Como era de esperar, la nueva política
migratoria del Gobierno cubano ha renovado de inmediato la eterna visión del
vaso de agua a medio llenar: hay quienes saludan lo que podríamos llamar
aspectos “positivos”, o se concentran a ver el vaso medio lleno, y otros
destacan lo “negativo”, que es el vacío existente entre el contenido del
líquido y el borde del vaso.
Sin embargo, esta discusión resulta
interminable porque se produce en dos planos paralelos. Quienes ven un paso de
avance en las nuevas medidas tienen toda la razón al destacar que hay una serie
de duplicación de pasos y procedimientos engorrosos que han quedado anulados,
al tiempo que se amplían plazos de estancia y se definen posibilidades, como la
de que un exiliado permanente regrese a vivir a Cuba (algo que en casos
aislados ya existía, pero que ahora se establece de forma extendida aunque
regulada).
Por su parte, los detractores del nuevo
decreto ley ven de forma acertada que las principales restricciones que por
décadas han estado vigentes siguen en pie, y el Gobierno cubano mantiene el
control absoluto para decidir ⎯tanto de forma arbitraria como de acuerdo a sus intereses, la
distinción es intrascendente en un régimen totalitario⎯ quienes salen y quienes entran. Es por ello que la acusación de
que se trata solo de cambios cosméticos tiene una validez absoluta.
Pero más allá de esta discusión hay un
terreno práctico, donde se va a mover la ley, y es el que interesa al Gobierno
cubano. Aquí los objetivos son de dos tipos, y la ley está creada a la
perfección para cumplirlos.
Uno es que la facilidad en los trámites y
el alargamiento de los plazos de estancia tendrá consecuencias inmediatas en
facilitar un incremento de viajes y permanencias en el exterior que desde el
punto de vista económico beneficiará al régimen.
El otro es un fin político, y no se
limita al repetido argumento de que el régimen busca “lavar la cara” o brindar
un rostro más amable, de cambio y comprensión, sino que está destinado
fundamentalmente a la descontextualización de la comunidad de Miami como un
exilio político. Este proceso lleva tiempo en marcha y obedece a razones no
solo dirigidas desde la Isla, sino también propias de un cambio de
circunstancias, pero sin duda la ley se dirige a darle un puntillazo.
A partir de la promulgación del
Decreto-Ley No. 302 resultará mucho más difícil argumentar que cualquier cubano
que llega a suelo estadounidense es en alguna medida un refugiado político que
merece una consideración especial. Aquí vale la pena detenerse brevemente,
porque no se trata del otorgamiento del estatus de “refugiado político” a los
efectos legales ni tampoco de la razón de ser de la famosa “Ley de Ajuste
Cubano”, pero desde el punto de vista de imagen y propaganda, hay un cambio de
circunstancias.
La Ley de Ajuste Cubano ⎯promulgada en 1966, durante la presidencia del demócrata Lyndon
Johnson⎯ se fundamenta en que los cubanos no pueden
ser deportados, ya que el régimen de La Habana no los admite, que en cualquier
caso estarían sujetos a la persecución y que en la isla no existe un gobierno
democrático. La medida deja a la potestad del Secretario de Estado su
aplicación, y para su cambio o abolición de forma adecuada requeriría de un
acuerdo migratorio de mayor amplitud entre Cuba y Estados Unidos, especialmente
en lo que se refiere al tema de las deportaciones de criminales, delincuentes o
indeseables. Así que su mantenimiento no depende solo de Washington, sino
también de La Habana. Pero indiscutiblemente es uno de los temas de propaganda
predilectos del régimen, y a no dudar sus centros de repetición en el exterior
se encargarán de hablar contra la Ley de Ajuste en los próximos meses.
Así que La Habana busca incrementar las
ganancias económicas con los inmigrantes en general y especialmente con los que
considera “respetuosos” y en el exilio llamamos “obedientes”, intenta alimentar
los argumentos de propaganda en contra de la Ley de Ajuste y al mismo tiempo
mantiene sin cambios el control no solo sobre la población que habita en la
Isla y quiere viajar y regresar, sino también hacia aquellos que se fueron,
algo que ha tratado de hacer siempre. Y además lo deja bien en claro. La tan
esperada reforma migratoria se ha reducido, hasta ahora, a un decreto ley que
modifica la Ley No. 1312 (Ley de Migración del 20 de septiembre de 1976).
En realidad no hay una nueva política
migratoria, sino una vieja política migratoria, aún vigente, solo que
“actualizada” o modificada. Pero la actualización no es tal, ya que la Ley de
Migración que entrará en vigor en enero de 2013, aunque modificada, resulta
completamente arcaica.
