domingo, 4 de enero de 2015

Y si muere mañana


Una y otra vez ha circulado el rumor. Una y otra vez nos hemos burlado de “la bola”. Una y otra vez alentamos una ligera esperanza de certeza.
Por encima del circo redentor para los que en Miami y La Habana intentan eternizarse en la retórica de la guerra fría, lo que queda claro es que se ha pasado de la preparación para la muerte de Fidel Castro a unas expectativas más tenues, como si ese proceso de dilución de su figura —que viene ocurriendo desde que enfermara— terminara cada día más en un humo que no se extingue, pero tampoco trasciende.
Pero en última instancia siempre queda la posibilidad de un elemento de sorpresa. Un poco aunque sea, que ha quedado fuera de cualquier preparación.
Resulta curioso no estar listo para algo inevitable. Creo que es un sentimiento compartido, salvo por quienes tienen la tarea de no dejarse sorprender. No se trata de los planes de contingencia en Miami, Washington y La Habana. Menos aún de los periódicos, que a cada rato desempolvan el obituario y le agregan nuevos datos. Nada que ver con los políticos: más de uno lleva años trazando una estrategia para ese día.
Un amigo me repite que, cuando ocurra, quiere estar en un país desconocido, donde se hable una lengua que él ignora, se escriba en un alfabeto que le resulte indescifrable y las imágenes estén prohibidas.
Es un anhelo imposible. No puedo afirmar que será una de las noticias más importantes de un siglo que comienza, pero en muchos resultará definitoria.
Para acumular respuestas falta un elemento clave. Hay un ciclo que sigue sin cerrarse. Tendría que comenzar por una interrogación: el significado final de las acciones de un hombre que —de una forma u otra— influyó casi siempre en millones de vidas. Una influencia que fue disminuyendo con los años, hasta un estar pero no estar que dejaba abierta todas las interrogantes y no ofrecía respuesta alguna.
Con el tiempo he llegado a la conclusión de que prefiero la sorpresa. He renunciado a tomar medidas para cuando Castro muera. Solo puedo aventurar que representará muchas horas de trabajo adicionales, si estoy vivo y si estoy trabajando. Traerá varias frustraciones y un par de desengaños y me hará todavía más cínico. Me resisto, sin embargo, a matar la esperanza.
Respecto al futuro de Cuba no cabe tanta indecisión. Un país no debe mantenerse indefinidamente anclado a parcelas excluyentes. La ruptura y la continuidad tienen un precio muy alto. Una nación no puede fundarse cada unos cuantos años. Tampoco permanecer estancada.
De las opciones posibles, hay dos —volver al comienzo y seguir en lo mismo— que han perdido fuerza con los años. Cualquier transición va a resultar muy costosa, si es verdadera. Encierra un heroísmo incluso mayor que el necesario en el combate. No ha sido fácil acostumbrarse a la idea de que Castro no será juzgado, condenado o al menos enfrentado a sus errores y desmanes. Sin embargo, se ha convertido en una realidad que nadie discute.
Para las naciones, la justicia y el desarrollo marchan casi siempre por caminos opuestos. La estabilidad y mejora del nivel de vida de los ciudadanos se alcanza, en muchas ocasiones, a través de las vías más mediocres y menos gloriosas.
Es mejor sustituir el rencor por la memoria y no por el olvido. En el caso de Cuba las dudas siguen apenas planteadas. Enfrentarlas es más provechoso que perseguir rumores o alentar bravatas. 
Portada de la revista The New Yorker del 3 de marzo de 2008.

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