Desde hace décadas, los planes del exilio
histórico de Miami para “poner fin a la dictadura castrista” se han
caracterizado por complicarle la vida a los cubanos de aquí y de allá, y si es
posible a otros nacionales también, incluidos los estadounidenses por
nacimiento. La oposición del alcalde de Miami, Tomás Regalado, a la eventual apertura
de un consulado de Cuba en Miami, se suma ahora a esa política fallida.
Durante años quienes enviaban dinero a
sus familiares en la isla tenían que llenar un afidávit —cuyo documento y
tramitación por supuesto ellos pagaban—, entregar su licencia de conducción
para ser fotocopiada y someterse a una investigación que verificara que los
exiguos fondos que mandaban iban realmente a sus familiares más cercanos.
Ni un centavo, como tampoco el engorro en
los trámites, contribuyó a que Cuba fuera más libre, los hermanos Castro se
abandonaran el mando o la “pesadilla comunista” se alejara de la isla.
Eso sí, los legisladores, políticos y
funcionarios que hacían posible tal perdedera de tiempo y dinero se sentían
satisfechos.
Tal esquema intenta repetirse una y otra
vez por los mismos personajes.
Si por Regalado fuera, quienes necesitan
trámites consulares se verán obligados a viajar a Washington o posiblemente a
otros estados para realizarlos. O de lo contrario continuar obligados a
requerir una mayor participación de los servicios de las agencias de viajes a
Cuba —con el gasto consecuente—, que a estas alturas ya deben estar pensando en
nombrarlo “alcalde del año”.
Para Regalado, dicho consulado sería “una
provocación” para la “capital del exilio” y vuelve a invocar que esta ciudad “todavía
hay miles de personas que tienen heridas sin restañar y familiares presos”. Lo
de las heridas es cierto, no así lo de los miles o en todo caso cientos de
presos en Cuba. Pero millones han nacido después de 1959, y sus vidas han
transitado por otros caminos. Ellos también cuentan. Eso para no hablar de
quienes viven en esta ciudad y son ajenos a esos problemas.
Que Regalado continúe dormido en el
pasado, como un Rip Van Winkle que se niega a despertar, no debe extrañar. Lo
curioso es que sus palabras fueron dichas en una ceremonia de juramentación de
la ciudadanía estadounidense. Esos ciudadanos que ahora, no son los de
entonces, los de su época.
Ni por un momento al alcalde se le
ocurrió pensar que esos nuevos ciudadanos —no solo de origen cubano— podrían
tener un pensamiento distinto al suyo, que si bien resulta válido en el orden
personal, él no es solo el alcalde del exilio histórico sino de toda la ciudad.
Un lugar donde diariamente cientos de sus residentes viajan a Cuba.
Así que Regalado, a nombre de una minoría
que languidece, se considera con derecho de complicarle la vida a una mayoría
en aumento.
El problema para el alcalde es que Miami
no es una patria, ni una nación ni simplemente un refugio para inmigrantes. Es
una ciudad estadounidense y un municipio de este país, que aunque tiene
características propias no es ajeno al resto de la nación.
No se gobierna a una ciudad obedeciendo
simplemente a los criterios de la Calle Ocho. Eso para recurrir a un símil
barato, porque a estas alturas ya en dicha calle casi no hay cubanos de otros
tiempos, ni defensores del pasado, y apenas quedan una o dos voces de protesta
contra el presidente Obama, al calor de un café más o menos aguado.
¿Dónde está el límite, que debía ser
claro, entre el sufrimiento y la demagogia? ¿Hasta cuándo hay que soportar a
los que se consideran abanderados del pasado?
En una ciudad que por muchos años fue
dominada por los exiliados que llegaron primero —y que en cierto sentido aún
continúa bajo tal influjo—, los miembros de las diversas generaciones criadas
por vocación o a contrapelo en Cuba luchan a diario por ocupar el lugar que les
corresponde y merecen. No es una lucha entre jóvenes y viejos, sino entre lo
viejo y lo nuevo.
El respeto a los años de lucha no debe
servir de justificación de errores y tampoco de patente de corso para los
aprovechados. Ha llegado el momento en Miami de poner freno a las invocaciones
patrióticas que no conducen a nada. Es hora de decirles a esos señores que
ellos no hablan en nombre de toda la comunidad exiliada, sino de apenas un
sector de ésta. Basta de farsa.
Los que quieren seguir dictando pautas en
relación a un país —que desde hace
décadas desconocen o que no conocieron nunca— se reducen cada vez más a un
grupo de recalcitrantes, que se empeñan en seguir practicando su deporte
preferido:
disfrutar de todas las ventajas que
proporciona el ser ciudadanos de un país poderoso, al tiempo que reivindican el
ser considerados guías ideológicos y políticos de un exilio que les resulta
cada vez más ajeno. ¿A quiénes representan? Solo a unos pocos y cada vez menos.