El gobernador del Estado de Maryland,
Larry Hogan, afirma que el presidente Barack Obama lo ha instado a que los
policías se conduzcan con moderación, y que él le aseguró al mandatario que así
lo harían.
“Pero —agregó— le aseguré que no íbamos a
quedarnos de brazos cruzados y permitir que nuestra ciudad de Baltimore sea
tomada por matones”.
Difícil como podría parecer a algunos, en
este caso no queda más remedio que estar de parte del gobernador.
La muerte de Freddie Gray, el joven negro
que falleció el 19 de abril bajo custodia policial, debe ser investigada a profundidad,
y castigados los culpables si es que se encuentra que cometieron delito alguno.
En otras ocasiones no ha ocurrido, en este caso no debe volver a suceder.
Pero no separar dos hechos distintos
aunque relacionados es un grave error. Nada justifica incendios, saqueos y
ataques. Sobre todo si tras lo que puede ser interpretado como ira sirve de
pretexto para cometer delitos.
La alcaldesa de Baltimore, Stephanie
Rawlings-Blake, de la raza negra como la mayoría de los manifestantes, también
denunció en rueda de prensa que grupos de "matones" estaban
intentando destruir la ciudad y decretó un toque de queda a partir de la noche
del martes que durará una semana. La medida regirá entre las 10 de la noche y
las 5 de la mañana. Además, las escuelas permanecerán cerradas el martes.
“Haremos que todo el mundo rinda
cuentas”, dijo la alcaldesa.
Es la actitud correcta.
Vuelve
a ocurrir. Por segunda vez en seis meses un estado llama a la Guardia Nacional
para imponer el orden en una ciudad sacudida por la violencia, tras la muerte
de un joven negro durante un altercado con la policía.
Missouri desplegó a la guardia en Ferguson
en agosto, tras que un policía matara a Michael Brown, un adolescente negro
desamado, en agosto. Tuvo que hacerlo de
nuevo en noviembre, cuando se repitieron actos de violencia tras conocerse que
un gran jurado no encontró pruebas suficientes para acusar al policía que
disparó sobre Brown.
Por décadas viene sucediendo el mismo
fenómeno en este país. En Miami, por ejemplo, en 1980: 18 muertos, 350 heridos
y más de $100 millones en pérdidas. Policías cuya actuación es a todas luces
reprochable, hechos donde una excesiva violencia policial resulta en la muerte
de ciudadanos negros —con independencia de que en la mayoría de estos casos
existe un historial delictivo precedente pero no pruebas de un comportamiento
criminal al grado de considerarlos asesinos—, que podría haberse evitado con un
manejo más adecuado de la situación. Luego, tras un proceso judicial también
cuestionable en muchas ocasiones, los agentes del orden salen absueltos. Y la
consecuencia de todo ello son las imágenes repetidas de incendios, caos y
saqueos.
Una y otra vez el resultado ha sido el
mismo: la destrucción de los barrios donde viven las mismas víctimas de la
violencia. Mercados de esquina saqueados, pequeñas o medianas tiendas de víveres,
ropa y artículos electrodomésticos destruidas, farmacias robadas, centros para
la atención de ancianos destruidos. La respuesta al daño con más daño.
La lógica indica que quienes actúan así
no hacen más que brindarles argumento a los que supuestamente son su enemigos:
quienes justifican la represión y claman por su aumento. La razón más elemental
señala que los que responden lanzando piedras e incluso ladrillos, queman
vehículos policiales y establecimientos, simplemente desplazan a los que
justamente reclaman justicia por vías pacíficas. Pero la racionalidad no juega
ningún papel cuando se desata la brutalidad en las calles.
El presidente Obama debe actuar con
firmeza, más allá de cualquier condicionamiento racial, sin detenerse en lo
“políticamente correcto” o las consideraciones hacia determinado grupo étnico,
sea mayoritario o minoritario. La línea a trazar es simple: castigar lo mal
hecho, ya sea desde el poder o desde la calle.
Si no se toman ahora las medidas
adecuadas, todo ello puede desembocar en una crisis social y política aún
mayor, que podría recurrir incluso en las próximas elecciones presidenciales:
nada más fácil que recurrir al miedo para ganar votantes.
Aunque resulta completamente secundario
en estos momentos, desde la Plaza de la Revolución en Cuba Raúl Castro debe
estar disfrutando de la situación, en lo que de seguro va a utilizar como un
argumento reforzado a la vieja tesis de que a la hora de hablar de problemas
con los derechos humanos, no solo hay que mencionar los de la isla, sino
también los de este país.