Una y otra vez ha circulado el rumor. Una
y otra vez nos hemos burlado de “la bola”. Una y otra vez alentamos una ligera
esperanza de certeza.
Por encima del circo redentor para los
que en Miami y La Habana intentan eternizarse en la retórica de la guerra fría,
lo que queda claro es que se ha pasado de la preparación para la muerte de
Fidel Castro a unas expectativas más tenues, como si ese proceso de dilución de
su figura —que viene ocurriendo desde que enfermara— terminara cada día más en
un humo que no se extingue, pero tampoco trasciende.
Pero en última instancia siempre queda la
posibilidad de un elemento de sorpresa. Un poco aunque sea, que ha quedado
fuera de cualquier preparación.
Resulta curioso no estar listo para algo
inevitable. Creo que es un sentimiento compartido, salvo por quienes tienen la
tarea de no dejarse sorprender. No se trata de los planes de contingencia en
Miami, Washington y La Habana. Menos aún de los periódicos, que a cada rato
desempolvan el obituario y le agregan nuevos datos. Nada que ver con los
políticos: más de uno lleva años trazando una estrategia para ese día.
Un amigo me repite que, cuando ocurra,
quiere estar en un país desconocido, donde se hable una lengua que él ignora, se
escriba en un alfabeto que le resulte indescifrable y las imágenes estén
prohibidas.
Es un anhelo imposible. No puedo afirmar
que será una de las noticias más importantes de un siglo que comienza, pero en
muchos resultará definitoria.
Para acumular respuestas falta un
elemento clave. Hay un ciclo que sigue sin cerrarse. Tendría que comenzar por
una interrogación: el significado final de las acciones de un hombre que —de
una forma u otra— influyó casi siempre en millones de vidas. Una influencia que
fue disminuyendo con los años, hasta un estar pero no estar que dejaba abierta
todas las interrogantes y no ofrecía respuesta alguna.
Con el tiempo he llegado a la conclusión
de que prefiero la sorpresa. He renunciado a tomar medidas para cuando Castro
muera. Solo puedo aventurar que representará muchas horas de trabajo
adicionales, si estoy vivo y si estoy trabajando. Traerá varias frustraciones y
un par de desengaños y me hará todavía más cínico. Me resisto, sin embargo, a
matar la esperanza.
Respecto al futuro de Cuba no cabe tanta
indecisión. Un país no debe mantenerse indefinidamente anclado a parcelas
excluyentes. La ruptura y la continuidad tienen un precio muy alto. Una nación
no puede fundarse cada unos cuantos años. Tampoco permanecer estancada.
De las opciones posibles, hay dos —volver
al comienzo y seguir en lo mismo— que han perdido fuerza con los años.
Cualquier transición va a resultar muy costosa, si es verdadera. Encierra un
heroísmo incluso mayor que el necesario en el combate. No ha sido fácil
acostumbrarse a la idea de que Castro no será juzgado, condenado o al menos
enfrentado a sus errores y desmanes. Sin embargo, se ha convertido en una
realidad que nadie discute.
Para las naciones, la justicia y el
desarrollo marchan casi siempre por caminos opuestos. La estabilidad y mejora
del nivel de vida de los ciudadanos se alcanza, en muchas ocasiones, a través
de las vías más mediocres y menos gloriosas.
Es mejor sustituir el rencor por la
memoria y no por el olvido. En el caso de Cuba las dudas siguen apenas
planteadas. Enfrentarlas es más provechoso que perseguir rumores o alentar
bravatas.
Portada de la revista The New Yorker del 3 de marzo de 2008.