No solo la ley es engañosa al sustituir
el permiso de salida por el permiso para tener un pasaporte, algo que no
existía anteriormente simplemente por el vicio de duplicar la represión, sino
porque se niega, de forma irracional, a admitir una pérdida de control sobre
los que se han ido. Es como si el empleado de la finca de los Castros no
pudiera nunca desprenderse del yugo.
En una inversión de la “Parábola del Hijo
Pródigo”. No se trata del padre misericordioso ni del perdón hacia el hijo
pecador. Es simplemente la negativa a romper el cordón umbilical. Todo se
reduce, obligatoriamente, a que a su vuelta el hijo debe mostrarse arrepentido.
Y su arrepentimiento tiene un nombre: pasaporte cubano.
Sin un pasaporte cubano, ningún nacido en
Cuba puede regresar a la Isla.
Una vez eliminadas las restricciones de
los permisos de entrada y de salida definitiva del país queda en pie la
siguiente pregunta: ¿por qué los cubanos que salen de Cuba de forma definitiva,
según las propias leyes del país, y se hacen ciudadanos de cualquier otro,
especialmente Estados Unidos, tienen que renovar el pasaporte cubano para
volver a entrar a su país de origen, aunque sea por unos días? Pero incluso
esta pregunta pasa a un plano secundario ante una interrogante mayor: ¿por qué
el gobierno cubano no cumple sus propias leyes?
Si la actual constitución cubana, en lo
cual sigue las pautas de la Constitución del 40, no admite la doble ciudadanía
―y fundamenta que una vez que un cubano adopta una ciudadanía extranjera pierde
automáticamente la cubana―, carece de sentido jurídico que al mismo tiempo
exija el pasaporte cubano para entrar al país a quienes han nacido en la Isla,
pero viven de forma permanente en el exterior y han adquirido otra ciudadanía.
La cuestión se ha complicado aún más tras
la llamada Ley de Nietos, cuando decenas de miles de cubanos se hicieron
ciudadanos españoles. Hasta ahora la adopción de la ciudadanía norteamericana
podría considerarse traición, venderse al enemigo y cambiar al país por un
pantalón de marca. Al hacerse españoles miles de cubanos han dado un paso más
allá. No solo ―de acuerdo al punto de vista del gobierno cubano― han incurrido
en todas las formas de deslealtad enunciadas anteriormente, sino han demostrado
un enorme desprecio por la situación en que ha caído su país de origen. Las
implicaciones son varias y las lecturas también, desde echar por tierra los
ideales independentistas hasta estar más allá de conceptos en transformación en
el mundo moderno, como es el de patria. Pero en lo fundamental están diciendo a
las claras una sola cosa: la Cuba que ellos conocen no vale una peseta.
Para un gobierno que machaca hasta el
cansancio un ideal nacionalista decimonónico ―y cuyos repetidores en el
exterior pulsan una y otra vez la misma tecla― admitir la doble ciudadanía es
demasiado. Pero tampoco parecen estar dispuestos a poner en práctica la ley, y
despojar de la ciudadanía cubana a quienes no la quieren. Incluso dentro de
Cuba se han dado casos de intentos de renuncia de la ciudadanía cubana, en que
no se ha logrado que las instituciones gubernamentales cumplan con las leyes
del país.
Esta doble trampa para el gobierno cubano
es lo que impide que se lleve a cabo una reforma inmigratoria amplia y
completa, como también contribuye a que el gobierno cubano no esté dispuesto a
un diálogo profundo y abierto con quienes viven fuera de Cuba, salvo las
reuniones ocasionales con el coro que aplaude y aprueba solo las resoluciones
contra el embargo.
La clave en todo este asunto es que el
régimen cubano no considera al pasaporte como un documento más, al que tiene
derecho todo ciudadano, sino como un privilegio que se otorga como recompensa y
se niega como castigo. Y al mismo tiempo quiere extender ese control al que partió.
Este concepto medieval, del terruño y el origen, no solo es obsoleto desde hace
mucho tiempo, sino que obliga a quienes se someten a ello a portarse como
ingratos hacia el país que los acogió.
Si alguien se hace ciudadano
estadounidense o español, y acepta viajar a la Isla con pasaporte cubano, está
no solo tirando al cesto de la basura la ciudadanía adquirida ⎯y por lo tanto despreciando a la nación, el gobierno y la
población de su nuevo sitio de residencia⎯ sino renunciando a sus derechos. Y a estas alturas del juego,
¿vale la pena obedecer al padre avaro y hacer el papel de hijo pródigo?
Este artículo fue publicado en abril de
2012. Se reproduce ahora porque me parece que las palabras del Papa Francisco
pronunciadas en La Habana hoy domingo 20 de septiembre de 2015 recogen una idea
similar a la práctica del gobierno cubano respecto a la inmigración, o el
empleo de una especie de “parábola del hijo pródigo“ a la inversa.