Los hijos de los dictadores son
diferentes. El poder heredado les brinda la facultad de hacer lo que estuvo
vedado, o incluso despreciado por sus progenitores. En el caso cubano, llama la
atención que eso que en otra época pudo haber sido considerado un acto de
herejía, sirva ahora a los objetivos del régimen.
Paris Hilton se toma una selfie con Fidel Castro Díaz-Balart y la
retratan junto a Alejandro Castro. Demasiados significados para dos imágenes.
Que la modelo británica Naomi Campbell
asistiera al mismo evento en La Habana —el XVII Festival Internacional del
Habano— y naturalmente igual llamara la atención de los fotógrafos nos habla de
un fenómeno común: la atracción mutua entre moda o arte y revolución —no
importa si ahora convertida en pastiche— y
todas las ganancias a partes iguales que unen a la publicidad con lo
irreverente o exótico y hasta violento, siempre dentro de cauces seguros. Si a
eso se le añade un barniz de izquierdismo light
y justicia social, la mezcla es perfecta.
Además no hay que olvidar que la Campbell
ha estado no solo en Cuba sino también en Venezuela, donde en su momento se
reunió en privado con Hugo Chávez, lo entrevistó para la edición inglesa de la
revista GQ y de todo aquello nació un
rumor de un posible affaire con
el fallecido mandatario venezolano.
Pero con Hilton es diferente. En primer
lugar porque a diferencia de Campbell, que es modelo profesional, siempre se ha
dedicado no solo a no hacer nada, sino a simbolizar la cursilería del dolce far
niente. No es poco pero apenas un comienzo: se trata de una heredera
estadounidense a cuyo bisabuelo le nacionalizaron un emblemático hotel en Cuba.
Ahora
Hilton se retrata con dos hijos de Fidel Castro, de dos matrimonios diferentes.
para borrar el pasado con dos instantáneas.
Borrón y cuenta nueva por ambas partes.
Por la estadounidense, que de momento olvida la deuda, y por los dos cubanos,
que desde hace rato olvidaron la ideología —eso que llaman justicia social, el
“tener o no tener”— y se despliegan gozosos de codearse con ricos y famosos,
porque ellos también lo son.
Hay mucho de burla en esas apariciones
eventuales, de fotos e informaciones, en que los hijos de Fidel Castro y Dalia
Soto del Valle aparecen “disfrutando de la buena vida” y entregados al ocio y
los deportes más “burgueses”, desde las regatas de veleros hasta el golf.
No hay que pensar, por otra parte, en un
acto casual. Como si se tratara de una zaga novelística del siglo XIX o
comienzos del XX, hay dos ramas de una misma familia que por años nos han
acostumbrado a dos visiones distintas, dos percepciones diferentes de la fabula
de la cigarra y la hormiga: los hijos de Fidel y Raúl.
¿Una trama casual o demasiadas
coincidencias para creer que así sea? Quizá Soto del Valle optó desde el primer
momento por permitirles a sus hijos disfrutar privilegios y mantenerlos al
margen de los peligros de una posible lucha por el poder, cada vez más cercana.
A lo mejor a ellos no les ha interesado
ese destino, luego de contar con la riqueza asegurada. Demasiado poderosa, por
otra parte, la figura del padre.
La novela espera mientras continúan
definiéndose dos destinos. Por lo pronto es demasiado el contraste entre un
nieto de Raúl que le sirve de guardaespaldas, un hijo militar y dedicado a
combatir la corrupción y una hija defensora de la libertad de orientación
sexual., mientras los hijos de Fidel con Dalia se conforman con el rol de playboys y “Fidelito” y su hijo se
dedican a ser empresarios.
Si este será definitivamente el destino
de esta familia cubana está por ver, más allá de la literatura, pero que ya en
estos momentos se encierre en un artificio tan simple dice mucho del fracaso de
una utopía.
Aquí es donde las imágenes de los hijos
de Fidel con la estadounidense y la británica
juegan su papel más destructivo, ya que es precisamente la fotografía el
medio más recurrido por el exgobernante para afirmar que “aún está ahí”.
Contemplar al hombre que por décadas
gobernó un país, sin uniforme, vestido de forma modesta, casi humilde, y en un
ambiente familiar sin lujos, contrasta con el oropel de un festival que desde
hace años se realiza para disfrute de ricos y conocidos.
Aunque limitarse a este contraste es
demasiado cándido —y en última instancia engañadizo—, cuando lo que importa
son, más que los límites, las muestras del fracaso de un proyecto que no ha
podido prescindir del capitalismo y rendirse a la opulencia.
Porque si desde hace años Fidel Castro
busca vender una figuración de pobreza y entrega al bienestar de la humanidad
—con el intento de mostrar una imagen franciscana cuando toda la vida ha
practicado el jesuitismo más feroz— no hace más que encubrir, en última
instancia, un fracaso personal. Y eso es juzgándolo con la mejor de las
intenciones.
La realidad, por supuesto, se impone con
mayor fuerza que cualquier elucubración más o menos trasnochada: si Paris
Hilton visitó Cuba para integrarse a una moda —lo que constituye su conducta y
su marca— y mantenerse en el ojo de la cámara y la letra de los contratos,
Fidel y Alejandro Castro fungieron como teloneros o figurantes, no del capital
financiero y empresarial que tanto busca el gobierno cubano, sino de una de las
fórmulas más pervertidas contra la que supuestamente se inició la lucha
revolucionaria: la riqueza como espectáculo, el dinero no solo para definir el poder
sino también como concepto de belleza y felicidad.
Revolución
y frivolidad
En lo ideológico, el fracaso del modelo
original castrista tiene más que ver con la frivolidad, que siempre imperó en
su puesta en marcha, que con las imposibilidades de la utopía.
