Lo que más me llama la atención en muchos
comentaristas, que expresan su opinión tras leer o simplemente ver las
informaciones en la prensa sobre el aspirante a la nominación republicana
Donald Trump, o los artículos al respecto, es lo fascinados que se sienten ante
la figura de un caudillo —o simplemente “el macho”, para expresarlo en un
lenguaje más vulgar.
Esa rendición irracional ante el poder,
sea el de un dictador, un millonario o alguien con capacidad para contratar o
disponer de un sistema de seguridad que puede manejar a su antojo, ha tenido
consecuencias nefatas a lo largo de la historia.
Llama la atención en especial porque esos
lectores —de alguna manera hay que llamarlos— seguramente sienten un repudio
particular ante figuras como Fidel Castro, Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Evo
Morales o Rafael Correa cuando estos expresaron —o expresan en el caso de los
tres últimos— igual repudio ante periodistas y medios de prensa.
Así que al final todo se limita al viejo
dictamen de si es “nuestro HP” o el HP de otros, rasgo que solo sirve para
caracterizarlos como amantes —será mejor decir fanáticos— del autoritarismo, y
que al final su anticastrismo, o antichavismo o cualquier ejemplo “antielotro”,
o de rechazo al ajeno, extranjero o que piensa distinto, se limita a
determinadas circunstancias de momento, falta de oportunidad para ejercer el
totalitarismo en otro momento o simplemente acomodo económico.
Que en el caso de Trump la fascinación
trasciende las fronteras ideológicas es que, en lo que respecta al aspirante
republicano, igual vocación la ejerce no solo ante el presentador de Univisión
Jorge Ramos, que tales “lectores” catalogan alegremente de izquierdista —que no
lo es— sino también frente a la conductora de la cadena Fox News Megyn Kelly.
Por supuesto que a la Fox no hay quien se atreva a catalogar de izquierdista y
tampoco a Kelly. Así que aquí no vale siquiera ser presidente de la cadena Fox, seguramente tan vista y escuchada por esos paladines de la “grandeza americana”. Pero esa afinidad totalitaria, a la que se podrían agregar
especificidades políticas más precisas históricamente, va más allá de los
partidos, para ser no solo contraria a los partidos políticos, tradicionales o
no tradicionales, sino de rechazo al sistema democrático con el que ellos
afirman simpatizar.
Así que en última instancia dichos
comentaristas están más cercanos no a los movimientos antisistema —que
seguramente rechazan— sino a algo aún más extremo: las conductas anárquicas
violentas que manifiestan ciertos inadaptados que aprovechan cualquier
manifestación, en contra de cualquier gobierno, para desahogar sus
frustraciones y ejercer el delito y
crear el caos. Que en este caso todo no pase de violencia verbal o
escrita no deja por ello de ser contraproducente y alarmante.