Ser culto puede que no sea imprescindible
para gobernar bien, aunque ayuda, pero ejercer la ignorancia con total
impunidad acompaña a los regímenes autoritarios. En el caso de Nicolás Maduro, la
falta de conocimientos adorna con tanta frecuencia sus apariciones públicas que
produce sentimientos encontrados: como si la acción política necesitara al
mismo tiempo al déspota y al payaso.
En
un video reciente, Maduro se empeña en
decirle al presidente estadounidense Barack Obama que “Venezuela no es una
amenaza para Estados Unidos”. Sin embargo, tiene dificultades al pronunciar las
palabras del cartel que sostiene —Venezuela
is not a threat, we are hope— y no logra salir de una especie de trit, tret, jop, joop. Cuando le va peor
es al intentar decir Obama, repeal the
executive order. Da la impresión de estar ante una obra de teatro, donde el
bufón sustituye al rey.
Llega un momento en que el espectáculo
del mandatario venezolano balbuceando se torna patético. Hasta es posible que —como en
el circo— tras la risa se comience a sentir lástima del payaso. Es entonces que
Maduro agrega:
“Y digamos en español, claro e
ininteligible para el mundo”.
El heredero de Chávez equivoca la palabra,
no obstante dice la verdad. Lo que expresa no puede ser entendido, carece de
sentido.
Inteligible es algo que se oye claro y
distintamente. Ininteligible es lo contrario. El desconocimiento del
significado de la palabra lo salva de la redundancia: del analfabetismo como el
camino más breve para evitar errores gramaticales.
Así que Maduro solo acierta cuando se
equivoca.
Lo grave es que al gobernante venezolano
no se le puede oír en serio, si bien tampoco hay que tomarlo a broma. Cualquier
referencia a su torpeza clásica no debe terminar en la burla fácil. En su lugar
obliga al análisis frente a un desastre mayor: el problema que enfrenta un país
al tener al mando alguien de pobre razonamiento, cultura nula y restringida
capacidad de expresión, así como lo peligroso de las circunstancias que han
permitido que este individuo acapare el poder.
No es que Maduro destaque por su
impericia verbal, lo cual de por sí es negativo, sino que es un inepto. Lo malo
no se limita a que no sabe gobernar, sino que no deja gobernar a otros que sí
saben. Más allá de la falta de saber, lo que importa es el engaño, el mentir no
simplemente por ignorancia sino por aferrarse al poder.
Ahora Maduro pretende hablar de paz, pese
a que él siempre ha escogido la bravata como el camino más rápido y sencillo
para afianzar su poder político. No solo es una vía con un resultado incierto
sino que resulta pésima en la actual situación venezolana. Nada de eso parece
importarle.
Ante la incapacidad para conducir a la
nación de una forma independiente, no le queda más remedio que copiar a sus dos
únicos modelos: Hugo Chávez y Fidel Castro, aunque carece de esa capacidad
innata que estos tuvieron siempre: el difícil equilibro entre asumir una
actitud bélica en muchas ocasiones y en
otras poner en práctica —no siempre de forma pública— un conveniente retroceso
en sus posiciones más agresivas.
Esa falta de sagacidad —para Maduro todo
es público, cuando grita y cuando calla— constituye una fuente de inseguridad
constante para Venezuela, pero ese hecho a él no lo detiene: lo que quiere es
que lo reconozcan como miembro de esa élite donde el mando se asume como una
aventura y no como un deber administrativo. No es gobernar desde la doctrina
sino algo más burdo: adoptar indistintamente la pose del buscapleitos y el conciliador.
Esa táctica de imponerse por medio del
caos, entreteniendo al país con una avalancha de discursos, y apariciones en
los medios cada vez más controlados o asfixiados por el gobierno, busca
otorgarle permanencia a través del bochinche.
Sin embargo, la realidad se impone. Lo
que está golpeando a Venezuela es la inflación, la recesión y el
desabastecimiento de productos básicos, y de ello no es culpable Estados Unidos.
Pese a ello Maduro cree haber encontrado
la fórmula perfecta para intentar desviar la atención de estos problemas. En
eso, como en otras cosas, no hace más que imitar a Castro.
En un proceso que tiene como única razón
de existencia el perpetuar en el poder a un reducido grupo, el mecanismo de
represión invade todas las esferas de la forma más descarnada.
Además del rol primordial, encaminada a
detener la actividad opositora, la represión cumple también la acción y el
efecto de postergar el análisis de los graves problemas económicos que afectan
a Venezuela.
Hasta ahora Maduro había sustentado en
parte su presencia a través de una farsa cotidiana, donde declaraciones sobre supuestos
atentados, conspiraciones e intentos de golpes de Estado se repetían a diario.
Ahora parece dispuesto a que, cada vez más, el represor se imponga. Aunque a veces
resurge el payaso, para por un momento sustituir al verdugo.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, aparecida en la edición del lunes 23 de marzo de 2015.