Siempre he tenido reservas con las
categorías y los adjetivos, y no por ello dejo de utilizarlos. Es inevitable y
mucho más en periodismo.
¿Hay un anticastrismo o varios? Uno solo
si la respuesta se limita a una definición esencial: la oposición al régimen de
los hermanos Castro. Muchos, cuando tras esa pauta se tiende a establecer una
agenda única o fijar una forma de pensar, actuar o sentir que responde a un
conjunto de patrones —más o menos conocidos, mejor o peor definidos, pero de exigido
cumplimiento—, que convierten a una posición, o mejor una actitud ante un hecho
político, en un dogma. Entonces se pasa al fanatismo. O a lo que es incluso
peor: la adopción de un canon por conveniencia.
Eso en Cuba se llama oportunismo, pero la
palabra ha perdido significado en el exilio y es quizá más preciso decir que se
adopta una forma de pasividad, complacencia o incluso complicidad ante el
charlatán de turno, el demagogo de esquina o el líder improvisado. Todo con tal
de no buscarse problemas.
Quizá la clave del problema radica en esa
tendencia a los extremos que aún domina tanto en Cuba como en el exilio, donde
falta o es muy tenue la línea que va del castrismo al anticastrismo —no en
cuanto a definición sino como formas de enfrentamiento o actitud ante la
posición contraria o distinta—, palabras que por lo demás en muchos casos solo
adquieren un valor circunstancial.
El problema con estos patrones de
pensamiento es que resultan poco útiles a la hora de plantearse el futuro de
Cuba.
Cierto, las conclusiones del momento son
que poco o nada cambiará en Cuba hasta la desaparición de los Castro. Pero
confundir un paréntesis con un objetivo final resulta engañoso y fuente de
errores y desdichas.
Quienes nacimos en Cuba nos hemos
destacado en agregar una nueva parcela al ejercicio estéril de ignorar el
debate, gracias a practicar el expediente fácil de despreciar los valores
ajenos. Aquí y en la isla nos creemos dueños de la verdad absoluta. Practicamos
el rechazo mutuo, como si solo supiéramos mirarnos al espejo y vanagloriarnos.
En muchas ocasiones, el encuentro de la
diversidad de criterios ha quedado pospuesto. La apuesta reducida al todo o
nada. Antes que discutir o aceptar diferencias, abogar por la uniformidad.
Establecer lo anterior como una situación
en blanco y negro sería caer en el mismo pecado que se intenta rechazar. Ni
Miami es siempre tan intransigente como la pintan, ni en ocasiones tan
tolerante como debiera. Olvidar que es una ciudad generosa con exiliados de los
más diversos orígenes resulta una injusticia.
La causa de todo ello radica precisamente
en la razón de origen. Empecinarse, exagerar e insistir son rasgos típicos del
exiliado, escribe Edward W. Said, al caracterizar una condición de la que
participaba. Mediante ellos el expatriado trata de obligar al mundo a que
acepte una visión que le es propia, “que uno hace más inaceptable porque, de
hecho, no está dispuesto a que se acepte”.
Esa negativa a adoptar otra identidad, a
mantener la mirada limitada y conservar las experiencias solitarias marca a
quienes han sufrido cualquier tipo de exilio, con independencia de raza y
nación.
El problema con los cubanos se ha vuelto
más complejo con los años, al mezclarse las categorías de exiliado, refugiado,
expatriado y emigrado entre los miembros de un mismo pueblo.
El exiliado es quien no puede regresar a
su patria —la persona desterrada—, mientras que los refugiados son por lo
general las víctimas de los conflictos políticos. El expatriado es aquel que
por razones personales y sociales prefiere vivir en una nación extraña y el
emigrado es cualquiera que emigra a otro país.
En el caso de Cuba, estas categorías han
ido modificándose en los últimos años. Ahora la mayoría de que viven en el
exilio pueden entrar y salir de la Isla sin problema. Hay indudablemente una
transición de exiliado a expatriado, aunque por lo general se vuelve pero no se
regresa.
Esa distancia entre el ir y el regresar
—por las razones más diversas, desde políticas a económicas y familiares— está
estableciendo una nueva identidad que se caracteriza por una difusión, que es
ajena a lo que definió a la inmigración cubana durante la segunda mitad del
siglo pasado, No es más que parte de un fenómeno mucho mayor: la difusión de
fronteras entre la Isla y Miami.
