Descarte la discusión sobre las encuestas,
eche a un lado sus preferencias de voto, no olvide pero tampoco se amargue
demasiado ante lo irremediable, y si es opositor y mimado en Miami
probablemente le ha tocado la hora de cambiar su discurso: el embargo estadounidense
ha entrado en período de extinción.
El famoso embargo —su fama obedece más a
la persistencia que a objetivos, logros y fines— no debería convertirse en tema
de campaña electoral más allá de Miami, pero sí de ejemplo para ilustrar lo mal
hecho, la demagogia y el abuso. Y en este sentido es válido volver una y otra
vez sobre él. Su levantamiento no servirá para llevar la democracia a Cuba.
Afirmar lo contrario es refugiarse en las teorías neoliberales. Sólo que los
neoliberales del patio no son tan liberales, y a la hora de Cuba se refugian en
el mercantilismo. Para poner restricciones, basta con La Habana.
Tampoco el apoyo al embargo es un
elemento clave para definir la cubanía o mejor dicho, el anticastrismo. Esa
propuesta tiene tufo a prueba del fuego o del agua; a un restablecimiento de la
Santa Inquisición.
El embargo no define a los cubanos ni a
los estadounidenses de origen cubano, porque no les pertenece. Lo impuso
Estados Unidos cuando le afectaron sus intereses. No es una medida aprobada por
ellos, sino una ley apoyada por un sector del exilio cubano en este país, no en
el resto del mundo. En la promulgación de la ley Helms-Burton se impuso el
requisito de un cambio de gobierno en Cuba. Pero dicho cambio —necesario y
querido— es una prerrogativa de quienes viven en la isla, no debe ser una
medida espuria.
Esta medida no solo es nula en la
práctica, sino que se ejerce de forma discriminada, como la no puesta en vigor
del Capítulo III, que el adorado presidente George W. Bush prorrogó, al igual
que había ocurrido con el criticado Bill Clinton. Luego el insultado Barak
Obama no hizo más que repetir a sus antecesores.
Por años el embargo fue una cuestión
política, pero de política electoral: el secuestro de las normas que debían
regir los vínculos con un país (considerado enemigo por un gobierno que
comerciaba con otros enemigos) de acuerdo a los dictados de un sector de la
comunidad exiliada. Al parecer sólo indicaba que las relaciones entre Cuba y
EEUU estaban en buena medida secuestradas por un par de lugares (Miami y New
Jersey), pero aquello no era más que un pretexto.
Era un lugar común repetir que la
política norteamericana hacia Cuba era rehén del exilio. Esa verdad a medias
sirvió para explicar desvaríos y de pretexto perfecto para justificar la
ausencia de iniciativas.
Al final siempre salía a relucir que la
isla importaba tan poco a Washington (salvo cuando crecía la amenaza de un
éxodo migratorio masivo), y que las posibilidades de comercio eran tan
limitadas (en comparación con China), que la Casa Blanca podía darse ese lujo.
Ya no más. Obama cambió las reglas del
juego, para bien de todos: los de la isla y los del exilio.
Estamos en la época en que cada mercado
cuenta. Por limitado que sea, y si está cerca aún mejor. Por supuesto que
pasará la moda y el deslumbramiento actual que despierta Cuba, pero no por ello
muchas empresas norteamericanas se muestran dispuestas a desaprovechar el
momento.
El problema para quienes se aferran al
pasado es que se han virado las caras: la posición a favor del embargo ya no
ejemplifica estar por el capitalismo y en contra del comunismo, sino un rechazo
al libre mercado. ¡Capitalistas de todos los países: uníos! Y a viajar a Cuba.
La Helms-Burton puso en evidencia que lo
que hasta entonces era un aspecto de la política exterior de EEUU —y un
instrumento para asegurarse los votos presidenciales de la comunidad
cubanoamericana cada cuatro años— constituía también un problema nacional, con
implicaciones económicas para los estados donde el voto cubano es inexistente y
una fuente potencial de conflictos comerciales internacionales.
Al tratar de ampliar su alcance, el
embargo encontró su némesis.
El proceso ha resultado particularmente
doloroso para el exilio de Miami, porque una ley que nació bajo una fuerte
carga emocional —el derribo de las avionetas— ha servido paradójicamente para
sacar a la luz su aislamiento y limitaciones.
Bill Clinton tuvo que conformarse con una
solución vicaria —apruebo pero no cumplo, lo cual permite usurpar la ley—, como
una respuesta oportunista ante un hecho que escapó a su control. Ahora Hillary ha
puesto las cartas sobre la mesa: el embargo no sirve, no funciona, es obsoleto.
Por primera vez un candidato presidencial
—de los partidos que cuentan para ganar la elección— se lanza desde el inicio a
favor de un tema considerado tabú.
No por ello solo merece el voto, pero deja
algo en claro: ir más allá de Obama es un paso hacia el futuro. Lo demás es una
vuelta al pasado.