Berta Soler ha dicho en Miami que el
incidente contra la integrante del grupo Damas de Blanco, Alejandrina García de
la Riva, no se trató de un “mitin de repudio” porque “eso lo hacen los
comunistas”, sino de un “mitin de rechazo“, según una información del diario
español El Mundo. La diferencia no sería
gramatical sino política.
De acuerdo al Diccionario Real de la Lengua
Española, repudiar es “rechazar algo, no aceptarlo“, mientras que el rechazo se
define por “la acción y efecto de rechazar”, es decir: el “mostrar oposición o
desprecio a una persona, grupo, comunidad, etc.”, lo que implica que la
diferencia no radica en la etimología sino en la connotación —o mejor decir
contaminación— política que ha adquirido un término.
Postular este relativismo etimológico no
debe ser pasado por alto, con independencia de si en su formulación hay
simplemente el acudir a una salida fácil, pura demagogia o un razonamiento
señalado por otro.
Relativizar el significado de las
palabras o adjudicarle un valor ideológico o político es un recurso socorrido de
los regímenes totalitarios. Que su práctica se extienda hasta una disputa entre
miembros de la oposición cubana alerta sobre la permanencia de patrones
mentales y de conducta más allá de su uso original.
Relativizar el valor de las palabras es
un recurso repetido por el régimen cubano, que no ha perdido vigencia. Incluso
términos simples, como “ciudadano“, sirvieron no solo para caracterizar un
grupo sino de estigmas políticos.
Por décadas, cuando un cubano solicitaba
la salida de la isla pasaba de inmediato de “compañero” a “ciudadano”.
Lo curioso es que la palabra ciudadano —habitante
de las ciudades antiguas o de Estados modernos, como sujeto de derechos
políticos y que interviene, ejercitándolos, en el gobierno del país— se
trasladaba de inmediato en una especie de alerta ante un potencial enemigo,
aunque al mismo tiempo remitía a su valor original: no hay nada denigrante en
ser un ciudadano sino todo lo contrario, ya que quien queda mal parado es aquel
que pretende establecer esa distinción política y hasta bélica.
Sin embargo, dentro de la realidad cubana
ese trastrueque de significados se lograba mediante una imposición desde el
poder. En cierto sentido, es lo que pretende Soler, al otorgarle un valor a su
conveniencia a los términos.
El uso inapropiado no resta peso a la
carga emocional, que puede llegar a implicar la manipulación lingüística con
fines políticos.
Confieso que tras décadas de vivir fuera
de Cuba aún me choca en ocasiones, cuando por ejemplo en España oigo el término
“compañero” referido simplemente a un asociado u otro trabajador o empleado.
Al tiempo que se comprende el arrastre
que ciertos modos mentales pueden ejercer a largo plazo sobre alguien cuya vida
transita en buena parte dentro de ambiente autoritario o totalitario, resulta
alarmante que tales esquemas no produzcan una llamada de alerta entre quienes
por largo tiempo o siempre han permanecido en una sociedad abierta.
Quienes financian y guían a Soler desde
el exilio deberían comenzar a preocuparse por la permanencia de patrones
dictatoriales en la conducta de quien supuestamente aboga por la democracia.