Sin embargo, en este caso se habla de una
tendencia reciente, que es incapaz aún de caracterizar al exilio en su
conjunto. Porque también buena parte —o la gran parte— de los que viven en esta
ciudad cae en la categoría de exiliado, para quien el regreso a la patria no es
aún una prioridad, y probablemente nunca lo será, debido a que no le alcanzará
el tiempo para ver la transformación que espera en su país de origen, aparte de
razones de habito, ambiente y por supuesto domésticas y familiares en un
sentido amplio.
Sin embargo, aunque no todos ”practican”
el exilio con igual fuerza, ello no impide que se adopte un “código político”,
y es aquí donde el anticastrismo es único, pero diverso a la vez.
Ha llegado el momento de reconocer que en
Miami se libran dos luchas simultáneas. Una contra el régimen castrista y otra
contra el monopolio anticastrista. No son dos luchas iguales y no se intenta
equipararlas. La primera está bien definida. La segunda es un debate entre la
amplitud de criterios y el aferrarse a una estrategia caduca, irreal y que sólo
sirve a los fines electorales. Pero lo que no es posible es mantener el
silencio y la paciencia frente a una posición esgrimida solo para el beneficio
de unos pocos.
Una parte del exilio en esta ciudad se
aferra a la ilusión de que el régimen castrista agoniza. No es así. El proyecto
revolucionario original está agotado, pero los mecanismos de supervivencia
permanecen intactos. Desaparecidos los hermanos Castro, Cuba iniciará una nueva
etapa. Volverá la vista a un pasado de más de cinco décadas, ya lo está
haciendo, pero también será imposible borrar tantas huellas y tampoco hay una
voluntad nacional e internacional de que así sea.
Si obsoleto es el modelo imperante en la
isla, igual resultan las ideas de los anticastristas de café de esquina.
Catalogar de demonio a cualquiera de los dos hermanos Castro es un ejercicio
estéril para el futuro de la nación. No se trata de negarse a condenarlo. Es
resaltar la necesidad de mirar más allá.
La ceguera política, una terquedad sin
tregua de mantener al día la industria de la glorificación del pasado
republicano, alimenta a unos cuantos y proporciona alivio emocional a quienes
se niegan a escuchar y ver un mundo que ya no les pertenece, del que han
quedado fuera por soberbia y desprecio.
Los que sólo se preocupan por echar a un
lado las opiniones contrarias y mirar hacia otro lado, frente a una nación que
lleva años transformándose para bien y para mal, no tienen grandes dificultades
en Miami. Este atrincheramiento se justifica en frustraciones y años de espera,
pero ha contribuido a brindar una imagen que no se corresponde con la actual
realidad de Miami.
En un intercambio de recriminaciones y
miradas estereotipadas, en muchos casos la prensa norteamericana sólo ha
querido mostrar las situaciones extremas y destacar las acciones de los
personajes más alejados de los valores ciudadanos de este país. Al mismo
tiempo, los exiliados han observado esa visión con ira y rechazo, pero también
con un sentimiento de reafirmación.
De esta forma, ser de izquierda en esta
ciudad se identifica con una posición de apoyo a Castro, mientras que los
derechistas gozan de las “ventajas” de verse libres de dicha sospecha. No
importan los miles de derechistas, reaccionarios y hasta dictadores de
ultraderecha que en Latinoamérica, Europa y el resto del mundo se han
manifestado partidarios del régimen de La Habana y colaborado con éste. En
Miami estas distinciones no se tienen en cuenta.
El problema con estos patrones de
pensamiento es que resultan poco útiles a la hora de plantearse el futuro de
Cuba. Para algunos la figura de Fidel Castro —no importa si se lo ve débil y
enfermo— actúa como un espejo en que aún se reflejan acciones y actitudes. Para
otros Raúl Castro se define solo como un continuador de su hermano mayor. Lo es
en buena y esencial medida, pero de momento ha logrado transitar el difícil
equilibrio entre represión y reforma. Cierto que la primera es constante y la
segunda se caracteriza por su lentitud y férreos límites, pero no hay que dejar
fuera que ha logrado sostenerse en una situación donde se mezclan tanto el
aguante como la espera, en medio una ilusión ambivalente que facilita el
pretexto de eludir cualquier compromiso.
Una definición más práctica, y más
humana, de los vínculos con Cuba no implica un sometimiento al régimen de La
Habana. Se trata de dejar a un lado una belicosidad de retreta, sin barricadas
a la vista, para avanzar hacia una mayor relación ciudadana entre quienes viven
aquí y allá. El abandono, en resumidas cuentas, de un anticastrismo parlanchín.