lunes, 30 de marzo de 2015

Los límites del bipartidismo


El inicio del proceso electoral de este año en España parece indicar la fractura del tradicional proceso bipartidista que por tres décadas ha imperado en el país europeo. Vale la pena preguntarse cuál lejana está la fecha para que algo similar ocurra en Estados Unidos y el 2016 podría marcar el inicio del fin de un sistema que cada día se muestra más limitado, aunque no se reconoce de forma abierta.
Hay que señalar primero ciertos límites imprescindibles. Las elecciones andaluzas, celebradas el 22 de marzo no constituyen una imagen de lo que podrá ocurrir en el resto del país a lo largo de este año, en procesos electorales municipales, regionales y generales. No fueron un referente nacional e incluso es posible que ni siquiera sean definitivas en la región. En segundo lugar, el bipartidismo fue golpeado pero no anulado y todavía el Partido Popular (PP) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) constituyen las fuerzas políticas dominantes. Como tercer factor no hay que pasar por alto que el surgimiento, por momentos arrollador, de partidos emergentes como Podemos y Ciudadanos aún no están exentos de terminar a la larga siendo fenómenos coyunturales propios de una crisis profunda, de la que España está saliendo en lo económico, aunque no así en lo administrativo, social y político.
Tampoco, y por último, hay que olvidar que es probable que lo que esté ocurriendo sea en realidad un proceso de fagocitosis, en que las nuevas formaciones han absorbido miembros o restado participantes a otras de acción reducida en el plano parlamentario, como es el caso de Podemos con Izquierda Unida (IU) y Ciudadanos con Unión Progreso y Democracia (UPyD).
Sin embargo, nada de lo anterior impide lanzar una mirada a la situación española y compararla con lo que ocurre en Estados Unidos, donde si bien la crisis económica ha quedado en buena medida detrás, no ocurre lo mismo respecto a la incapacidad demostrada por el Congreso, durante sus últimos períodos, para actuar con eficiencia y la carencia de una unidad mínima, más allá de las diferencias partidistas, para lograr acuerdos entre las ramas ejecutiva y legislativa con el fin de lograr el avance nacional. Tanto en Madrid como en Washington; en la Moncloa como en la Casa Blanca y en el Congreso como en el Palacio de los Diputados se han vivido años donde el bipartidismo más feroz ha resultado perjudicial a las respectivas sociedades. Si bien con diferencias políticas claves —a diferencia del gobierno demócrata estadounidense el popular español ha logrado pasar más leyes que ningún otro con anterioridad gracias al dominio mayoritario de sus diputados— el electorado de ambos países se ha visto afectado no solo por las diferencias irreconciliables entre los partidos sino por la falta de alternativas más allá de un esquema tradicional, que debe su existencia no a una norma impuesta sino a una realidad difícil de modificar. Como en España, no hay ley que impida el surgimiento de otros partidos en EEUU —de hecho existen legalmente—, pero hasta ahora les resulta imposible llegar al poder.
Pese a su triunfo electoral en las pasadas elecciones legislativas, el futuro del Partido Republicano está lleno de interrogantes y hasta este momento sus posibles aspirantes a la candidatura presidencial no son más que rezagos del pasado: ni Jeb Bush, ni Chris Christie, ni Ron Paul tienen algo nuevo que ofrecer. Eso por no hablar de quienes son incapaces de aportar más que algún titular, color local y breve entusiasmo parroquial, como los senadores Marco Rubio y Ted Cruz.
Aunque la búsqueda de un candidato apto es un problema que cuenta aún con meses por delante para concretarse, hay un problema más grave que amenaza al Partido Republicano, y es su posible escisión.
Es apresurado afirmar que esta división se materializará, pero de lo que no hay duda es que existen dos fuerzas enfrentadas que pugnan por el control del partido.
Por una parte está un republicanismo revolucionario en su acción y reaccionario y revanchista en su esencia —cuya mejor definición es el Tea Party—, capaz de movilizar electores que se destacan por su activismo. Con ellos hay que contar en los procesos electorales primarios, pero no son suficientes para un triunfo nacional.
Por la otra se halla un conservadurismo reformista, que puede convertirse en una poderosa fuerza política si logra conquistar a la clase media y ganarse a los hispanos —una posibilidad real—, pero que de momento enfrenta el reto de una recuperación económica nacional cada vez más fuerte y un renacimiento de Estados Unidos como poder financiero de primer orden, lo cual llevaría a la pregunta clásica: ¿Dónde estaba el país cuando los republicanos salieron de la Casa Blanca?
