El inicio del proceso electoral de este
año en España parece indicar la fractura del tradicional proceso bipartidista
que por tres décadas ha imperado en el país europeo. Vale la pena preguntarse
cuál lejana está la fecha para que algo similar ocurra en Estados Unidos y el
2016 podría marcar el inicio del fin de un sistema que cada día se muestra más
limitado, aunque no se reconoce de forma abierta.
Hay que señalar primero ciertos límites
imprescindibles. Las elecciones andaluzas, celebradas el 22 de marzo no
constituyen una imagen de lo que podrá ocurrir en el resto del país a lo largo
de este año, en procesos electorales municipales, regionales y generales. No
fueron un referente nacional e incluso es posible que ni siquiera sean
definitivas en la región. En segundo lugar, el bipartidismo fue golpeado pero
no anulado y todavía el Partido Popular (PP) y el Partido Socialista Obrero
Español (PSOE) constituyen las fuerzas políticas dominantes. Como tercer factor
no hay que pasar por alto que el surgimiento, por momentos arrollador, de
partidos emergentes como Podemos y Ciudadanos aún no están exentos de terminar
a la larga siendo fenómenos coyunturales propios de una crisis profunda, de la
que España está saliendo en lo económico, aunque no así en lo administrativo,
social y político.
Tampoco, y por último, hay que olvidar
que es probable que lo que esté ocurriendo sea en realidad un proceso de
fagocitosis, en que las nuevas formaciones han absorbido miembros o restado
participantes a otras de acción reducida en el plano parlamentario, como es el
caso de Podemos con Izquierda Unida (IU) y Ciudadanos con Unión Progreso y
Democracia (UPyD).
Sin embargo, nada de lo anterior impide
lanzar una mirada a la situación española y compararla con lo que ocurre en
Estados Unidos, donde si bien la crisis económica ha quedado en buena medida
detrás, no ocurre lo mismo respecto a la incapacidad demostrada por el
Congreso, durante sus últimos períodos, para actuar con eficiencia y la
carencia de una unidad mínima, más allá de las diferencias partidistas, para
lograr acuerdos entre las ramas ejecutiva y legislativa con el fin de lograr el
avance nacional. Tanto en Madrid como en Washington; en la Moncloa como en la
Casa Blanca y en el Congreso como en el Palacio de los Diputados se han vivido
años donde el bipartidismo más feroz ha resultado perjudicial a las respectivas
sociedades. Si bien con diferencias políticas claves —a diferencia del gobierno
demócrata estadounidense el popular español ha logrado pasar más leyes que
ningún otro con anterioridad gracias al dominio mayoritario de sus diputados—
el electorado de ambos países se ha visto afectado no solo por las diferencias irreconciliables
entre los partidos sino por la falta de alternativas más allá de un esquema
tradicional, que debe su existencia no a una norma impuesta sino a una realidad
difícil de modificar. Como en España, no hay ley que impida el surgimiento de
otros partidos en EEUU —de hecho existen legalmente—, pero hasta ahora les
resulta imposible llegar al poder.
Pese a su triunfo electoral en las
pasadas elecciones legislativas, el futuro del Partido Republicano está lleno
de interrogantes y hasta este momento sus posibles aspirantes a la candidatura
presidencial no son más que rezagos del pasado: ni Jeb Bush, ni Chris Christie,
ni Ron Paul tienen algo nuevo que ofrecer. Eso por no hablar de quienes son
incapaces de aportar más que algún titular, color local y breve entusiasmo
parroquial, como los senadores Marco Rubio y Ted Cruz.
Aunque la búsqueda de un candidato apto
es un problema que cuenta aún con meses por delante para concretarse, hay un
problema más grave que amenaza al Partido Republicano, y es su posible
escisión.
Es apresurado afirmar que esta división
se materializará, pero de lo que no hay duda es que existen dos fuerzas
enfrentadas que pugnan por el control del partido.
Por una parte está un republicanismo
revolucionario en su acción y reaccionario y revanchista en su esencia —cuya
mejor definición es el Tea Party—, capaz de movilizar electores que se destacan
por su activismo. Con ellos hay que contar en los procesos electorales
primarios, pero no son suficientes para un triunfo nacional.
Por la otra se halla un conservadurismo
reformista, que puede convertirse en una poderosa fuerza política si logra
conquistar a la clase media y ganarse a los hispanos —una posibilidad real—,
pero que de momento enfrenta el reto de una recuperación económica nacional
cada vez más fuerte y un renacimiento de Estados Unidos como poder financiero
de primer orden, lo cual llevaría a la pregunta clásica: ¿Dónde estaba el país
cuando los republicanos salieron de la Casa Blanca?
