Imagino que la vida debe haber sido una
larga justificación para Michel Petrucciani, del triunfo frente a la
adversidad, algo que en su caso trasciende la banalidad de estilo de la frase y
el lugar común de la cita. Uno siempre recuerda —y además está la ayuda de
múltiples videos— la imagen entre cómica y patética de ese Toulouse-Lautrec del
jazz, cuando con tres pies de estatura y ayudado apenas por unas cortas muletas
se acercaba al piano para cumplir la hazaña de encaramarse en la banqueta.
Siempre supieron los diseñadores de las
portadas de sus discos compactos explotar la pequeñez de Petrucciani; su rostro
entre payaso y mimo, que no llega a serlo, y por momentos —con el CD en la
mano— uno tiende a confundirlo con un personaje de una película de Werner
Herzog. Pero en eso llega la música para salvarnos del gesto caricaturesco y la
mirada que pretende ser triste, y lo es pese a ello, y entramos en el tiempo
donde ahora vive para siempre, encerrado entre el sonido y el rayo láser,
burlándose de nosotros para nuestro deleite: inquieto y eterno Michel
Petrucciani.
Hijo de un guitarrista de jazz,
Petrucciani nació en Orange, Francia, el 28 de diciembre de 1962. Estudió piano
durante siete años, para brindar su primer concierto a la edad de 13. Dos más
tarde ya estaba tocando con el baterista Kenny Clarke y el trompetista Clark
Terry. A los 17 años se trasladó a París, donde grabó su primer disco. Por ese
tiempo comenzó a tocar también con el saxofonista Lee Konitz. En 1982 viajó a
California y se asoció al saxofonista Charles Lloyd, y juntos recibieron el
Premio a la Excelencia en el Festival Internacional de Jazz de Montreux. Pero
no fue hasta el año siguiente, cuando se presentó en el Carnegie Hall, como
parte del Kool Jazz Festival, que su fama se extendió por Estados Unidos.
Considerado como el más destacado
seguidor del estilo de Bill Evans, Petrucciani no solo comparte con Evans el
lirismo y el enfoque armónico al enfrentar la obra sino la afinidad con músicos
como el guitarrista Jim Hall. Asimismo, y al igual que Keith Jarrett, se
destaca la interpretación continua de varias composiciones o standards,
vinculadas por transiciones donde reina la improvisación.
Si
bien es cierto que Petrucciani nunca alcanza la mezcla de improvisación y
creatividad que despliega Jarrett en obras como The Köln Concert, su estilo evidencia una perfección técnica en
medio de una ejecución ligera, que solo suele encontrarse en Oscar Peterson.
Los tres, Evans, Jarrett y Petrucciani han
aportado un estilo introvertido y elaborado a la interpretación pianística del
jazz en esta segunda mitad del siglo, pero rico en lirismo. En este sentido,
Petrucciani le agrega una afinidad con el impresionismo francés.
Si se quiere disfrutar a Petrucciani en
toda su plenitud, lo mejor es escuchar Power of Three, de 1986, no solo porque a su lado tiene a Hall y ambos
son maestros de las improvisaciones corales y poseedores de una técnica que les
permite desarrollar una gran riqueza armónica sino porque también el álbum
incluye a Wayne Shorter en tres selecciones donde su saxofón desborda de una
creatividad y una pasión que no es fácil encontrar en otras de sus grabaciones
de igual época.
Esa voluntad sin límites que desplegó
para, sino vencer al menos convivir con la osteogénesis imperfecta que padecía
desde su nacimiento —y que detuvo su crecimiento a edad muy temprana: “Mi
enfermedad no tiene nada que ver con el enanismo, tuve una infancia feliz pero
fracturada”, solía bromear— le sirvió a Petrucciani para consagrarse como
pianista y compositor. Más de una docena de discos le permitieron dejarnos su
talento.