Desde hace décadas en Cuba persiste una
situación esquizofrénica: el Estado te vende pero no te paga lo suficiente para
comprar. Lo curioso es que, con esta actitud parásita al extremo, el régimen
logre mantener un control absoluto y sustente una retórica nacionalista.
No hay esperanza alguna de que la
discrepancia entre precios y salarios vaya a disminuir, sino todo lo contrario.
Limitarse a ver el asunto como el resultado de la existencia de una dualidad
monetaria es interpretar una consecuencia del problema como la esencia del
mismo.
La dualidad monetaria en Cuba es una
“contrariedad” que el gobierno de la
Isla admite, pero cuya solución dilata.
Este enfoque no solo parece estar cada
vez más alejado de cualquier posibilidad de éxito, sino que en la práctica no
cumple la función de plan de largo alcance, destinado a lograr un objetivo, aunque
sí un fin más inmediato: dilatar el asunto y trasladarlo a una especie de limbo
que intenta ocultar la falta de capacidad o de disposición para hallar una
solución.
Una estrategia destinada al fracaso
económico que es en realidad una táctica política, la cual hasta ahora ha
logrado su meta: considerar transitorio un callejón sin salida.
Se repite así la paradoja del modelo
cubano, donde la falta de eficiencia productiva actúa muchas veces como carta
de triunfo político.
La brecha entre salarios y precios constituye
una situación anómala con consecuencias que van desde el aumento de la
corrupción y el robo hasta la amenaza potencial de disturbios y caos.
Lo peor en este caso es que el principal
empleador del país, el gobierno que controla un Estado totalitario, no enfrenta
el problema con decisión y premura. Se limita a mirar hacia el exterior para
los ingresos imprescindible para su subsistencia —remesas, turismo, servicios
médicos y de profesionales en el exterior y exportaciones muy específicas, como
la industria farmacéutica y algunos minerales— mientras se desentiende cada vez
más de la subsistencia de sus ciudadanos.
Hay una diferencia cada vez mayor entre
la Cuba del ciudadano de a pie y la Cuba de permanencia, estabilidad y desarrollo: la visión que a los
ojos del mundo intenta ofrecer el gobierno
cubano. De su ensanchamiento o disminución depende el fracaso o el
triunfo de Raúl Castro.
Es un error confundir ese fracaso o
triunfo con la caída del régimen. No es la búsqueda de mayor democracia lo que
está en juego en La Habana, sino el
intento de encaminar al país en una estructura económica más eficiente, dentro
de un sistema totalitario, con un gobierno que funcione a esos fines.
Ahora el mando en Cuba se arrastra entre
la necesidad de que se multipliquen supermercados, viviendas y empleos, y el miedo a que todo
esto sea imposible de alcanzar sin una
sacudida que ponga en peligro o disminuya notablemente el alcance de los
centros de poder tradicionales.
Hasta el momento las respuestas en favor
de transformaciones han sido
descorazonadoras. El avance económico y las posibilidades de empleo
sustituidas en buena medida por la promesa de la vuelta al timbiriche.
El peligro del caos rodeando la
indecisión entre la permanencia y el
cambio.
Estabilidad
y cambio
Cuba ha logrado con éxito vender su
estabilidad, por encima de cualquier esperanza de mayor libertad para sus ciudadanos.
Las apariencias de estabilidad, sin embargo,
no deben hacer olvidar al gobierno
cubano que, en casi todas las naciones que han
enfrentado una situación similar, lo que ha resultado determinante a la
hora de definir el destino de un supuesto
modelo socialista es la capacidad para lograr que se multipliquen no mil
escuelas de pensamiento sino centenares de supermercados y tiendas.
De esta manera, hay dos opciones que no
necesariamente toman en consideración el
ideal democrático.
