Cada vez hay más republicanos preocupados
porque su búsqueda de la candidatura presidencial se está convirtiendo en una
pelea de perros, que acabará por dañar al partido. Como entre quienes expresan
este temor hay donantes con mucho dinero, posiblemente se logre la calma. Sin
embargo, nadie reclama la necesidad de un verdadero debate sobre la refundación
necesaria del republicanismo para ganar las elecciones presidenciales.
El debate fundamental, que por años los
republicanos han esquivado, tiene que ver con la naturaleza del conservadurismo
y la superación del neoliberalismo y neoconservadurismo que ya demostraron su
fracaso.
Luego de los dos períodos presidenciales
de George W. Bush, los conservadores han tenido que lidiar con las consecuencias
de una administración republicana que decepcionó, en gran medida por su
compromiso ferviente con una ideología fundamentada en el unilateralismo
agresivo en la política exterior y la fe ciega en que Wall Street —ejerciendo
un papel dominante y sin ser regulado— traería la bonanza a toda la nación. Lo
que resultó fue lo contrario: una profunda crisis económica y política, que
permitió un presidente irrepetible: Barack Obama. A ello se unió una
desagradable y punitiva “guerra cultural” contra las “élites” liberales.
De estos tres principios, solo el tercero
ha sido mantenido de forma agresiva y abierta a través de los años del mandato demócrata,
con el surgimiento de un movimiento populista ultraderechista y anárquico, el
Tea Party, que se ha caracterizado más por intimidar a los propios republicanos
que por la creación de políticas constructivas.
La realidad es que dicho movimiento ha
logrado triunfos de sus candidatos en las elecciones legislativas, aunque por
factores que incluyen tanto una redefinición de distritos para otorgar
victorias a la medida como por el descontento de un sector de la población, que
no solo no ha logrado una sustancial mejora económica sino que desconfía de
cualquier gobierno. También que ve amenazada su forma de vida tradicional.
Esa amenaza obedece menos al mandatario
en la Casa Blanca que a cambios que van de la demografía nacional a la
globalización internacional. Solo que castigar el paso del tiempo no entra en
la boleta.
Aunque esto no implica que han aumentado
las posibilidades de triunfo para los aspirantes republicanos, quienes se
empecinan en repetir los errores de ayer: tratar de ganarse las simpatías del
núcleo duro y parroquial del republicanismo más reaccionario, como la única
forma de triunfar en las primarias. La vía del pasado para llegar al futuro.
El problema con esta estrategia es su
esencia esquizoide: imponerse a nivel local y estatal dentro de su partido, para
fracasar cuando se llega el enfrentamiento esencial, con los votantes de todo
el país. El fantasma de Mitt Romney recorre sus discursos y actos públicos.
Lo que necesita el Partido Republicano es
una refundación esencial, o en última instancia una escisión. Solo que el
segundo camino es la vía segura para la hecatombe y el primero algo que los
líderes de la agrupación no se atreven a llevar a cabo.
El mismo año que George W. Bush entró de
lleno en la contienda electoral que le permitió la reelección, estaba
resurgiendo con fuerza el debate entre el pensamiento conservador tradicional y
los principios propugnados por los neoconservadores. El sonoro triunfo de Bush,
su enorme “capital político” conquistado, que lo llevó al fracasado intento de
reformar el sistema de seguridad social, y a la victoria de los republicanos en
el Congreso, actuaron de amortiguadores de ese debate.
Ahora los republicanos controlan de nuevo
el poder legislativo, lo que otra vez hace difícil esa definición necesaria,
que prescinda de lo más viejo y de lo que ya es menos nuevo.
Lo lamentable para ellos es que, hasta el
momento, no han logrado sacar ventaja de su poder legislativo, ni tampoco han
encontrado al aspirante presidencial más capacitado para realmente proponer un
nuevo rumbo. Asistimos a una campaña que se inicia con mucho ruido, poco
fundamento y demasiado maquillaje.
Durante las dos elecciones que dieron el
triunfo a Obama se impuso la necesidad, por parte de los republicanos, de
definir una línea política e ideológica alejada de la de Bush. Pero llevar esa
reconsideración a las urnas significó una misión imposible.
La actual paradoja republicana es que su
mejor aspirante vuelve a ser un Bush.
De lo poco que se conoce de su plataforma
electoral —y de lo mucho que se sabe de su historial político y
administrativo—, Jeb Bush resulta la alternativa más adecuada para enfrentar a
la que todo indica será la candidata demócrata, Hillary Clinton.
Así que si logra imponerse tras el
desgaste de las primarias, el exgobernador de Florida tendrá que enfrentar la
pregunta más fácil que tendrán los demócratas para vencerlo: el recuerdo de la
era Bush.
Algunos argumentarán que el Partido Republicano cuenta con muchos más aspirantes presidenciales que Jeb Bush, pero entonces la discusión se torna poco seria: ¿estamos hablando de elecciones o de una función de circo?
Algunos argumentarán que el Partido Republicano cuenta con muchos más aspirantes presidenciales que Jeb Bush, pero entonces la discusión se torna poco seria: ¿estamos hablando de elecciones o de una función de circo?
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 13 de julio de 2015.