El mito de la autonomía empresarial del
exilio cubano, y la defensa denodada de sus miembros en favor de la menor
participación posible del Estado en la gestión económica, guarda una gran
similitud con la actitud emprendida por la oposición y disidencia dentro de la
isla: considerar que el camino hacia la transición democrática en Cuba debe
transitar la vía de la dependencia financiera a un gobierno extranjero.
La filosofía de la autonomía empresarial
ha servido para que dichos exiliados se consideren representantes ejemplares
del neoliberalismo. Aunque un análisis del desempeño de algunos capitales
cubanos en Miami muestra un panorama distinto, donde el mérito y la virtud en
obtener riquezas se encuentran más cerca de un astuto aprovechamiento de los
vínculos con el poder local, estatal y nacional en una forma que los convierte,
en la práctica, en paladines del mercantilismo —el modo económico en que el
poder gubernamental se pone de parte de determinados grupos de interés para
facilitarle la adquisición de prebendas, contratos y ganancias— y no en
competidores que miden sus fuerzas y recursos en un mercado abierto.
Esta unión de negocios y política se
encuentra en la raíz de las posiciones de algunos líderes comunitarios,
portavoces del exilio y representantes políticos. Define sus conceptos y
valores sobre lo que consideran mejor para el futuro cubano y explica sus
apoyos y rechazos respecto a la forma de lidiar con el gobierno de la isla, sin
considerar las aspiraciones de quienes viven en ella.
Intereses comerciales y económicos que
bajo un disfraz de patriotismo intentan algo más simple: hacer negocios. Lo
demás es ruido.
La consecuencia es que ha surgido un
“anticastrismo” que es más un empeño económico que un ideal político,
alimentado en gran medida por los fondos de los contribuyentes. El
financiamiento a una disidencia mal organizada, peor concebida y de resultados
cuestionables es el canto de cisne de esa industria.
Si el capitalismo y la democracia marchan
unidos —reclamación dudosa que postula buena parte de esa disidencia—, poner en
práctica las elementales normas de efectividad económica que rigen en el
mercado sería un paso necesario para lograr eficiencia y prestigio.
En este sentido se puede afirmar que la
productividad del movimiento opositor cubano está por el suelo; los costos
resultan exorbitantes; el “overhead” imposible de sostener; los gastos de
representación por las nubes y los beneficios marginales fuera de control.
Para lograr un cambio hacia la libertad
en Cuba, muchos opositores tienen poco que mostrar a su favor, salvo la última
foto en una capital de Europa o aquí en Estados Unidos, en Miami o Washington.
Más allá del mal uso y la falta de
control sobre los millones de dólares que desde hace años viene destinando EEUU
para supuestamente hacer avanzar la libertad en Cuba, hay varios aspectos que
llaman la atención en lo que hasta el momento no ha sido más que un gran
derroche de fondos.
En primer lugar hay que señalar el
desconocimiento y la prepotencia que subyace en ese esfuerzo, aparentemente
democrático y generoso, que por años llevó a la impresión de miles de textos
sobre la importancia de los derechos humanos.
Lo que en un inicio pudo haber sido una
labor educativa, se convirtió en el pretexto perfecto para justificar costos de
imprenta, compras en librerías y elevados gastos de distribución.
El fundamento que determinó tal colosal
botadera de dinero fue, en el mejor de los casos, de un paternalismo grosero,
por no decir una muestra de racismo: quienes viven en la isla no han exigido
mayores libertades porque las desconocen.
El camino del aprendizaje —de acuerdo a
esta estrategia— abriría las puertas de una mayor conciencia ciudadana, con la
consecuencia de un aumento en las protestas y una mayor exigencia hacia el
respeto de los derechos humanos. Nada de esto ha ocurrido. Represión, si. Pero
también falta de interés de la ciudadanía ante problemas más perentorios.
El segundo aspecto llegó precisamente por
el rumbo contrario. Si se contabilizan los millones de dólares dedicados al
incremento del periodismo independiente en Cuba, y se contrapone esta cifra con
el valor de la información enviada desde la isla, hay que concluir que en EEUU
la palabra se paga a un alto precio. O al menos algunas palabras o las palabras
de algunos. No es exigirle demasiado a la prensa independiente, sino el evitar
sobrevalorar sus resultados y el admitir como cierto lo que simplemente son
comentarios dirigidos al gusto de un exilio exiguo.
Sin embargo, los dos aspectos anteriores
son hasta cierto punto secundarios ante la situación actual: el derroche que
representan viajes, congresos y reuniones en los puntos más diversos del
planeta y planes de contingencia que no trascienden del esfuerzo mediático.
Lo que tiene que hacer Washington es poner
freno a esos empeños inútiles, y apostar por una verdadera transición a través
del desarrollo de la labor de emprendedores y trabajadores privados. Basta ya
de votar el dinero de los contribuyentes.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 29 de junio de 2015.