Si el argumento de plaza sitiada fue
utilizado por décadas por el régimen, en ningún momento implicó compromiso
ideológico alguno y mucho menos único recurso. El que por tranquilidad y
conveniencia se siguiera repitiendo por los voceros de allá y aquí tampoco
significó nunca que quienes realmente gobiernan en la isla —a estas alturas un hermano, algunos miembros de
una familia, unos pocos del círculo íntimo— lo necesitaran con urgencia
imprescindible.
Afirmar que Cuba era “una plaza sitiada”
o que “la nación estaba en guerra” constituía parte de ese rosario de lemas ya
gastados, pero a los cuales sacaba utilidad el régimen, sobre todo en medios
internacionales. Por décadas resultó difícil comprender que un país estaba en
guerra con otro y al mismo tiempo le compraba alimentos a su enemigo, agasajaba
a los legisladores del bando contrario y celebraba subastas de tabacos donde
los compradores no venían de una trinchera sino viajaban cómodamente a La
Habana.
Cuba estaba en “guerra”, decían los
repetidores de los argumentos surgidos en la Plaza de la Revolución, y no le
quedaba más remedio que encarcelar a los “agentes” del otro bando. Pero la justificación
ideológica había pasado a un plano secundario ante la represión más vulgar.
El gobierno de Raúl Castro ha logrado
algo que parecía imposible durante la época de Fidel: echar a un lado o reducir
al mínimo los fundamentos ideológicos y aplicar un pragmatismo que no significa
adaptarse a la realidad, como han supuesto algunos, sino todo lo contrario:
ajustar esa realidad al propósito único de conservar el poder.
Si una parte de quienes viven bajo las
ruinas del socialismo cubano son sujetos moldeados por una época en que se
produjo una amplia distribución de algunos derechos sociales —como tener un
trabajo asegurado y el acceso gratuito a los servicios de salud y educación, que
con los años han experimentado cada vez un mayor deterioro—, son también
ciudadanos con un precario entrenamiento para ejercer derechos civiles y
políticos, o en general poco preparados para asumir riesgos a la hora de
obtenerlos.
Por otra parte, ha ido en aumento otra
generación que no se preocupa tanto por esas conquistas sociales como por un
bienestar inmediato, al que se ven limitados con condiciones internas y
externas. Son estos, que nunca han aspirado a “ser como el Che” aunque lo
repitieran de niños, a quienes están destinados los cambios en la relación
entre Cuba y Estados Unidos: los hijos del Período Especial. Lidiar con esta
generación es el gran reto en que están empecinados los gobiernos de ambos
países.
Raúl Castro ha hecho todo lo posible por
mantener la condición de acatamiento de los viejos y el desinterés político de
los jóvenes, timoneando de acuerdo al momento pero sin soltar el control del
rumbo.
El argumento de “plaza sitiada” y el
enemigo externo —aunque no eliminado por completo— comenzó a ceder espacio
frente a la urgencia del momento. Abandonar el país no fue más el último acto
de rebeldía o la única muestra “permitida” de rechazo al sistema, sino una
salida económica.
Tras una parada militar, el 2 de
diciembre del 2006, Raúl Castro habló de negociar con Washington. En medio de
tanques y cohetes, no lanzó una arenga contra su viejo enemigo. Propuso
sentarse a negociar “sobre la base de los principios de igualdad, reciprocidad,
no injerencia y respeto mutuo”.
Que años más tarde se inicie al fin tal
diálogo no refleja sólo la voluntad o el interés del presidente estadounidense
Barack Obama, sino también muestra una necesidad por parte del gobierno de la isla.
En este sentido, intereses y razones han sido discutidos y analizados en
detalle, pero hay un elemento primordial que no debe pasarse por alto: una
intención real de negociar.
Curioso que uno de los puntos más significativos
del discurso de Castro —durante la clausura del último período ordinario de la
Asamblea Nacional del Poder Popular del pasado año— fue el ofrecer garantías de
que su gobierno no boicoteará las negociaciones, como temen algunos analistas y
añadió que se “tomarán medidas” para prevenir hechos que puedan obstaculizar el
diálogo.
La declaración abre nuevas perspectivas.
No se trata de creer al pie de la letra lo que dice el gobernante. Es algo más
simple: no se inicia un diálogo buscado en los últimos años para romperlo de la
noche a la mañana. Se sabe que Castro no está dispuesto a ceder en aspectos
esenciales —democracia, derechos humanos—, pero hay otras cuestiones en que
mostrará mayor flexibilidad. Tras los anuncios, este año ha dado inicio a lo
que parece será un largo proceso de toma y daca.
Que algunas de estas cuestiones no
resulten fundamentales para la oposición no deja fuera la posibilidad de que esta
pueda lograr cierto provecho de ellas. Hasta dónde llevará Washington los
reclamos democráticos es la gran interrogante, donde lo mejor es no colocar
muchas esperanzas, pero también resulta contraproducente un rechazo de plano.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 19 de enero de 2015.