Una es el mantenimiento de un poder
férreo y obsoleto, que sobrevive por la capacidad de maniobrar frente a las
coyunturas internacionales y que en buena medida se sustenta en la represión y
el aniquilamiento de la voluntad individual. Otra es el desarrollo de una
sociedad que avanza en lo económico y en la satisfacción de las necesidades
materiales de la población —sobre la base de una discriminación económica y
social creciente—, pero que a la vez conserva el monopolio político clásico del
totalitarismo.
Esta última disyuntiva, que abre un
camino paralelo a las esperanzas de adopción de
cualquiera de las alternativas democráticas existentes en Occidente, no
es ajena a la realidad cubana.
Se asiste entonces al desarrollo cada vez
mayor de una especie de engendro económico, en que el “carácter socialista”
viene determinado por el monopolio en el comercio de ventas al por mayor —y en
buena medida también minoristas—, mientras se desentiende del incremento, o
incluso el mantenimiento, de la creación de empleos bien remunerados.
Desigualdades
“democráticas”
El fin del subsidio soviético y el inicio
del llamado “período especial” —que aún no ha concluido— trajo como
consecuencia que se dispararan las desigualdades en la Isla. No es que éstas no
existieran con anterioridad, pero se mantenían en parcelas que delimitaban
privilegios: el grupo dirigente en primer lugar; un sector dedicado al trabajo
privado de forma parcial o completa —que crecía y disminuía según los años— y en
última fila quienes formaban el grueso de la fuerza laboral; empleados
estatales, desde profesionales hasta auxiliares de limpieza.
Al comenzar a quebrarse esta
parcialización surgieron dos fenómenos hasta entonces desconocidos en la Isla:
la posibilidad de vivir —y de vivir bien— gracias a recibir remesas del
exterior y la oportunidad de obtener ingresos —en cifras que el gobierno no es
capaz de pagar— debido a la posesión de determinadas habilidades, capacidades,
bienes o medios.
El primer grupo de beneficiados fue
constituido principalmente por aquellos con familiares residiendo en el
extranjero, mientras que el segundo lo formaron desde artistas hasta cocineros
y dueños de las ahora famosas “paladares”. Tras la llegada de Raúl Castro al
mando de los asuntos cotidianos, las posibilidades de crecimiento de ambos
grupos se ampliaron.
Sin embargo, el papel del gobierno se ha
limitado a permitir y no a desarrollar. De hecho, en este terreno la queja
primordial es que no avance más rápido esa permisividad a cuentagotas, que ha
hecho que los cubanos puedan tener una computadora, un teléfono celular o móvil
y viajar al extranjero. Y a la vez ha dejado en manos privadas el conseguir el
dinero necesario, tanto para comprar el equipo como el pasaje.
Es decir, que al tiempo que se han democratizado las diferencias (hoy la desigualdad no se
siente en el viaje del dirigente a los países socialistas sino en el dinero que
tiene el vecino para comprar un televisor de pantalla gigante), la adquisición
de los bienes de consumo han pasado de métodos políticos y sociales a formas
individuales (ya el centro de trabajo y el colectivo laboral no otorgan la autorización para
comprar el televisor, sino se adquiere gracias al dinero que se recibe del
extranjero o que se gana de forma privada).
El
dinero del enemigo
Hasta ahora el régimen ha controlado al
máximo la contradicción de estar financiado, en buena medida, por su aparente
enemigo natural: el exilio. Ahora busca dar un paso más, y sumar el capital
estadounidense —sino en forma de subsidio, sí de ganancia— a ese esfuerzo de
permanencia.
De esta forma se han introducido
elementos en la economía cubana ―cuentapropismo, compra y venta de casas y
automóviles― donde el dinero proveniente de Miami desempeña un papel
fundamental.
Dinero de Miami, hay que enfatizarlo.
Otras ciudades, otros ámbitos, vendrían a cumplir el objetivo de trascender
esta dependencia. Es lo que se ha iniciado a partir del 17 de diciembre del
pasado año, cuando vuelos a Cuba desde otras ciudades estadounidense se han ido
sumando a la ruta tradicional.