De esta manera, tan ridículo fue llamar
en una época “millonarios“ a los macheteros que cortaban un millón de arrobas
de caña de azúcar, como considerar hoy “luchadores anticastristas” a cinco
espías fracasados, que pagaron con años de cárcel su impericia y falta de
recursos.
En este sentido, el gobierno de La Habana
nunca ha aprendido nada de la propaganda de la Coca-Cola.
Poco de lo anterior despeja lo que
constituye la verdadera interrogante tras las fotografías: ¿sobre que sustento
ideológico descansa un sistema que ha perdido su validación, no frente a los
enemigos sino para los aliados?
El gobierno de Raúl Castro ha logrado
algo que parecía imposible durante la época de Fidel: echar a un lado o reducir
al mínimo los fundamentos ideológicos, y aplicar un pragmatismo que no
significa adaptarse a la realidad, como han supuesto algunos, sino todo lo
contrario: ajustar esa realidad al propósito único de conservar el poder.
En parte lo ha logrado con astucia, pero
fundamentalmente porque siempre supo que esos fundamentos mantenían su
persistencia no gracias a su fortaleza sino todo lo contrario: la práctica del
mando que estableció Fidel Castro siempre ha sido un acomodo, que un día avanza
y otro retrocede, pero en cualquier tiempo busca conservar el poder.
Así como —y contrario a lo esperado por
algunos— el agotamiento ideológico del modelo marxista-leninista no desembocó
en un desmoronamiento del sistema, la existencia de cierta permisividad
inofensiva no afecta su capacidad de sobrevivir e incluso le brinda cierta
publicidad adicional, sobre todo en el exterior.
Un modelo que logra adaptarse y sobrevivir
ante las presiones externas no tiene, sin embargo, garantizada su permanencia,
gracias a esa transformación perenne, sino que enfrenta un peligro constante de
erosión interna.
Supo advertirlo Fidel Castro en su famoso
discurso en la Universidad de La Habana, cuando habló de que la revolución podría
ser destruida por los propios revolucionarios, refiriéndose a la elite
gobernante. Pero la advertencia nunca fue una tabla de salvación.
El problema más grave es que esa
destrucción del modelo no significa necesariamente el inicio de la democracia.
Incluso el tan cacareado “fin de los Castro” se ve cada vez menos como una
terminación y tampoco se vislumbra en forma de comienzo, sino simplemente como
etapa.
Si el futuro inmediato de Cuba se define
sobre la línea tenue entre fin y transformación del modelo, no hay que exagerar
la valoración en los gestos. Más bien significar su valor relativo.
Hijos,
pero no herederos seguros
Mariela Castro Espín, como directora del
Centro Nacional de Educación Sexual de Cuba (CENESEX) y de la revista Sexología y Sociedad ha sido una
activista constante de los derechos de los homosexuales y promotora de la
efectiva prevención del sida.
Sin embargo, este empeño no se ha visto
libre de la sospecha de dedicarse a una labor desde una posición única
—privilegiada por su nacimiento— y a partir de un momento en que hubo un cambio
de política por parte del gobierno. Si bien su edad la salva del reproche de un empeño tardío, no
por ello deja de aprovechar sus ventajas: llevar a cabo una función en momentos
en que esta resulta plenamente aceptada por el gobierno.
Herencia y momento definen también sus
limitaciones: la directora del CENESEX es más pompa que circunstancia. Más que
una verdadera reformista, su labor se limita a presentar en el exterior la
versión light de la familia Castro,
con ropaje serio y sin la frivolidad de sus primos.
Aunque esta frivolidad se diferencia de
la antigua, la revolucionaria, por su marcado carácter comercial. Antonio
Castro no reivindica el golf como juego —más allá de la imagen burguesa—, sino
busca convencer que la isla es un lugar ideal para practicarlo, si se cuenta
con el dinero suficiente.
En ambos casos el objetivo es el mismo:
no son hijos rebeldes sino que obedecen a nuevas rutas.
A diferencia de Corea del Norte, la
sucesión cubana no se traza de forma hereditaria, sino a través del rumbo
partidista o la carrera funcionaria.
Tampoco se trata de un camino único. El
coronel Alejandro Castro Espín representa la vía tradicional.
El tiempo dirá si este sendero que se
bifurca, y que de momento cumple un objetivo común, arribará a un resultado
idéntico.
Las vías para destacarse que han optado
algunos miembros de la familia Castro parecen responder no solo a la
circunstancia cubana sino a la actualidad internacional.
Nuevos
tiempos
En un guión que se repetía casi sin
modificaciones, los herederos tenían como único objetivo prolongar las dictaduras
paternas Así ocurre aún en Corea del Norte, pero en otros casos, como sucedió
con Gadafi y sus hijos, el mecanismo dejó de funcionar.
Tras largos años de poder absoluto,
gobiernos totalitarios que parecían eternos se desmoronaron en semanas, días, incluso
horas. Las plazas en que por décadas se realizaron discursos, en que se
ensalzaba al dictador, cayeron en manos de los opositores y fueron rebautizadas
de inmediatos; los cientos, miles de carteles con la imagen del hasta entonces
poderoso jefe de Estado fueron pisoteadas, escupidas, desechas en minutos.
De pronto el futuro se ha tornado frágil
para los hijos de los dictadores. Es un fenómeno nuevo que los debe tener
sorprendidos.
Podrá demorarse más o menos, pero en la
vida de muchos de ellos llega el momento en que, como que se les agota la
cuerda.
No hay sucesión segura. Es más, se impone
que los herederos piensen sobre la testarudez paterna, cuando todavía hay
tiempo, y dediquen un momento a vivir con las maletas preparadas.