Al igual que el embargo. Como ocurrió con
las incursiones armadas y los actos de sabotaje. La política de Washington
hacia la disidencia es un fracaso.
El fiasco se hace manifiesto en momentos
en que la oposición cubana atraviesa por una etapa de retraimiento, en buena
medida debido al constante hostigamiento por parte del régimen.
Nacida con total independencia de
Washington durante la época en que surgió la primera disidencia, el concepto se
ha ampliado y repetido por la prensa en una extensión que resulta fácil de usar
aunque imprecisa y de cuya práctica no es inocente el autor de este articulo.
En la actualidad, la oposición cubana
conforma un cuerpo heterogéneo y hasta cierto punto amorfo. Pero en cuanto a
imagen en el exterior, siempre enfrenta igual problema: mientras algunas de las
organizaciones no reciben fondos de Washington, el argumento del dinero sirve
para demonizarlas a todas.
Al mismo tiempo, el tratar de silenciar
las críticas respondiendo que sirven a los fines de La Habana es repetir la
vieja táctica de aprovecharse de la conveniencia política para obtener
objetivos personales.
El tema de la ayuda a la disidencia gira
más sobre el mal uso de los fondos que alrededor de las necesidades que cubren.
No se trata de convertir en un pecado a priori el aceptar dinero del exilio,
pero cuando éste proviene de un gobierno, no solo existe siempre la sospecha de
que “quien paga manda” sino el peligro de injerencia extranjera.
La amenaza de una excesiva dependencia
política al dinero estadounidense no parece preocupar a la oposición en la
isla, ni ha desencadenado una respuesta efectiva en el exilio. No hay el
intento de suplantar con fondos cubanos la mayor parte del dinero destinado a
los afanes democráticos en Cuba, lo que no niega que organizaciones privadas
realicen envíos.
Han sido la impericia y la sospecha de
mal uso los que han llevado a cuestionarse y tratar de reducir los fondos en
determinados momentos. Sin embargo, la norma de sustentar estos esfuerzos con
fondos proporcionados por los contribuyentes de Estados Unidos permanece en
pie. Mientras ésta es la cara más visible del problema, la crisis es mucho más
profunda.
Por encima de los comentarios y las
anécdotas sobre compras incongruentes y gastos exagerados, planes estrafalarios que
solo han significado un despilfarro de dinero, vale la pena reflexionar acerca
del papel que desempeña una disidencia que depende de los fondos del gobierno
de EEUU para existir.
Por décadas Washington estuvo empeñado en
repetir en Cuba lo hecho en Haití, Afganistán, Irak y los países participantes
en la fracasada ”Primavera Árabe”: utilizar a exiliados y opositores para sus
planes, aunque con la distinción de que no hay un objetivo de invasión militar
a la isla por parte de la Casa Blanca.
El traspaso de poder, de Fidel
Castro a su hermano Raúl, no alteró los
puntos cardinales de esta estrategia, hasta el anuncio del presidente Barack
Obama el 17 de diciembre pasado.
Los aspectos fundamentales fueron el abandono
de una confrontación bélica, un aumento de la presión económica, el fin de los
intercambios culturales y educativos, la inmigración controlada y el énfasis en
la colaboración con los grupos opositores afines al exilio conservador de
Miami. Esta estrategia limitó aun más la de por sí reducida capacidad de acción
de una disidencia más preocupada por las libertades políticas que por destacar
la urgencia de un programa de justicia social.
Ya con anterioridad Obama había cambiado
algunos puntos de esta táctica, en lo referido al aumento de remesas y
ampliación de viajes, así como en lo que respecta a los intercambios
culturales. Aunque el anuncio de diciembre aumenta las posibilidades en este
sentido y abre las puertas a un mayor apoyo a la pequeña empresa privada y el
trabajo privado autorizado en la Isla, hace aún poco en favor de un enfoque más
amplio, más allá de lo económico, en lo que respecta a la sociedad cubana.
Una cosa es aspirar a que se adopten los
beneficios de un sistema democrático similar al estadounidense —cuyas virtudes
y defectos lo sitúan por encima del actual régimen cubano— y otra muy diferente
es empeñar la gestión opositora con la sospecha de una dependencia excesiva a
la política de un gobierno extranjero.
Hasta ahora, el intento iniciado por el
gobierno del presidente Barack Obama, de cambiar las reglas en lo que respecta
las relaciones gubernamentales entre Washington y La Habana, no parece
preocupado en definir una nueva relación con los factores que podrían
contribuir al avance de una nueva situación en la isla, salvo en lo económico:
la administración estadounidense parece empeñada en la apuesta en favor de la
incipiente y limitada empresa privada y los cuentapropistas, mientras que al
mismo tiempo no pierde oportunidad de tratar de infundir confianza —al menos en
declaraciones y gestos por lo general simbólicos— en que mantiene en pie su
apoyo a lo que considera el movimiento opositor.
Sin embargo, esta actitud parece
condenada a un doble fracaso,
En primer lugar porque parte de ese
sector opositor se ha definido por su rechazo al nuevo enfoque de la Casa
Blanca, ha preferido mostrarse fiel a Miami, a los congresistas cubanoamericanos
y a determinadas agencias que directamente e indirectamente forman parte del
gobierno estadounidense, pero que conservan una independencia relativa, como es
lógico dentro de la democracia —los
cuales en resumidas cuentas son los que influyen o determinan a la hora de
otorgar fondos— y por lo tanto no parece dispuesto a contribuir a esta vía de
desarrollo, sino todo lo contrario: a entorpecerla.