Lo que en un primer momento se limitó a
un desempeño humanitario y familiar, donde las remesas y los viajes servían
como sostén económico doméstico, se integra en estos momentos a un movimiento
reformista, donde una parte del exilio se pregunta si todo ello no se limita
simplemente a una nueva —y al mismo tiempo antigua— forma de financiamiento del
régimen.
Hecha de esa manera, la pregunta nace
viciada por el giro torcido que adquieren las palabras en que se presenta.
Hablar de financiamiento del régimen
implica un esfuerzo consciente dirigido a sostenerlo. Como aún gran parte de la
economía cubana está en manos del Estado ―es decir, del gobierno― resulta
inevitable que cualquier envío de dinero contribuya a la economía nacional y
por supuesto a las ganancias del gobierno de los hermanos Castro. Desde los
dólares enviados a un pariente hasta el pago del pasaje a un opositor para el
próximo congreso y la última conferencia.
Aunque hay un matiz que vale la pena
enfatizar: convertirse en cliente obligatorio de determinada empresa ―no
importa que este caso esa empresa sea el Estado― no significa financiar un
gobierno hostil.
Reducir a colaboracionista del régimen de
Castro a cualquier hijo, hija, padre o madre de familia, tío o vecino que
visite la isla, no es más que un simple acto de intimidación verbal. En este
sentido, se trata de enmarcar en una disyuntiva política lo que cada vez se
convierte en un asunto familiar para quienes decidieron o se vieron obligados a
irse de Cuba.
El imperativo moral cuenta como paradigma
o ideal ciudadano, pero en la práctica determina poco en las decisiones
cotidianas de quienes viven bajo una dictadura o gobierno totalitario. Así ha
sido siempre y Cuba no es la excepción. Apelar al sacrificio y al sentimiento
moral, resulta hipócrita mientras se vive fuera de la isla.
Al final, lo que por regla general se
sustenta tras la retórica de restringir viajes, turismo y comercio es una
actitud revanchista. Inútil por completo como estrategia a la hora de buscar el
fin del castrismo; inservible como táctica si se quiere crear una situación que
provoque un estallido social.
Porque lo que se busca es eso: crear una
situación de carencia que obligue a la gente a tirarse a la calle.
Más allá de la crueldad implícita en la
idea, deben señalarse dos puntos, que demuestran la estrechez de mente de
quienes alientan un aumento del embargo y el aislamiento económico del régimen
cubano.
Uno es que está más que demostrado que
cualquier cierre económico total sobre Cuba no solo es imposible, sino que el
país ha atravesado por diversas crisis en este sentido, tras las cuales el
gobierno castrista ha demostrado su fortaleza.
El segundo punto es que ha sido
precisamente el gobierno de la isla quien ha utilizado la escasez como una
forma de represión.
Fórmulas
caducas
¿Por qué entonces este empecinamiento en
fórmulas caducas? Por empecinamiento y soberbia. Empecinamiento que viene
determinado por la falta de voluntad e imaginación para buscar fórmulas mejores
en el camino hacia la democratización de Cuba. Soberbia como única vía de
escape antes de reconocer el fracaso.
El problema es que la fundamentación
repetida por años, de que el dinero del exilio sirve para financiar el régimen
de Castro, se está quedando sin sentido, a partir del surgimiento y desarrollo
de un sector económico que opera dentro del sector privado.
No importa lo limitado que este sector
resulta aún, no se trata tampoco de formular pronósticos sobre su futuro. La
pregunta es entonces si se está a favor o no de reformas en Cuba. Claro que
siempre surgirá alguien que argumente que lo que necesita la Isla es un
verdadero y profundo cambio democrático. Respuesta muy meritoria. Lástima que
tras ella no exista algo más que la retorica para apoyarla.