Hasta ahora los republicanos parecen
inclinados a repetir el esquema del fracaso: unas elecciones primarias marcadas
por declaraciones extremas, que se agotan en un discurso que luego no responde
a las aspiraciones del electorado nacional (el ejemplo de Mitt Romney).
Para complicarle la vida a los
republicanos —o mejor decir, a los electores estadounidenses—, a este panorama
se unen multimillonarios que malgastan su dinero bajo la saludable declaración
de que no quieren que el gobierno controle sus vidas, pero que al mismo tiempo
se empeñan en determinar el destino de los que tienen menos que ellos, y que en
vez de dedicar esos fondos a proyectos duraderos —culturales, por ejemplo— se
empecinan en una influencia perniciosa —los hermanos Kotch, Sheldon Adelson— o
exagerada —Norman Braman.
Sin embargo, pese a la presencia casi
constante en la prensa, y en las acciones de algunos congresistas republicanos,
la agenda del Tea Party no define por completo la actuación del Partido
Republicano. Hay fuerzas intelectuales dentro del mismo que pugnan por una
redefinición ideológica, que avance más allá de su agenda tradicional.
Yuval Levin, uno de los ideólogos de la
nueva derecha norteamericana y director de la revista National Affairs, considera que los actuales debates entre derecha
e izquierda, entre conservadores y progresistas, entre republicanos y
demócratas, se fraguaron entre 1770 y 1800. Le ha dedicado un libro al tema: The Great Debate. Cree que todo empezó
en la pelea entre los políticos y pensadores Edmund Burke y Thomas Paine, un
reflejo de la tensión entre cambio y preservación del statu quo.
En este sentido, el debate conservador se
ha situado entre los que se mantienen fieles a la idea de Burke —de enmendar la
sociedad civil mediante un ajuste de acuerdo a las circunstancias imperantes en
cada momento— y quienes buscan destruir todas las leyes que llevaron a la
creación de una sociedad con servicios de seguridad social, asistencia pública
y beneficios para los más necesitados.
Acabamos de asistir al primer capítulo de
lo que podría convertirse en otra debacle para los republicanos en la elección
presidencial, con el anuncio del senador Cruz —quien ejemplifica mejor que
nadie el fanatismo neoliberal— al buscar la nominación. Sus aspiraciones van
mucho más allá de una elección casi imposible de ganar y apuestan al futuro de
su partido, o de un nuevo partido.
Aunque más remota, la posibilidad de una
fragmentación también está presente en el Partido Demócrata.
Las causas de la creciente desigualdad no
se deben al actual mandatario. Todo empezó décadas atrás, con el gobierno de
Ronald Reagan, que se caracterizó por destruir muchos de los frenos que por
décadas impidieron una acumulación desproporcionada de riqueza, los límites a
las grandes corporaciones y estableció que la avaricia no era un mal sino una
virtud.
Por otra parte, no solo los políticos son
responsables de esta situación, sino también quienes los eligieron. Echarles la
culpa a los ricos y a los ejecutivos es una fórmula demasiado simplista y
agotada. No es que los supuestos ideológicos para colocar a la avaricia como el
principal motor del desarrollo económico no existieran desde mucho antes, sino
que los diques sociales y políticos que la contenían fueron derribados.
Así, el culto a la riqueza del
protestantismo fue convertido en rapacidad institucionalizada, no solo para ser
ejercida hacia el exterior sino desde dentro.
Cuando aspiraba a la presidencia por vez
primera, Obama dejó claro que la culpa no solo había que buscarla en Reagan y
la familia Bush, sino también en Clinton. La casi segura aspiración de Hillary
Clinton a la candidatura demócrata traerá de nuevo a colación el problema, y lo
que han hecho o no los demócratas para solucionarlo.
En este sentido resultan pertinentes las
críticas formuladas por la senadora demócrata por Massachusetts, Elizabeth
Warren.
Al igual que el senador Cruz, la legisladora demócrata no tiene
posibilidades de llegar a la presidencia —y hasta ahora ha descartado aspirar—,
pero representa un reclamo a tomar en cuenta.
Warrren simboliza los reclamos que el
sector más de izquierda dentro de su partido le va a formular al posible
candidato presidencial demócrata, sea Hillary u otro.
No resulta aventurada entonces la
posibilidad de que el próximo año la elección presidencial, cualquiera que sea
su resultado, abra la puerta a un debate mucho más amplio, que cuestione el
tradicional bipartidismo estadounidense.
Una versión
abreviada de este texto, por razones de espacio, es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece el lunes 30
de marzo de 2014.