El 30 de abril se cumplieron 70 años
desde la desaparición física de Adolf Hitler. Quizá sea mejor escribir “la
supuesta desaparición física”, porque desde entonces y hasta hoy no han dejado
de multiplicarse las teorías conspirativas de que el canalla más grande que ha
dado la humanidad —este título, también, es por supuesto disputado— no murió en
el búnker sino escapó: logró huir y viajó primero a España, luego a Argentina y
posiblemente falleció muchos años después en Uruguay.
Las especulaciones no se limitan a la
literatura ni al periodismo, sino que existen informes, indagaciones realizadas
por diversas embajadas, comisiones de investigación y agencias policiales y de inteligencia
sobre el destino del hombre que trató de construir un imperio. No lo logró,
pero consiguió destruir a su país, medio mundo y casi aniquiló a uno o varios
pueblos.
Un nuevo libro revisa más de tres mil
páginas oficiales en las que se habla de la posible huida de Adolf Hitler hacia
Sudamérica. Su autor, Eric Frattini, tuvo acceso a documentos de los archivos
del FBI, CIA, MI6, OSS, KGB, FSB y CEANA (Comisión de Esclarecimiento de
Actividades Nazis en Argentina), pero no ofrece resultados concluyentes. Tras
la lectura de ¿Murió Hitler en el búnker?
(Editorial Temas de Hoy, 2015), queda al lector decidir si el hombre más odiado
del mundo acabó sus días de un disparo en Alemania o en algún paraje perdido de
la Patagonia.
Todas las elucubraciones, que
principalmente deben su origen a que nunca ha aparecido el cadáver —algo
también cuestionado con la sospecha de que los soviéticos lograron trasladar
algunos huesos e incluso la calavera a Moscú— chocan contra la evidencia:
difícil que con el paso de los años no se hubieran filtrado o hallado algunos datos
más conclusivos y la propia personalidad de Hitler llevan a dudar que Hitler no
escribiera unas memorias, de publicación póstuma, para demostrar que al final había
logrado burlarse de todos.
La supervivencia de Hitler queda pues
sobre todo en el terreno literario, y la mejor novela al respecto la escribió
hace años George Steiner, The Portage of
San Cristóbal of A.H. (The University of Chicago Press 1979), una obra
controversial hecha por un destacado intelectual judío.
“No se puede escribir poesía después de
Auschwitz”, afirmó Theodor Adorno, pero la realidad es que no solo se ha
continuado escribiendo versos sino que la industria editorial sobre el nazismo,
su líder y el Holocausto es una fuente inagotable. Acaba de aparecer un libro
formidable sobre esa industria del mal que fueron los campos de exterminio. KL: A History of the Nazi Concentration
Camps (Farrar, Straus & Giroux), de Nikolaus Wachsmann, analiza las
diversas etapas de desarrollo de aquellos lugares infernales y destaca dos
aspectos. Uno es conocido, pero que no se enfatiza: el exterminio sistemático
de los judíos, tuvo lugar en gran medida fuera de los campos de concentración.
Los campos de la muerte en que fueron gaseados más de medio millón de judíos
—at Belzec, Sobibór y Treblinka—nunca fueron oficialmente parte del sistema de
los Konzentrationlager, o KL.
Auschwitz, cuyo nombre ha pasado a ser
sinónimo del Holocausto, nunca fue oficialmente un KL. Fue establecido en junio
de 1940, para encerrar a los prisioneros polacos. Los primeros asesinados con
gas allí, en 1941, fueron inválidos y prisioneros
de guerra soviéticos. La mayoría de los judíos que llegaron a Auschwitz nunca
sufrieron los rigores del campo como prisioneros; más de 800,000 fueron
gaseados de inmediato, a su llegada, en la vasta extensión del campo original conocida
como Birkenau. Wachsmann considera que a finales de1942 “los judíos constituían
menos de 5,000 de los 80,000 prisioneros de los KL”.
El segundo aspecto que destaca Wachsmann
es más novedoso. Aunque se tiende a pensar en la Alemania nazi como un sistema
totalitario reglamentado hasta en los detalles más mínimos y con una
organización perfecta, en la práctica el gobierno de Hitler se caracterizó en
muchas ocasiones por el caos y la desorganización, y los campos fueron un buen
ejemplo de ello: cuando se intentó convertirlos no solo en un mecanismo se
muerte sino también en un conjunto industrial y económico, el fracaso fue total
en el segundo objetivo, aunque no en el primero.
El sistema de los KL, que duró 12 años,
llegó a incluir 27 campos principales y más de mil subcampos y en su momento
cúspide contó con 700,000 prisioneros, fue al mismo tiempo el símbolo principal
del régimen nazista, aunque Hitler jamás visitó campo alguno. Fue Heinrich
Himmler, el jefe de las tropas S.S., quien estuvo a cargo del sistema, y su
crecimiento se debió en buena medida a la ambición de Himmler por convertir a
los S.S. en la fuerza más poderosa de Alemania.
Los últimos días de Hitler en el bunker
estuvieron marcados por el caos, las borracheras, el desenfreno sexual y el
miedo. Se cuenta que el Führer recorría los pasillos presa del delirio,
amurallado entre la ira y el pánico.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 4 de mayo de 2015.