Para los griegos el destierro era el peor
de los castigos, incluso por encima de la pena de muerte, porque existía la
posibilidad de que se arrastrara por toda una vida. No así para los cubanos,
sobre todo para quienes abandonaron la isla tras los primeros años, ya que a
partir de entonces significó el comenzar una nueva existencia, cerrar un
capítulo y ampliar horizontes. Si ahora quienes llegan prefieren transitar entre
dos fronteras, trabajar aquí y gastar allá, es una opción personal. Nada
recomendable para la Cuba del futuro ni para el exilio de hoy —tampoco bueno
para ellos mismos—, pero es su elección.
En Grecia se temía al destierro no por la
exaltación de una supuesta patria sino por una falta de identidad. Poco hay de
envidiable en ello, y cualquier glorificación de los valores de esa sociedad
arcaica, a la que por años se ha acudido en Cuba —siempre repitiendo alguna
socorrida cita martiana— tiene mucho de ejercicio caduco: los griegos carecían
del concepto de individualidad, y por lo tanto su identidad se definía a partir
de la polis. Ahora se puede carecer de patria y estar plenamente definido como
individuo: solo hace falta una nacionalidad para mayor comodidad en los asuntos
legales y facilitar los viajes.
Más allá del hecho fortuito de haber nacido
en aquel lugar —algo intensificado notablemente por el gran número de
inmigrantes, especialmente españoles, que hasta 1959 formaron la nación—,
poco hay que agradecer, envidiar o
reafirmar en una definición de cubanía a partir de la revolución. En primer
lugar porque el castigo se trasladó del exterior al interior del país.
En la antigua Grecia el ostracismo era la
fórmula mediante la cual se podía desterrar, durante cierto tiempo, a un
ciudadano que se consideraba no grato o peligroso. Era un grave deshonor para
el desterrado, ya que suponía fallas en la virtud republicana, tan apreciada
por todo ciudadano griego. Sin embargo, desde 1959 la virtud ciudadana cubana,
en el ejercicio cotidiano que han seguido millones, se convirtió en una farsa.
A partir de que el régimen cubano comenzó
a imponer diversas formas de ostracismo a sus ciudadanos, el exilio perdió el
carácter de castigo y se convirtió en esperanza y anhelo. Ninguna patria que
perder, porque nunca había existido.
A partir de entonces, y por diversos
caminos, tanto en La Habana como en Miami se han tratado de establecer
categorías que definen al exiliado y restituyen una patria putativa, junto con
fórmulas que pretenden encerrar el concepto. Todas ellas reclaman su cuota de
legitimidad y tratan de agotar con una frase esa realidad que las trasciende.
Así se repite que se ha “abusado” de la
Ley de Ajuste Cubano y se asocia la medida con una supuesta petición de asilo
político.
En realidad el famoso “ajuste” no se refiere
a tal petición, pero en líneas generales sí tiene que ver con una situación
cambiante. No se puede seguir invocando el melodrama del exilio cubano cuando
al mismo tiempo buena parte de sus miembros no lo asumen como pena sino como
dicha.
Exigir adoptar una actitud patriótica y
de exiliado, entre quienes en los últimos años han llegado aquí —desde limitar
los viajes a la isla y los envíos de remesas al rechazo beligerante al régimen—,
es algo más cercano a la hipocresía y el totalitarismo que a las razones que
han movido a muchos al abandono del país de nacimiento.
No se sale de Cuba para mantenerse sumiso
a esquemas similares a los imperantes en la isla, aunque de signo contrario. Se
puede optar por el silencio, la complacencia de quienes allá nacieron bajo
consignas revolucionarias —y aquí dicen o escriben otras similares pero de
signo contrario—, la indolencia bajo un supuesto apoliticismo o el socorrido
expediente de no enfrentar los problemas, pero al final siempre se choca con el
mismo muro: el objetivo es que quienes viven en Miami reduzcan su interacción
con los que están en Cuba —la cual indiscutiblemente beneficia económicamente
al régimen—, y para ello no queda otro camino que recurrir a las restricciones:
es decir a la coerción y medidas policiales.
Los dos argumentos fundamentales —en pro
y en contra de la famosa ley— son el cambio de las leyes migratorias en Cuba,
lo que apoya que la medida es arcaica, y la naturaleza totalitaria que mantiene
el régimen, algo que apunta en favor de mantener el ajuste.
La grave paradoja, para quienes buscan modificar
la ley —no importan aquí los argumento plañideros de que no se puede hacer nada
para evitarlo— es que no se puede argumentar al mismo tiempo la naturaleza
represiva del régimen y querer sustituir las restricciones, que ese mismo
régimen ha derogado, por otras propias. Los extremos se tocan, y el afán de interferir
en la vida cotidiana de los ciudadanos también. ¿Pero no es eso lo que define
el totalitarismo?
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 9 de febrero de 2015.