lunes, 3 de agosto de 2015

Y sin embargo se mueve


Descarte la discusión sobre las encuestas, eche a un lado sus preferencias de voto, no olvide pero tampoco se amargue demasiado ante lo irremediable, y si es opositor y mimado en Miami probablemente le ha tocado la hora de cambiar su discurso: el embargo estadounidense ha entrado en período de extinción.
El famoso embargo —su fama obedece más a la persistencia que a objetivos, logros y fines— no debería convertirse en tema de campaña electoral más allá de Miami, pero sí de ejemplo para ilustrar lo mal hecho, la demagogia y el abuso. Y en este sentido es válido volver una y otra vez sobre él. Su levantamiento no servirá para llevar la democracia a Cuba. Afirmar lo contrario es refugiarse en las teorías neoliberales. Sólo que los neoliberales del patio no son tan liberales, y a la hora de Cuba se refugian en el mercantilismo. Para poner restricciones, basta con La Habana.
Tampoco el apoyo al embargo es un elemento clave para definir la cubanía o mejor dicho, el anticastrismo. Esa propuesta tiene tufo a prueba del fuego o del agua; a un restablecimiento de la Santa Inquisición.
El embargo no define a los cubanos ni a los estadounidenses de origen cubano, porque no les pertenece. Lo impuso Estados Unidos cuando le afectaron sus intereses. No es una medida aprobada por ellos, sino una ley apoyada por un sector del exilio cubano en este país, no en el resto del mundo. En la promulgación de la ley Helms-Burton se impuso el requisito de un cambio de gobierno en Cuba. Pero dicho cambio —necesario y querido— es una prerrogativa de quienes viven en la isla, no debe ser una medida espuria.
Esta medida no solo es nula en la práctica, sino que se ejerce de forma discriminada, como la no puesta en vigor del Capítulo III, que el adorado presidente George W. Bush prorrogó, al igual que había ocurrido con el criticado Bill Clinton. Luego el insultado Barak Obama no hizo más que repetir a sus antecesores.
Por años el embargo fue una cuestión política, pero de política electoral: el secuestro de las normas que debían regir los vínculos con un país (considerado enemigo por un gobierno que comerciaba con otros enemigos) de acuerdo a los dictados de un sector de la comunidad exiliada. Al parecer sólo indicaba que las relaciones entre Cuba y EEUU estaban en buena medida secuestradas por un par de lugares (Miami y New Jersey), pero aquello no era más que un pretexto.
Era un lugar común repetir que la política norteamericana hacia Cuba era rehén del exilio. Esa verdad a medias sirvió para explicar desvaríos y de pretexto perfecto para justificar la ausencia de iniciativas.
Al final siempre salía a relucir que la isla importaba tan poco a Washington (salvo cuando crecía la amenaza de un éxodo migratorio masivo), y que las posibilidades de comercio eran tan limitadas (en comparación con China), que la Casa Blanca podía darse ese lujo.
Ya no más. Obama cambió las reglas del juego, para bien de todos: los de la isla y los del exilio.
Estamos en la época en que cada mercado cuenta. Por limitado que sea, y si está cerca aún mejor. Por supuesto que pasará la moda y el deslumbramiento actual que despierta Cuba, pero no por ello muchas empresas norteamericanas se muestran dispuestas a desaprovechar el momento.
El problema para quienes se aferran al pasado es que se han virado las caras: la posición a favor del embargo ya no ejemplifica estar por el capitalismo y en contra del comunismo, sino un rechazo al libre mercado. ¡Capitalistas de todos los países: uníos! Y a viajar a Cuba.
La Helms-Burton puso en evidencia que lo que hasta entonces era un aspecto de la política exterior de EEUU —y un instrumento para asegurarse los votos presidenciales de la comunidad cubanoamericana cada cuatro años— constituía también un problema nacional, con implicaciones económicas para los estados donde el voto cubano es inexistente y una fuente potencial de conflictos comerciales internacionales.
Al tratar de ampliar su alcance, el embargo encontró su némesis.
El proceso ha resultado particularmente doloroso para el exilio de Miami, porque una ley que nació bajo una fuerte carga emocional —el derribo de las avionetas— ha servido paradójicamente para sacar a la luz su aislamiento y limitaciones.
Bill Clinton tuvo que conformarse con una solución vicaria —apruebo pero no cumplo, lo cual permite usurpar la ley—, como una respuesta oportunista ante un hecho que escapó a su control. Ahora Hillary ha puesto las cartas sobre la mesa: el embargo no sirve, no funciona, es obsoleto.
Por primera vez un candidato presidencial —de los partidos que cuentan para ganar la elección— se lanza desde el inicio a favor de un tema considerado tabú.
No por ello solo merece el voto, pero deja algo en claro: ir más allá de Obama es un paso hacia el futuro. Lo demás es una vuelta al pasado.
 Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 3 de agosto de 2015.

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