En su biografía sobre Ignazio Silone,
Stanislao Pugliese considera —y trata de que los lectores compartan este
sentimiento— que en realidad el escritor italiano no fue un colaboracionista.
De esta forma, intenta presentarnos uno de los aspectos más oscuros y
conflictivos en la conducta de una figura, que por años se consideró un
paradigma de la honestidad intelectual, como el resultado de una campaña
neofacista dirigida a desprestigiarla.
Llama la atención este nuevo intento,
ahora por parte de Pugliese en Bitter
Spring, de mantener abierta la polémica. Porque a pesar de asegurar que
quiere alejarse lo más posible de una hagiografía, esta biografía nos presenta
una visión demasiado amable de la conducta del novelista —alejada del análisis
crítico— y enfatiza que los documentos encontrados solo “supuestamente
demuestran que Silone había espiado para la policía fascista”.
Casi desde los inicios de este siglo —un
amplio artículo en The New York Review of
Books del 14 de marzo de 2002 es quizá la mejor muestra de ello— la
polémica sobre si Silone fue un informante de la policía fascista mientras era
militante comunista y antes de convertirse en un escritor de éxito, ha sido
extensa. Está reflejada en publicaciones que van del Corriere della Sera a The New
Yorker.
Los documentos de los archivos policiales
son utilizados ampliamente en La doppia
vita de un italiano, publicada en 2005, donde Dario Biocca hace un análisis
minucioso de los primeros años de la vida adulta del autor de Fontamara —una
novela sobre la vida de los campesinos de Italia—, y en L'informatore: Silone, i comunisti e la Polizia, también de Biocca
y Mauro Canali, de 2002.
La discusión ha sido alimentada por el
hecho de que, si bien no se cuestionan las credenciales académicas de los
historiadores Biocca y Canali —y se reconoce que los documentos son
aparentemente auténticos— todos salvo dos fueron preparados por funcionarios
anónimos, que se limitaron a resumir la información suministrada por una
“fuente”.
En favor de Silone se ha argumentado que
incluso en el caso de ser de su autoría, los informes fueron inocuos y en gran
medida estaban destinados a salvar a su hermano preso, quien murió en la cárcel
a consecuencia de los maltratos recibidos.
Hay sin embargo una carta de renuncia,
que Silone escribe a su contacto policial, la cual se admite es auténtica. En
ella renuncia a la militancia política y decide concentrarse en la escritura,
además de manifestar sus graves problemas de salud.
El aspecto clave del problema es que
Silone fue mucho más que un escritor. Se le consideró una autoridad moral y un
ejemplo de honestidad intelectual. Hoy sería más apropiado llamarlo hombre de
su tiempo, que, como a otros, le tocaron tiempos difíciles.
Secondino Tranquilini fue uno de los
fundadores del Partido Comunista Italiano. Luego, en la propia Unión Soviética,
se enfrentó a Stalin en el Kremlin, y antes de los juicios de Moscú rompió con
el Partido. Formó parte de quienes crearon el Congreso para la Libertad de la
Cultura. También dirigió la revista Tempo
Presente. Cuando en 1967 se enteró de que ambas entidades eran simplemente
pantallas de la CIA, negó haber tenido cualquier conocimiento previo al
respecto y cerró la publicación.
El cambio de nombre lo benefició, y no solo
literariamente. Resulta difícil imaginar que esta fuera la vida de alguien
llamado Tranquilini.
Tras conocerse los documentos que lo
vinculan a actos de delación, han surgido dos interrogantes. ¿Pueden separarse
los juicios del comportamiento de un escritor del valor de su obra? es la
primera. La segunda, de más difícil respuesta, guarda relación la distancia que
a veces surge entre el compromiso y la conveniencia.
La primera cuestión puede resumirse en la
lectura de la obra. Con independencia de su conducta, aquí es donde se debe
apreciar la permanencia de lo escrito por Silone. En la actualidad, el motivo
principal para acudir a sus libros es más histórico y político que literario.
Su popularidad fue momentánea y otros escritores —Svevo, Pavese, Lampedusa,
Moravia y hasta Italo Calvino— merecen más el tiempo del lector.
Queda luego el juzgar con más o menos
rigor hasta dónde llegó la supuesta traición de Silone. Todo apunta a que hubo
una doble moral en una temprana edad de su adultez, de la que decidió apartarse
y tomar refugio en la literatura. No es un caso único, y quizá para comprender
mejor lo ocurrido hay que enfatizar en la época y las ventajas y desventajas de
un compromiso literario demasiado cercano, no a la vida sino a la política.
En buena medida —y hasta el momento ello
puede considerarse un signo de avance—, ahora los europeos están menos
politizados que quienes formaron parte de las generaciones anteriores. Son
otros tiempos y no solo el fantasma de la guerra está casi olvidado.
Tanto en Roma como en Madrid —para citar
ejemplos conocidos personalmente en estancias más o menos largas y más o menos
cercanas— se aprecian aún señales de la crisis actual —en los precios, la
cantidad de viviendas disponibles y los altos índices de desempleo—, pero
también la vida en los cafés no se ha interrumpido. Las mesas al aire libre
están ocupadas casi siempre y los jóvenes llenan los aviones en excursiones de
verano. Un mundo que le fue negado a Silone y sus contemporáneos durante gran
parte de su vida.