En Miami siempre han estado desvirtuadas
las actitudes de “confrontación y acercamiento” hacia el régimen de La Habana,
ya que hasta el momento no ha sido posible el pleno desarrollo de un grupo que
postule la no confrontación desde una actitud que sea, al mismo tiempo,
anticastrista y antiimperialista. Anticastrismo no asumido en el sentido
tradicional de la beligerancia contra los centros de poder asentados en la
Plaza de la Revolución, sino de forma más amplia, de desacuerdo fundamental con
el estilo de gobierno imperante en la isla.
En esta ciudad hay tres grupos
principales: quienes están a favor de una confrontación —violenta o no
violenta, pero siempre de enfrentamiento político primordial— que
tradicionalmente habían llevado la voz cantante a la hora de expresar los
criterios anticastristas, pero que cada vez resultan más inútiles no únicamente
en cuanto a su poder sobre el gobierno norteamericano, sino respecto a lo que
ocurre en Cuba, y que en la actualidad se concentran en influir sobre
determinado sector del Congreso; los que desde una actitud más moderada
mantienen una posición anticastrista, y están a favor de un cambio en el
exilio, pero cuya influencia se limita en muchos casos a ejercer de nota discordante
en esta ciudad, aunque en algunos grupos y organizaciones han incrementado
su ascendencia en Washington (el
conocido Cuba Study Group y la más reciente #CubaNow son una esperanza en este
sentido). Por último, los que favorecen un acercamiento total y acrítico hacia
el gobierno cubano, pero que no son más que simples repetidores de las
posiciones de La Habana.
Podemos decir que el primer grupo se
apropió durante décadas de la representación del exilio; que el segundo logra
ser escuchado y que el tercero sobrevive gracias principalmente al apoyo de las
agencias de viaje, algo que ―resulta evidente― lo compromete políticamente.
En los últimos tiempo se ha recurrido a
la cita de cifras, mediante las encuestas más diversas, para apoyar el criterio
de que tanto la mayoría de los norteamericanos, como cada vez una mayor parte
de los inmigrantes cubanos —es decir, el exilio según un criterio amplio—
favorece una política contraria al aislamiento. Sin embargo, el problema no es
sólo lograr la hegemonía, en el sentido democrático de contar con la mayoría,
sino tener el poder necesario. La clave para resolver este problema no radica
únicamente en las próximas elecciones ―legislativas y presidenciales― sino en
la creación de un poderoso grupo de cabildeo en función del cambio, algo que
está en proceso pero no cuenta aún con plena capacidad.
A diferencia de los primeros exiliados,
las generaciones llegadas después de 1990 demuestran un gran retraso,
desinterés o incapacidad a la hora de lograr algún poder político. A finales de
los 60 los cubanos participaban activamente en la política de la ciudad y del
condado. En 1976, entraron de lleno en la contienda de la legislatura estatal,
con aspirantes por ambos partidos. Da la impresión de que los nuevos
inmigrantes tienen menos interés y capacidad en ese terreno.
En la actualidad, el relevo político se
produce dentro del marco establecido por los primeros refugiados —mediante sus
hijos y nietos— y no gracias a la incorporación de los llegados posteriormente.
Al principio, las candidaturas tuvieron que transformarse debido a la llegada
de gran número de inmigrantes. Ahora son los nuevos votantes quienes tienen que
adaptarse a los candidatos.
A esto se une la “saturación política” de
quienes vinieron en años más recientes: un cansancio de discursos, retórica y
consignas que lleva a un rechazo generalizado hacia cualquier declaración
política.
Pero el esfuerzo no debe depender sólo de
los cambios en el exilio sino también —y fundamentalmente— de los que no acaban
de producirse en la isla. En este sentido, y de primordial importancia, están
los siempre difíciles vínculos entre el gobierno de Cuba y la comunidad
exiliada o residente en el exterior, especialmente en lo que respecta a Miami.
El gobierno cubano preparaba para mediados
de 2009 una nueva reunión de “La Nación y la Inmigración”, con una agenda
amplia, según comentarios que entonces llegaban desde la isla. Al final, todo
quedó en lo de siempre: el viaje a La Habana de quienes priorizan una agenda
que bajo el mantra del respeto a la “patria” se limita simplemente a servir de
apoyo a los intereses del régimen.
Para el régimen de Raúl Castro, la
llamada comunidad en el exterior es simplemente una fuente de ingresos, a la
que se explota inmisericordemente a través de los vínculos familiares y
últimamente además una especie de puesto fronterizo al que se acude para
obtener dinero que se gasta al regreso.
Cualquier posible ampliación de los
vínculos entre Estados Unidos y Cuba, más allá de la reapertura de las
embajadas, tiene que incluir en algún momento la relación con el exilio, con
una visión más amplia que una estrecha agenda política por parte alguna. Hasta
ahora todo se reduce a expectativas,
frustraciones y deseos.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 31 de agosto de 2015.