Durante el mayo francés, Sartre reclamaba
que el intelectual volviera a ejercer el papel desempeñado durante el siglo
XIX. Reconocía que esa función había sido abandonada por más de cincuenta años
en su país y consideraba necesario retomarla.
Con diversos énfasis y resultados
disímiles —desde el intelectual orgánico hasta el educador público— esa labor
de conciencia crítica de la sociedad se mantuvo vigente durante la segunda mitad
del siglo XX. Sin embargo, en los últimos años ha sido relegada en buena
medida, salvo en los momentos en que ocurren hechos como sangrientas matanzas,
atentados terroristas y muestras de despotismo extremos que causan un clamor
que sucumbe a las pocas semanas.
Tanto en lo que respecta a Cuba como a
Estados Unidos, es apremiante una vuelta a esa labor de vigilancia y denuncia
racional, sin alboroto callejero, que pueda contribuir en alguna medida a la
vuelta de la tolerancia, el respecto y el sentido común.
Vivimos en una época que es, en muchos
sentidos, similar a la que antecedió al mayo francés de 1968. Y también
presenciamos un abandono de la función intelectual, similar al denunciado por
Sartre. Ser intelectual es una profesión del siglo pasado. Hasta hace poco los
jóvenes autores diferían en la elección de su vocación —querían ser poetas,
narradores o cineastas—, pero estaban unidos por un afán común: se consideraban
intelectuales. Ya no.
Vale la pena preguntarse si la respuesta
al problema es un nuevo llamado a que escritores, académicos y expertos
participen más activamente en la problemática social y política de sus
respectivos países, o, por el contrario, crear las condiciones para que esa
labor intelectual no sea necesaria.
En gran medida Estados Unidos, a
diferencia de Francia, transitó un camino en buena parte diferente, durante el
mismo período a que se ha hecho referencia. Pese a figuras notables que han
logrado compartir su tiempo entre una tarea intelectual cercana, o inmersa en
el periodismo, y la creación literaria, la tendencia imperante y creciente ha
sido hacia la especialización.
Esta especialización de labores llevó a
separar los campos del escritor y académico de los terrenos del comentarista
político.
A su vez ocurrió un fenómeno histórico.
La tendencia hacia la izquierda de la mayoría de los intelectuales llevó a un
paulatino pero constante deterioro del prestigio disfrutado por décadas.
El fin de la Unión Soviética y la
decadencia del ideal comunista fueron la culminación de un proceso iniciado
años atrás. La noción de compromiso político quedó en entredicho. Su cara
oculta salió a relucir con fuerza: un oportunismo que gritaba las injusticias
capitalistas mientras callaba los desmanes socialistas.
Esto afectó no sólo a los intelectuales
de izquierda, sino también a los críticos sociales desde una posición de centro
y centro-derecha. Estos últimos, menospreciados de forma más o menos evidente
por los seguidores de Sartre, que se consideraban los paradigmas del
“intelectual orgánico” proclamado por Gramsci, no vieron llegar su turno sino
fueron parte también del grupo en desgracia. La caída de los “comprometidos”
arrastró consigo la estima de constituirse en aguafiestas social. Desempeñar la
función de conciencia crítica comenzó a verse como una labor de “izquierdista”:
poco confiable, caduca y sospechosa.
Con cada año que pasa, se relega más la
función de los intelectuales —especialmente de los escritores— en la sociedad.
Se repiten los llamados a incrementar los técnicos y científicos, como si una
serie de problemas sociales y políticos ya hubieran sido resueltos o los
tecnócratas fueran a brindar las claves necesarias para su solución.
Lamentablemente, ello no ha ocurrido.