Hasta ahora los republicanos parecen inclinados a repetir el esquema del fracaso: unas elecciones primarias marcadas por declaraciones extremas, que se agotan en un discurso que luego no responde a las aspiraciones del electorado nacional (el ejemplo de Mitt Romney).
Para complicarle la vida a los republicanos —o mejor decir, a los electores estadounidenses—, a este panorama se unen multimillonarios que malgastan su dinero bajo la saludable declaración de que no quieren que el gobierno controle sus vidas, pero que al mismo tiempo se empeñan en determinar el destino de los que tienen menos que ellos, y que en vez de dedicar esos fondos a proyectos duraderos —culturales, por ejemplo— se empecinan en una influencia perniciosa —los hermanos Kotch, Sheldon Adelson— o exagerada —Norman Braman.
Sin embargo, pese a la presencia casi constante en la prensa, y en las acciones de algunos congresistas republicanos, la agenda del Tea Party no define por completo la actuación del Partido Republicano. Hay fuerzas intelectuales dentro del mismo que pugnan por una redefinición ideológica, que avance más allá de su agenda tradicional.
Yuval Levin, uno de los ideólogos de la nueva derecha norteamericana y director de la revista National Affairs, considera que los actuales debates entre derecha e izquierda, entre conservadores y progresistas, entre republicanos y demócratas, se fraguaron entre 1770 y 1800. Le ha dedicado un libro al tema: The Great Debate. Cree que todo empezó en la pelea entre los políticos y pensadores Edmund Burke y Thomas Paine, un reflejo de la tensión entre cambio y preservación del statu quo.
En este sentido, el debate conservador se ha situado entre los que se mantienen fieles a la idea de Burke —de enmendar la sociedad civil mediante un ajuste de acuerdo a las circunstancias imperantes en cada momento— y quienes buscan destruir todas las leyes que llevaron a la creación de una sociedad con servicios de seguridad social, asistencia pública y beneficios para los más necesitados.
Acabamos de asistir al primer capítulo de lo que podría convertirse en otra debacle para los republicanos en la elección presidencial, con el anuncio del senador Cruz —quien ejemplifica mejor que nadie el fanatismo neoliberal— al buscar la nominación. Sus aspiraciones van mucho más allá de una elección casi imposible de ganar y apuestan al futuro de su partido, o de un nuevo partido.
Aunque más remota, la posibilidad de una fragmentación también está presente en el Partido Demócrata.
Las causas de la creciente desigualdad no se deben al actual mandatario. Todo empezó décadas atrás, con el gobierno de Ronald Reagan, que se caracterizó por destruir muchos de los frenos que por décadas impidieron una acumulación desproporcionada de riqueza, los límites a las grandes corporaciones y estableció que la avaricia no era un mal sino una virtud.
Por otra parte, no solo los políticos son responsables de esta situación, sino también quienes los eligieron. Echarles la culpa a los ricos y a los ejecutivos es una fórmula demasiado simplista y agotada. No es que los supuestos ideológicos para colocar a la avaricia como el principal motor del desarrollo económico no existieran desde mucho antes, sino que los diques sociales y políticos que la contenían fueron derribados.
Así, el culto a la riqueza del protestantismo fue convertido en rapacidad institucionalizada, no solo para ser ejercida hacia el exterior sino desde dentro.
Cuando aspiraba a la presidencia por vez primera, Obama dejó claro que la culpa no solo había que buscarla en Reagan y la familia Bush, sino también en Clinton. La casi segura aspiración de Hillary Clinton a la candidatura demócrata traerá de nuevo a colación el problema, y lo que han hecho o no los demócratas para solucionarlo.
En este sentido resultan pertinentes las críticas formuladas por la senadora demócrata por Massachusetts, Elizabeth Warren.
Al igual que el senador Cruz,  la legisladora demócrata no tiene posibilidades de llegar a la presidencia —y hasta ahora ha descartado aspirar—, pero representa un reclamo a tomar en cuenta.
Warrren simboliza los reclamos que el sector más de izquierda dentro de su partido le va a formular al posible candidato presidencial demócrata, sea Hillary u otro.
No resulta aventurada entonces la posibilidad de que el próximo año la elección presidencial, cualquiera que sea su resultado, abra la puerta a un debate mucho más amplio, que cuestione el tradicional bipartidismo estadounidense.

Una versión abreviada de este texto, por razones de espacio, es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece el lunes 30 de marzo de 2014.

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