Hay dos tácticas fundamentales, que el
gobierno de La Habana lleva décadas empleando contra la oposición pacífica.
Una es recurrir a la envidia ciudadana,
acusar a los opositores de recibir grandes sumas provenientes de Washington.
La otra es considerarlos elementos
subversivos, capaces de llevar a cabo o preparar planes destinados a producir el
caos, desestabilizar el país e incluso crear las condiciones para supuestos
ataques militares.
En un régimen totalitario, el ejercer un
pensamiento independiente de forma pública resulta peligroso. La difusión de
ideas y opiniones, que van en contra de la corriente del pensamiento impuesto desde
el poder —aunque no fomenten la subversión y mucho menos acciones violentas
para destruirlo— no puede ser tolerada.
El régimen cubano incluso ha llegado a considerar
el uso de los teléfonos celulares como instrumentos ideales para labores
“subversivas”, cuando en un editorial aparecido en Cubadebate caracterizó la
celebración en La Habana del Festival CLIC, que durante tres días discutió
sobre las nuevas tecnologías de la
información y el uso de las redes sociales de internet en 2012, y al que
asistieron blogueros, escritores, periodistas independientes y activistas, como
un evento con fines “subversivos”, al que intentó vincular incluso con
actividades de “insurrección armada”.
“Esta maniobra tiene claros antecedentes en la
red que construyera en Siria un funcionario del Departamento de Estado de
Estados Unidos, utilizada hoy para alentar el terrorismo y la intervención
extranjera y que Estados Unidos enmascaró como un servicio para denunciar el
maltrato escolar. En Libia los celulares “Thuraya”, especialmente promovidos
por EEUU, permitieron establecer coordenadas y ubicar blancos civiles y
militares, que ocasionaron incalculables pérdidas a las fuerzas leales al
gobierno de entonces”, afirmó en aquella ocasión Cubadebate.
Si por razones económicas el uso de los
teléfonos celulares ha continuado extendiéndose, es una de las razones para
apoyar cualquier tipo de medida que facilite los cambios económicos, más allá
del aferrarse a medidas políticas ya caducas.
El tratar de convertir cualquier conducta
o idea ajena al régimen, en una falta de reverencia o respeto, no es solo una
muestra de totalitarismo, sino también un ejemplo de ideología reaccionaria.
Una ideología retrógrada que no tiene otra expresión para materializarse que el
recurrir a la represión más grosera y burda.
En un tono más moderado —acorde a los
tiempos que corren— el ex ministro de Cultura y ahora asesor de la presidencia,
Abel Prieto, acaba de recurrir a explicaciones reaccionarias similares. Curioso
en su caso, porque si algo lo caracterizó, como esperanza —es cierto, a la
larga y a la corta espuria— fue el intentar representar una imagen progresista
dentro del marasmo cultural, e incluso político, imperante en el momento de su
elección como ministro.
Prieto instó recientemente a difundir un
“pensamiento descolonizador” sobre el uso de las nuevas tecnologías y promover
alternativas para contrarrestar prácticas hegemónicas.
“Debemos promover, Cuba, el ALBA, la
CELAC, otros actores progresistas de la comunidad internacional, la difusión de
un pensamiento descolonizador sobre el uso de estas tecnologías”, afirmó Prieto
en la clausura de una conferencia internacional sobre comunicación política en
el ámbito digital celebrada en La Habana, informaron medios oficiales.
De nuevo el internet y la telefonía
clasificados no como un avance tecnológico, sino limitado a uno de sus usos.
Porque si bien estas tecnologías son utilizadas con fines bélicos y de
inteligencia, por lo general sus usuarios lo emplean en actividades más
vulgares, desde comunicarse con amigos hasta buscar pareja.
En su intervención, reproducida también
en Cubadebate, Prieto dijo que el
internet es un “derecho social” y destacó que es necesario promover el acceso a
la red entre los que menos tienen.
El asesor se equivoca: el acceso a
internet no es un “derecho social” sino en primer lugar una legitimidad
individual, ciudadana. El considerarlo como una categoría social —que también
lo es— no es más que una sucia artimaña, repetida en Cuba una y otra vez en
infinitud de ocasiones, para trocar en privilegio de unos pocos elegidos lo que
de por sí debe estar al alcance de todos.
La función de internet se asocia, en
primer lugar, a un uso personal, ya sea doméstico, laboral o público. No hay
contradicción entre utilizar la red en el trabajo o en el hogar, salvo el hecho
de quien paga el servicio. En este país uno puede entrar en cualquier Starbucks
y conectarse a la red, incluso sin tener obligatoriamente que comprar un café.
Lo que debió enfatizar Prieto es la
necesidad de brindar el servicio a los que “menos tienen”, que en el caso de
Cuba son los millones que carecen de una conexión en sus hogares. Bajo el
argumento de un bien social, lo que está postulando es precisamente lo
contrario: convertirlo en prebenda.
Cuba tiene una de las tasas de
penetración a la red más bajas del mundo. El servicio es caro y deficiente. Eso
es lo que debía preocupar a los funcionarios como Prieto, y no dedicarse a fabricar
espantapájaros gastados.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 15 de junio de 2015.