pacífica, puede
mostrar un expediente donde se apunte un acto de participación amplia de la población.
Se debe enfatizar que la naturaleza represiva del sistema es la causa principal
para que ello no ocurra, así como la imposibilidad de crear una verdadera
sociedad civil en ese entorno, pero ello no impide el señalar la ausencia de un
movimiento de protestas organizadas que trascienda a la valentía de unos pocos.
Hoy esas organizaciones subsisten afrontando dificultades y en medio de un
hostigamiento constante. La búsqueda de alternativas, no que las sustituyan
sino que las amplíen, es más imperiosa que nunca. La declaración de Roque de
entonces: “El camino es la calle y vamos a utilizar la calle en toda la
nación”, no ha logrado sobrepasar la audacia verbal del momento.
Tras los primeros años de la llegada de
Fidel Castro al poder, en contadas ocasiones las tensiones políticas en Cuba
llegaron a la confrontación callejera. La calle marca la frontera de lo
permisible por el régimen. Para Fidel Castro primero y luego para Raúl, uno de
los principios claves de su táctica política nacional es no dejar que se pierda
la calle. Para neutralizar o acabar con sus enemigos, ambos hermanos nunca han
dudado en ejercer la represión, pero también ha desarrollado hábilmente la
práctica de dejar abierta una puerta de escape a los opositores —siempre que
existiera esa posibilidad— y de anticiparse a las situaciones límites: evitar
manifestaciones de fuerza masivas y públicas. No recurrir, si las
circunstancias lo permiten, a desplegar el poder policial descarnado. De esta
forma, han logrado combinar un rigor extremo con un historial que tras los
primeros años mencionados se ha visto casi libre de escenas sangrientas a la
luz pública.
Este uso de la represión como profilaxis
se ha intensificado con la llegada de Raúl. La conclusión es que ahora en Cuba
se mantiene una tendencia a la disminución de los presos políticos, al tiempo
que se reprime cualquier manifestación de disidencia desde el inicio.
Detenciones por varias horas o pocos días, hostigamientos y actos de repudio al
menor intento de protesta. Para dificultarle aún más la labor a los opositores
pacíficos, La Habana ha puesto en marcha un estricto código de prensa, que
obliga a los corresponsales extranjeros a ser sumamente cuidadosos a la hora de
reportar, o de lo contrario se arriesgan a ser expulsados.
El factor represivo explica en buena
medida las limitaciones que siempre han enfrentado los opositores pacíficos
para realizar su labor. Pero no es el único. Para la mayoría de los cubanos, la
disidencia es una alternativa política pero no económica. Esta última no radica
en la denuncia opositora sino en el mercado negro. Aunar estos aspectos ha
resultado imposible para la oposición.
El ampliar los reclamos y ofrecer otras
alternativas, en que el apoyo social y hasta económico —no en la forma
elemental del dinero sino en la esfera de ciertos servicios— forme parte de una
agenda opositora, es un camino apenas transitado, por las razones menciones.
UNPACU ha logrado cierto avance en este sentido, así como las Damas de Blanco.
Por su parte, el opositor Guillermo Fariñas ha declarado esta necesidad, pero
hasta el momento sin resultados a la vista.
En el terreno social y económico, donde
se define en gran parte la batalla por la calle, la disidencia ha tenido un
efecto casi nulo. En los momentos de mayor crisis económica del país, durante
el llamado período especial, la Iglesia Católica dio importantes pasos de
avance para cumplir una función de alivio. Pero una vez que el Estado logró una
mínima recuperación económica, intensificó el esfuerzo para recuperar el
terreno perdido.
Además de enfrentar una fuerte represión,
toda organización disidente que intente hacer llegar su mensaje a la población
tiene que otorgarle preferencia a los temas vinculados a la subsistencia
diaria. Aunque los grupos más importantes de la disidencia interna contemplan
una amplia plataforma, las cuestiones políticas han predominado en su discurso.
Por lo general, se perciben como opositores más preocupados por la libertad de
expresión que por un programa de justicia social.
Más allá de sus diferencias ideológicas
—y de la imposibilidad que enfrentan todos los grupos disidentes para hacer
conocer sus puntos de vista entre la población de la Isla—, éstos se perciben
dedicados a la defensa de los derechos humanos (en un sentido universal) y no
de los derechos e inquietudes de los ciudadanos (trabajo, vivienda, salud
pública).
Nuevas alternativas
Por años el gobierno cubano ha logrado
delimitar la lucha por los derechos ciudadanos y la democracia al marco de una
confrontación tradicional. Una y otra vez La Habana brindó el necesario aliento
al sector más conservador de Miami, para que pudiera seguir justificando una
supuesta labor anticastrista. Se desconoce aún si impondrá la persistencia en
este rumbo. Pero el nuevo enfoque en los vínculos entre Washington y La Habana,
ofrecido por el presidente Obama y al cual el gobierno de Raúl Castro no ha
brindado aún una respuesta inmediata, abre la posibilidad otras alternativas.
Si el gobierno cubano permite la
ampliación del trabajo por cuenta propia, la creación de pequeñas empresas
privadas y el fortalecimiento de los emprendedores no estará dando pasos
concretos en favor de la democracia en Cuba. Lo que se logrará por esta vía es
el desarrollo de un ciudadano más consciente de sus capacidades y limitaciones,
con independencia del Estado. Y esto no es poco.
Si de alguna manera se logra que el
gobierno de La Habana se vea obligado a cierta contención represiva, y las
páginas con la información sobre Cuba de la prensa mundial no se vean limitadas
a noticias de actos repudiables, sino contemplen también el análisis de la situación económica del país,
como la falta de un crecimiento real, el grave problema monetario, la ausencia
aún de las necesarias inversiones extranjeras y la incapacidad para mejorar la
producción agrícola —como en parte ha venido ocurriendo en las últimas semanas—
sería un paso de avance.
Entonces junto a “la batalla por la
calle”, siempre necesaria y pendiente, y la denuncia a los actos represivos
entrarían a jugar otros factores sociales y económicos, no como “tabla de
salvación al régimen“ ni como “oxígeno que necesita”, sino como vía de
transformación. Que las aparentes “concesiones” del régimen no se limiten a la
puesta en libertad de un grupo de prisioneros políticos debe ser parte de los
reclamos de los gobiernos estadounidense y europeos. Si de momento no es
posible “ganar la calle”, al menos que se logre obtener mayores fuentes de
ingreso para los cubanos, sin la necesidad de un Estado paternalista y
despótico. No es el camino pronto a la democracia, pero sí es una forma de
lograr la independencia laboral del ciudadano.