Entre las paradojas que con frecuencia
nos regala la historia cubana llega una muy peculiar: el afán de la oposición
por establecer una sociedad capitalista democrática en la Isla, mediante una
vía que en esencia rechaza el modelo que trata de importar.
Un gigante del sector turístico, la
empresa Carnival Corporation, anunció el martes que ofrecerá a partir de mayo
de 2016 un crucero semanal a Cuba.
Por un momento olvide que la corporación
especificó de inmediato que los viajes se realizaran bajo la premisa del
intercambio cultural, artístico, religioso y humanitario. Y también por otro
momento recuerde que aún se está concretando el itinerario, mientras Carnival
espera la aprobación del gobierno cubano.
Así que nada de espectáculos tipo
Broadway, ni casinos flotantes. Tampoco se supone que los viajeros dediquen el
tiempo a practicar buceo o sobre motos acuáticas.
Cada día, bajo las regulaciones actuales
de Estados Unidos, tendrán que pasar por lo menos ocho horas involucrados en
algún tipo de experiencia cultural.
No hay que esperar fotos luminosas y
espectaculares de los grandes cruceros de Carnival a la entrada de la bahía de
La Habana. Esos que uno encuentra en Miami, al cruzar el MacArthur Causeway rumbo
a Miami Beach. Los buques que uno contempla como gigantescos hoteles, en medio
del mar pero cerca de la costa, y considera vecinos enormes y al mismo tiempo
amables, porque es fácil llegar a ellos y no hay que ser millonario ni mucho
menos para subir a bordo.
Los viajes de una semana de duración se
realizarán a bordo de un barco mucho menor. El Adonia, que tiene capacidad para
710 pasajeros. Una nave relativamente pequeña para una compañía con cruceros
que pueden transportar hasta 3.000 viajeros.
Lo anterior es cierto. Pero si no
palidece, al menos cede el paso ante una realidad apabullante: la compañía de
cruceros más grande del mundo podría empezar a viajar a Cuba.
Ya no es Netflix o los intentos de Google
—otro gigante— o las remesas; los viajes familiares, la organización Pastores
por la Paz con su hipocresía anual o un afinador de pianos perdido en su tarea
entre el comején y el abandono de un viejo instrumento.
Es Carnival. El símbolo del capitalismo
en todo su esplendor: de la frivolidad al ensueño.
Y ante ese avance —que hasta el momento
parece indetenible del capitalismo sobre la Isla— los opositores no muestran
mejor cara que encerrarse en esquemas caducos.
No se trata de abrazar a un capitalismo
más o menos “salvaje” —todo capitalismo lo es, en esencia, al buscar la
ganancia como el fin primordial— como la panacea frente a todos los males. Es
actuar en consecuencia.
Si se sustenta la tesis de que el
capitalismo no traerá la libertad a Cuba —por el simple hecho de que tras la
Coca-Cola solo hay una pausa que refresca y no el reverdecer de los derechos
humanos—, la consecuencia lógica es el rechazo a ese neoliberalismo visceral
tan repetido en los discursos del exilio.
No basta con refugiarse en un supuesto
código moral de patriotismo de sexto grado de la escuela primaria: la evocación
de los héroes del siglo XIX y el llamado de la patria. Porque en el exilio, la
exaltación de la libertad pasa primero por el pago de la cuenta de la
electricidad. Y no tiene por qué ser diferente en Cuba.
Ocurre en Miami —para citar un ejemplo—,
donde hay exiliados que no dudan un momento en alzar sus voces en favor de los
derechos humanos en Cuba; gritan su repudio a la política del presidente Barack
Obama y expresan sus deseos de aislar diplomática y económicamente a la Isla,
con el supuesto fin de lograr el fin del régimen castrista. Y que al mismo
tiempo no se permiten ni un susurro en contra de sus jefes inmediatos en el
trabajo.
Todo mezclado: la satisfacción emocional
de manifestarse a favor de la democracia en el país de origen; pero al mismo
tiempo procurar que no le falte la luz en casa, en el país de residencia.
Lo que no es más que elección personal,
en muchos que viven al margen de la política —en el sentido de ejercerla como
profesión—, se complica para quienes postulan un fervor opositor, disidente o
de activismo en favor de la sociedad civil. Aunque al mismo tiempo recaen para
su labor en una práctica mercantilista donde la función rentista —al recibir un
sustento directamente del gobierno de Estados Unidos, o de fundaciones que de
forma más o menos enmascarada se nutren de esos fondos— opaca una visión más amplia,
en que la libre competencia determinaría la supervivencia del más apto,
principio fundamental capitalista.
De esta forma, las figuras y organizaciones
de la disidencia no se miden en función de su efectividad, sino de parámetros
subalternos, que van del reclamo constante a la victimización hasta el apego a
los modelos establecidos por sus benefactores en Washington y Miami.
El apego constante a ese modelo
mercantilista —por conveniencia monetaria o ausencia de mejores circunstancias
para desarrollar otras vías— determina en buena medida la negativa a buscar su
inserción dentro de un nuevo modelo cubano que poco a poco aflora, donde las
ventajas e inconveniencias del mercado van a determinar cada vez la situación
del país.
En la medida que se extienda este anclaje
en el pasado, la oposición cubana seguirá rechazando oportunidades.
Si bien los posibles viajes de cruceros
de Carnival no representan, a un futuro inmediato una incidencia directa en la
población de la Isla, sí ilustran particularmente la marcha de los tiempos.
En primer lugar por el hecho de la
compañía tiene su sede en lo que, en un sentido general, se conoce como Miami
—aunque desde el punto de vista de división política y administrativa está en
un suburbio, la ciudad de Doral— y apenas hace unos pocos años un anuncio de
este tipo, de ser posible, se habría interpretado como un “insulto” o “desafío”
a la comunidad exiliada.
Luego por ejemplificar una muestra de la
incoherencia ideológica del sistema cubano, empeñado solo en conservar el
poder.
La paradoja aquí es que ese exilio
miamense en vía de extinción está arrastrando en su caída a la oposición o
disidencia cubana, que por motivos económicos no corta su cordón umbilical y se
limita no solo al desgaste en repetidos recuentos de presos políticos —que lo
son y no lo son—, cuya cifra en el mejor de los casos no trasciende de un
número reducido; o a un antagonismo estéril y vocinglero con la Iglesia
Católica, como si aún no tuviera suficientes enemigos. Eso, por supuesto, sin
contar con los planes quiméricos, que suelen discutirse con frecuencia a la
hora de los postres en cualquier capital europea.
El arrastrarse en un supuesto cuerpo a
cuerpo con el castrismo caduco no le da vigencia a la oposición —como tampoco
se la otorga al régimen sus continuos métodos represivos— sino contribuye al
tipo de distracción que siempre ha buscado La Habana.
Mientras tanto, la Casa Blanca ha dejado
en claro que los últimos actos represivos —por supuesto que muy condenables— no
detendrán la política estadounidense en favor de la reanudación de las
relaciones diplomáticas con Cuba. Lo demás en seguir hablando mal del
presidente Obama, en Miami o en donde sea. O del capitalismo. O si se quiere de
la ambición, la avaricia y el dinero. Ello tampoco cambiará nada.