En segundo, y más importante, porque la
nueva aproximación de la Casa Blanca al caso cubano depende para su éxito —en
última instancia— de lograr captar la confianza no solo en ciertos sectores del
propio gobierno dentro de la isla sino en un marco que trascienda el considerar
la oposición al régimen simplemente como el enfrentamiento a la falta de
libertades democráticas —una actitud moral válida pero limitada— y a buscar un
enfoque inclusivo que establezca un futuro negociado, donde la entrada de
nuevos factores no sea a cambio de la salida obligatoria de quienes actualmente
participan en la gestión de gobierno.
Claro que desde la perspectiva exiliada
no se trata de una salida encomiable ni mucho menos, pero responde más a
expectativas reales que el aferrarse a una solución no viable en estos
momentos.
El apostar a un cambio radical en Cuba.
Es decir, al establecimiento de un gobierno democrático a corto plazo, puede
implicar una satisfacción justiciera —patriótica, si alguien se aferra los
caducos esquemas decimonónicos— pero con pocas posibilidades de triunfo.
Declararse a favor de este proyecto libertario inmediato requiere de un apoyo
de fuerza que en estos momento no existe.
De lo contrario, se peca en la contradicción
de abogar por tratar de contribuir al establecimiento de una sociedad civil
independiente y al mismo tiempo proclamar la existencia en Cuba de un sistema
totalitario. El totalitarismo es ajeno y opuesto a una sociedad civil. Para
comenzar a establecer una sociedad civil hay primero que eliminar el Estado
totalitario. ¿Y dónde están las divisiones? Es decir, las divisiones armadas,
no las que existen dentro del movimiento opositor.
Considerar que en Cuba se ha iniciado
lentamente —y con todas las limitaciones que valga la pena señalar— la
transición de un régimen totalitario a uno autocrático no significa ni un
reconocimiento a quienes gobiernan ni una negativa a la naturaleza represiva
imperante.
La dictadura de Fulgencio Batista se
caracterizó por los asesinatos y la tortura, pero no estableció un sistema
totalitario, Fidel Castro sí lo hizo. Reconocer que en estos momento la isla
está evolucionando en este sentido —y no por voluntad de la élite gobernante
sino por necesidades nacionales e internacionales— es indispensable para
comprender la situación actual.
El gobierno cubano acaba de anunciar una
serie de medidas que parecen destinadas a desempeñar el papel de la “zanahoria”
que necesita Obama para proseguir un camino apenas iniciado: la puesta en vigor
de una nueva Ley Electoral, que deberá regir las elecciones generales de 2018,
y la realización del VII Congreso del Partido Comunista (PCC) del próximo año;
la puesta en marcha de una nueva división político-administrativa y la
generalización del modelo de funcionamiento de los órganos locales del Poder
Popular, que se experimenta actualmente en las provincias de Artemisa y
Mayabeque.
Como suele ocurrir en Cuba, lo dicho no
ofrece mucha información y queda abierto a propósito para las especulaciones,
No se trata de depositar demasiadas esperanzas en el anuncio, pero hay algo
cierto: lo que se inicia a partir de ahora es
la transición del poder de la generación histórica a los nuevos
políticos cubanos. Raúl Castro ya ha anunciado que no buscara reelegirse para
un tercer mandato al frente del Consejo de Estado.
Por supuesto que ahora vendrán las
declaraciones de los disidentes afines a Miami. de que nada importante
ocurrirá y que solo se trata de cambios
“cosméticos”. Pero más allá de que palabras de este tipo garanticen fondos y
nuevos viajes, poco valor hay en despreciar lo que ocurre en el país.
Si bien el gobierno de La Habana no ha
logrado establecer un programa de desarrollo económico que satisfaga las
necesidades de la población, sí ha sido capaz de mantener al pueblo bajo el
régimen de una economía de subsistencia. Ni el desarrollo ni la miseria extrema
generalizada en tiempo y espacio.
Mientras la disidencia pudo en un momento
enfatizar sus demandas sobre las diferencias en los niveles de vida,
incrementados en los últimos años, en su lugar ha encaminado su discurso hacia
la lucha por una alternativa política y reclamos en favor de la libertad de
expresión.
Este esfuerzo se vio afectado por la
represión en Cuba, pero tuvo una amplia repercusión internacional.
La situación, sin embargo, ha derivado
hacia un panorama en que elementos dispersos y contradictorios contribuyen al
statu quo: la obligatoria mención a la oposición de los gobiernos extranjeros,
desde los europeos al norteamericano, mientras en la isla impera el aislamiento
del movimiento.
De ahí que resulte desatinada y falta de
pudor cualquier comparación entre el papel del movimiento disidente cubano y la
función que desempeñaron en su momento organizaciones como Solidaridad en
Polonia.
La discrepancia entre la proyección
internacional de la oposición en Cuba y su bajo relieve en la isla ha sido un
factor que ha contribuido a perjudicarla por vías diversas, como la promoción
de figuras menores a partir de sus afinidades con el exilio de ultraderecha.
Pero donde los opositores han resultado más afectados es en la repetición de
errores por parte de Washington. Tanto cuando financió la lucha armada contra
Castro como cuando apoyó la vía pacífica, Estados Unidos ha impuesto no solo su
ideología sino también su política.
Es hora de que EEUU modifique esta
política, y deje de brindar recursos a organizaciones que emplean la mayor
parte de ese dinero a subvencionar grupos pocos efectivos, más empeñados en una
función de cabildeo no declarado en favor de la política por años sostenida por
el Partido Republicano, que a contribuir al avance democrático en Cuba, Esto no
implica una transferencia de dinero a instituciones afines al régimen ni a
supuestos representante de una “sociedad civil” que no existe en la isla. Es
simplemente que Washington debe ampliar sus perspectivas y dejar a los cubanos
resolver los problemas por ellos mismos: sin patria, pero sin dólares. Puede
argumentarse que así no se resolverán los problemas, pero al fin se sabrá
quienes son los verdaderos opositores.