Como si se tratara de una obra de teatro,
montada en dos escenarios y con 26 días de diferencia, Washington y La Habana
se esmeraron en repetir símbolos durante las reaperturas de sus embajadas.
Los cubanos llevaron a la capital
estadounidense la misma enseña que descendió en 1961, mientras de Estados
Unidos viajaron a la isla los tres infantes de marina que bajaron la bandera de
su país.
Curioso que un proceso, que desde el
inicio se ha definido por el cambio, manifieste tanto apego a la continuidad.
Pasado y presente competirán a partir de
ahora para trazar el futuro de las relaciones entre ambos países, y vale la
pena tratar de apuntar algunas señales que ese camino tiene por delante.
Nada mejor para ello que el discurso del
secretario de Estado norteamericano, John Kerry, y una fecha: el 14 de
septiembre.
El discurso del canciller estadounidense
—que no deja de estar amenazado de terminar reducido a un acontecimiento de
momento— establece dos retos claros.
Uno al gobierno cubano, que en su
relación con Estados Unidos está acostumbrado a lidiar bajo la retórica de la
confrontación y rehúye un debate con tanta claridad, formulado desde una nación
tan cercana e históricamente determinante en su destino, tradición y cultura.
Otro a los opositores dentro de la isla,
que deben pasar de una disidencia de gestos a una oposición de hechos.
La táctica que por años vienen utilizando
determinados grupos opositores está tan agotada como el mecanismo utilizado para
reprimirlos. Si ambos se sustentan todavía —y puede que esta situación continúe
por algún tiempo— es gracias a la recurrencia en un esquema que permite la
sobrevivencia mutua: gestos opositores pautados que provocan reacciones del
régimen también pautadas.
No solo cuentan factores y retos, sino
también la forma de abordarlos. Kerry habló de dos niveles de intercambios o
relaciones: de persona a persona y de gobierno a gobierno.
No cabe duda que el vínculo con los
disidentes se reducirá al primero de los niveles. Se terminará para ellos el
apoyo directo por parte de la Casa Blanca, aunque no del Congreso.
Sin embargo, la cuestión fundamental es
que tanto los intercambios de gobierno a
gobierno —entre Cuba y EEUU—, como los vínculos de Washington con la disidencia,
o de La Habana con sus elementos afines en suelo estadounidense, estarán
pautados según las normas diplomáticas internacionales.
En este sentido, se ha creado una
comisión bilateral, que realizará su trabajo a partir de una estrategia dictada
por el sentido común: avanzar de los aspectos menos conflictivos —servicios
postales, lucha contra el narcotráfico, protección ambiental— a otros más
peliagudos, desde los reclamos mutuos de indemnizaciones hasta los derechos
humanos.
Sería tonto creer que el futuro de los
nexos entre ambas naciones descansará a partir de ahora sólo en manos de
funcionarios y burócratas. El pasado continuará tocando a la puerta. Y ocurrirá
muy pronto.
El día 5 de septiembre de 2014, el
presidente Barack Obama, acorde a las facultades que le otorga la Ley de
Comercio con el Enemigo, extendió por un año los efectos de la misma en relación
con Cuba, “para proteger el interés nacional de Estados Unidos”.
La ley data de 1917 y prohíbe que firmas
estadounidenses comercien con países hostiles. Se aprobó cuando Estados Unidos se
preparaba para entrar en la Primera Guerra Mundial, y hoy sería
fundamentalmente objeto de los historiadores sino fuera por un país: Cuba.
Su renovación anual, en lo concerniente a
la isla caribeña, ha sido un acto rutinario de todos los presidentes estadounidenses
desde que John F. Kennedy implantó por orden ejecutiva el embargo económico y
comercial en 1962.
¿Qué hará ahora Obama, cuando el 14 de
septiembre caduque la prorroga de la ley? ¿La extenderá por otro año?
No, de acuerdo a las palabras de Kerry:
“este es el momento de acercarnos como dos pueblos que ya no son enemigos ni
rivales, sino vecinos”.
Aunque la conclusión de la Ley de
Comercio con el Enemigo con respecto a Cuba no signifique el fin del embargo —que
en la actualidad se sustenta en otras dos legislaciones que dependen del
Congreso: la Ley Torricelli de 1992 y la Helms-Burton aprobada en 1996—, su
prórroga o no será un buen indicador para medir el avance de las negociaciones.
Entonces se podrá vaticinar con mayor
certeza si realmente se ha iniciado una hoja de ruta o simplemente estamos ante
un nuevo capítulo del repetido escenario que busca prolongar indefinidamente un
cambio con cuentagotas.
Este artículo fue solicitado por el diario mexicano La Razón.