Cuando se publique esta columna Estados
Unidos y Cuba estarán a horas de abrir sus embajadas en las capitales
respectivas. Para muchos un día de esperanzas y para otros una fecha nefasta,
pero no hay duda de que un día histórico. Aunque más allá de la frase retórica,
queda la pregunta de cuánto va a cambiar en las relaciones entre ambos países a
partir de ahora.
Puede que mucho o muy poco. La apertura
de las embajadas no se limita a la ceremonia de un día, una supuesta victoria
que el régimen de La Habana reclama o el empecinamiento republicano en detener
la nominación de un embajador norteamericano en la isla. Implica el inicio de
un diálogo a un nuevo nivel, que posiblemente lleve a un cambio en determinados
aspectos de la política migratoria de ambos países a mediano plazo.
En este sentido y de momento, tanto
Washington como La Habana se han apresurado en las reafirmaciones de que todo
continuará igual. La Habana todavía aprovechando los frutos del cambio que
permite a la mayoría de los cubanos viajar
y la Casa Blanca enfatizando que no se producirán modificaciones en la
famosa Ley de Ajuste Cubano o su abolición.
Sin embargo, hay cuestiones menos
peliagudas por resolver. A partir del momento en que comiencen a airear las
banderas, el Departamento de Estado tiene la obligación de tratar de influir con
mayor énfasis en algún que otro aspecto, que podría parecer no esencial desde
el exterior, pero que evidencia la naturaleza del régimen.
Uno de ellos es intentar propiciar una
modificación en las leyes migratorias cubanas: que dejen de negarles los
derechos a muchos estadounidenses nacidos en Cuba, a quienes no se les permite
visitar el país sin renovar antes el pasaporte cubano.
La Habana tiene todo su derecho a exigir
una visa —y por supuesto a negarla—, pero ninguno a chantajear y no permitir la
visita si no se cumple un requisito que implica no solo una vuelta atrás, sino
una falta de ética con el país que permitió adoptar tal ciudadanía.
Lo que desde hace décadas busca La Habana
es incrementar las ganancias económicas, con los inmigrantes en general y
especialmente con los que considera “respetuosos” y el exilio llama
“obedientes”.
Para ello no le faltan explicaciones,
como hablar de la ”emigración patriótica” y otras palabras propias de un vendedor
del último mejunje curalotodo en un pueblo del oeste.
Este razonamiento siempre tiene un fin
muy preciso: buscar términos de igualdad y semejanza entre quienes se fueron y quienes
se quedaron, pero en base a una obediencia disfrazada de amor a la patria; un
concepto que —como ocurre en un país totalitario— se confunde e iguala al de
Estado, gobierno y en última instancia caudillo.
La actualización en la política
migratoria que llevó a cabo Cuba no fue más que modificar una ley arcaica
mientras se mantenía su esencia.
Por supuesto que fue un paso de avance
que más cubanos pudieran viajar, la simplificación en los trámites y el aumento
del permiso de estancia en el extranjero. Pero con respecto a quienes viven en
el exterior, se ha producido una inversión de la “Parábola del Hijo Pródigo”.
No se trata del padre misericordioso ni del perdón hacia el hijo pecador. Todo
se reduce, obligatoriamente, a que a su vuelta ese hijo debe mostrarse
arrepentido. Y ese arrepentimiento tiene un nombre: pasaporte cubano.
La norma es además arbitraria. Quienes
emigraron antes de 1970 pueden entrar usando el pasaporte de su nacionalidad
actual. Sin embargo, la diferencia no implica un cambio total, ya que en ese
caso se requiere un “Documento de Viaje”, aunque este cuesta $100.00, mucho
menos de los $350.00 del pasaporte cubano, o las dos posibles prórrogas, de $180.00
cada una.
Un país cuya parte de su población no
solo ha emigrado sino continúa haciéndolo, y donde esos que se van contribuyen a
la economía nacional al verse obligados a alimentar a los familiares que
dejaron atrás, debe permitir la doble ciudadanía o al menos establecer una visa
múltiple a un precio justo.
De lo contrario, queda claro que la intención
del gobierno cubano no es solo controlar a quienes viven en la isla, sino
también a quienes se fueron.
Si Estados Unidos intenta llevar a un
nuevo nivel sus vínculos diplomáticos con Cuba, debe abordar este problema con
las autoridades de la isla, y desde el exilio también debe realizarse un
esfuerzo al respecto.
Quienes se marcharon de Cuba —no para
limitarse a la pequeña patria putativa de Miami sino para vivir de acuerdo a
las leyes de la nueva nación— deben reclamar a su país de adopción que se les
respeten sus derechos, en el supuesto caso de que deseen viajar al país donde
una vez nacieron, pero al que no quieren volver a residir sino apenas visitar
como extranjeros, quizá lo que siempre fueron dentro de él.
Este artículo apareció publicado en El Nuevo Herald, en la edición del lunes 20 de julio de 2015, y en una versión algo más amplia en Cubaencuentro.
Este artículo apareció publicado en El Nuevo Herald, en la edición del lunes 20 de julio de 2015, y en una versión algo más amplia en Cubaencuentro.